lunes, 10 de noviembre de 2025

SUMAJ RUNAS. ELECTRICIDAD EN EL ESCENARIO

En la Cochabamba de los años dorados, donde las quinceañeras soñaban con valses y guitarras eléctricas, un grupo de jóvenes de colegios de élite se convirtió en el alma de las fiestas. Lo que no sabían es que una noche la fama casi los deja chamuscados…

      
                                                    LOS SUMAJ RUNAS

domingo, 9 de noviembre de 2025

Los Sumaj Runas: electricidad en el escenario

En la Cochabamba de los años dorados, donde las quinceañeras soñaban con valses y guitarras eléctricas, un grupo de jóvenes de colegios de élite se convirtió en el alma de las fiestas. Lo que no sabían es que una noche la fama casi los deja chamuscados…

SUMAJ RUNAS

Digan lo que digan, el grupo de moda en aquellos años eran Los Sumaj Runas.

Eran cuatro jovenzuelos descarados, procedentes de distintos colegios de primer nivel de Cochabamba: el Amerinst, La Salle, el Angloamericano… lo más top de la ciudad. Y aunque venían de entornos distintos, la música los unía con una fuerza eléctrica —literalmente eléctrica, como luego se sabría—.

El grupo amenizaba las fiestas de mayor caché: las de las quinceañeras, aquellas celebraciones casi sagradas donde las muchachas “entraban en sociedad”. No bastaba con un vestido blanco, un vals y una tarta de tres pisos. Había que tener a los Sumaj Runas tocando en vivo. Eso daba estatus.
Y claro, precisamente por eso, eran odiados por los otros grupos. La competencia los envidiaba a muerte.

Los componentes eran:
-el Gordo Gasser, con su bajo que parecía una metralleta,
-el Bola Salinas, guitarrista de dedos veloces pero casi los mata,
-Pablo, el baterista que nunca sonreía (decía que así se veía más profesional),
-y, Tony, con su guitarra solista y sus ilusiones de estrella.

Hasta que un día, la fama casi los fríe.

Actuaban en directo para Radio Litoral, un programa que retransmitía conciertos juveniles. Todo iba bien: las luces, el público, el sonido… hasta que el Bola metió mal el pie. Un pisotón donde no debía, justo sobre un cable pelado.
Y entonces el infierno se encendió.

Un chispazo iluminó el escenario. Las guitarras empezaron a lanzar destellos azules, como si fueran relámpagos.
Tony sintió un hormigueo subir desde los pies hasta la coronilla. El Gordo soltó un grito que sonó más a ópera que a rock, y Pablo —el serio— salió corriendo sin baquetas ni dignidad.
Durante unos segundos parecía una banda psicodélica poseída.
Literalmente echaban chispas.

Los salvó el gran Percy Ávila, compositor y buen tipo, que al ver el espectáculo no dudó en tirarse al suelo y arrancar el enchufe con un golpe seco.
El silencio posterior fue épico.
Se miraron los cuatro, con el pelo erizado y olor a caucho quemado.
Y entonces el público… rompió a aplaudir.
Pensaban que era parte del show.

Esa noche aprendieron dos cosas:
que la música puede ser peligrosa,
y que los Sumaj Runas estaban, literalmente, cargados de energía.

DEDICATORIA: A mis compañeros de juventud —Gordo Gasser, Bola Salinas y Pablo—, que nos quiten lo bailado de lo bien que lo pasamos.

El castigo de la Sukuri

En el corazón del trópico boliviano, tres niños descubren que hasta en el paraíso hay normas que no conviene romper. Un relato lleno de inocencia, humor y nostalgia sobre aquellos días en que la naturaleza era nuestra escuela y el miedo, nuestro primer maestro.


En el paraíso de Santiago de Chiquitos, donde el aire olía a mango maduro y las cigarras cantaban su misa diaria, existían unas lagunas de agua tan cristalina que uno podía verse el alma al asomarse. Aquel rincón, escondido entre los árboles y los cántaros de los papagayos, era nuestro pequeño edén.
Éramos tres —siempre los mismos—, los traviesos de la clase, los que reprobábamos conducta por exceso de curiosidad.

Los domingos eran de obligado cumplimiento asistir a la iglesia. Don Juan, que hacía de pastor, nos tenía fichados. Sabía que si uno bostezaba, el otro se reía, y si el tercero lo veía, ya empezaba la risa contagiosa. Pero aquel domingo el calor era insoportable, y la tentación de las pozas de agua fresca nos venció.

—¿Y si nos escapamos? —susurró Cecilio, el más valiente, o el más travieso, según el día.
—Solo un rato —añadí yo, intentando tranquilizar mi conciencia.
Elmer, el más tranquilo, dudó un segundo, pero acabó siguiendo al grupo, como siempre.

Y allá fuimos, descalzos, atravesando el pasto que brillaba bajo el sol del trópico. Las lagunas nos esperaban quietas, azules, perfectas. Nos lanzamos al agua como si fuera el cielo. Era como bañarse en la pureza misma: los peces nos rozaban los tobillos, y el eco de nuestras risas se confundía con el de los tucanes.

Pero la felicidad duró poco.
De pronto, Cecilio salió del agua con los ojos desorbitados.
—¡Sukuri! —gritó señalando la orilla.
Y la vimos: una enorme boa verde, gruesa como el tronco de un árbol joven, deslizándose hacia nosotros con la calma de quien no tiene prisa para devorar.

No recuerdo haber corrido tanto en mi vida.
Ni Usain Bolt, ni los pumas del monte nos habrían alcanzado.
Atravesamos la selva, los arbustos, las zarzas, y fuimos a parar directamente a la puerta de la iglesia, jadeando, empapados y con las rodillas llenas de rasguños.

Don Juan apenas nos miró. Siguió con su sermón como si ya supiera que el Señor se había encargado del castigo.

Esa tarde, entre susurros, prometimos no volver a faltar a la iglesia. Y cumplimos. No por devoción, sino por miedo a otra Sukuri enviada —según nosotros— desde el mismísimo cielo.

Años después, cuando lo contábamos, los compañeros se reían a carcajadas.

Y nosotros también. Pero en el fondo sabíamos que aquella serpiente nos había enseñado la primera gran lección de nuestras vidas:
en el paraíso, también hay quien vigila que no te portes mal.

©antonio capel riera

sábado, 8 de noviembre de 2025

Descalzo en Santiago de Chiquitos: la infancia donde la felicidad no costaba nada

Hay recuerdos que no se borran, porque no nacieron del lujo, sino de la inocencia.
Cuando cierro los ojos, aún veo aquel pueblito perdido en la Amazonia boliviana, con sus calles de grama, los niños descalzos y las noches en que la Cruz del Sur parecía una lámpara encendida para nosotros solos.
Fue allí, entre luciérnagas y risas, donde aprendí que la felicidad no estaba en tenerlo todo, sino en no necesitar nada.


Mi padre fue destinado como director —y fundador— de la escuela secundaria en uno de los lugares más hermosos de la Amazonia boliviana: Santiago de Chiquitos, un pequeño pueblo fundado por dos jesuitas –Gaspar Fernández y Gaspar Troncoso– en el año 1.754.           
Yo hice la primaria en aquel colegio maravilloso, entre campanas, sol y pájaros tropicales. Las calles eran de grama verde, tan suaves que parecía que el pueblo entero caminaba sobre alfombras vivas. Los niños, por su pobreza —o tal vez por su libertad—, iban descalzos. Y yo también lo hacía, aunque me costara las broncas de mi padre.

Él quería que yo llevara los libros en la cartera, con correas bien ajustadas, como un niño “de ciudad”. Pero yo prefería sostenerlos en la mano, como mis compañeros. No era rebeldía, era una forma de ser uno más. Allí, entre risas y caminos de hierba, aprendí lo que es la solidaridad verdadera: no la que se enseña en los discursos, sino la que nace de compartir la pobreza sin vergüenza.

No conocíamos el lujo ni lo echábamos en falta. De vez en cuando llegaban noticias increíbles desde la capital: hablaban de unas bebidas con gas —“Fanta” y “Coca-Cola” las llamaban—, de helados que no se derretían y de aparatos que hablaban solos. Para nosotros, aquello sonaba a cuento.

Nuestro refresco era el jugo de tamarindo, y los frutos que endulzaban la infancia tenían nombres que los niños de la capital jamás habían oído: guayaba, achachairú, guapurú, totaí… sabores que no venían en botellas, sino en los árboles y en la sonrisa de quien los compartía.

En aquel tiempo no había médico en el pueblo, y sin embargo, nadie se enfermaba. Las fiebres se curaban con hojas, los resfriados con descanso y la única medicina que conocíamos era la tintura de yodo, que servía para todo: desde un rasguño hasta una picadura. La salud parecía venir del mismo aire limpio que respirábamos.

Y cuando no estábamos estudiando, hacíamos travesuras con los burros sin dueño que pululaban por la plaza: les poníamos sombreros, los montábamos de a tres, o los disfrazábamos con sábanas como si fueran fantasmas. Eran los juegos de una niñez sin televisión ni juguetes, pero con toda la imaginación del mundo.

Por las noches, el cielo era una inmensa lámpara. Se veía la Cruz del Sur tan clara que parecía colgada sobre el campanario. Las luciérnagas danzaban entre los matorrales, y nosotros las cazábamos con cuidado, metiéndolas en un vaso de cristal para que iluminaran como pequeñas linternas vivas.

Tal vez fue allí, en aquellas calles de hierba, pies descalzos y noches estrelladas, donde empezó a formarse en mí una manera de ver el mundo: la de quien entiende que la felicidad no depende de lo que se tiene, sino de lo que se recuerda con ternura.

©antonio capel riera 

viernes, 31 de octubre de 2025

La Hoja de Cirilo (o el día que el jardinero perdió la fe en el otoño)

En nuestro colegio, como en casi todos los colegios norteamericanos, todo era grande: los ventanales, los campos de deporte, los jardines.
Decían que era el más prestigioso de la ciudad, y nosotros —los de mi clase— estábamos convencidos de que también era el más divertido.

Por suerte, contábamos con un remedio infalible contra el aburrimiento: Bing Bing, el ideólogo del caos.
Y con un grupo de cómplices que, sin ser malos estudiantes, teníamos una capacidad ilimitada para meternos en líos.

Las clases eran eternas, sobre todo las de caligrafía, que dictaba una profesora tan plana como la línea del renglón.
Así que, para sobrevivir, mirábamos por los amplios ventanales hacia los jardines, donde trabajaba Cirilo, el jardinero.

Cirilo era un hombre mayor, flaco, de movimientos lentos, con una gorra que le quedaba grande y una paciencia casi bíblica. Tenía el don de convertir aquellos jardines en un pequeño Versalles tropical.
Pero su método de trabajo nos tenía fascinados: no barría ni se agachaba.
Utilizaba un palo con un clavo en la punta, con el que pinchaba las hojas secas una por una y las depositaba en un capazo.
Una coreografía tan lenta y precisa que parecía un ritual sagrado.

Y fue entonces cuando Bing Bing tuvo la idea.
Las ideas de Bing Bing, ya lo sabíamos, siempre acababan en desastre.
—¿Y si una de esas hojas la impregnamos de pólvora? —susurró, con la mirada brillante.
—¿De pólvora? —pregunté.
—Sí, hombre, solo un poquito. Para darle emoción al otoño.

No hubo votación: en nuestro grupo, las locuras se aprobaban por unanimidad.
Fabricamos la hoja-trampa con el sigilo de un comando militar y la dejamos caer justo frente al recorrido habitual de Cirilo.

A la mañana siguiente, la expectación era total.
La profesora de caligrafía dictaba frases intrascendentes, pero nadie la escuchaba.
Todos teníamos la vista puesta en el ventanal.
Afuera, Cirilo avanzaba con su palo y su gorra, cumpliendo su rutina con precisión suiza.
Pinchó una hoja…
Otra…
Y cuando llegó a la hoja, la nuestra, sucedió el milagro del diablo.

Un fogonazo, una llamarada, un estallido seco.
El pobre Cirilo dio un salto que ni un atleta olímpico, su gorra salió volando como un ovni y el palo cayó a tres metros de distancia.
Durante unos segundos no supo si había sido un trueno o el Apocalipsis.
Nosotros, dentro del aula, nos deshicimos de la risa, tratando de disimular tras los pupitres.

Por suerte, Cirilo no sufrió más daño que el susto y el orgullo chamuscado.
Pero los días siguientes fueron de antología.

Cuando volvió a sus labores, ya no usaba el palo con clavo.
Se agachaba, recogía la hoja con dos dedos, la olía, la miraba por ambos lados, la tiraba al suelo y solo entonces la pinchaba.
Un proceso tan minucioso que parecía que interrogaba a cada hoja antes de condenarla al capazo.

A partir de ese día, el jardín del colegio se volvió un escenario cómico.
Y nosotros, desde la ventana, no podíamos contener la risa viendo al pobre hombre desconfiar hasta de las hojas del viento.

Al final, hasta la profesora de caligrafía sonrió un día.
Tal vez entendió, sin decirlo, que había cosas que no se aprenden con tiza ni cuaderno:
la creatividad, el peligro, y ese gusto adolescente por retar al mundo sin saber por qué.


Moraleja final:

A veces, la chispa del ingenio quema más que la de la pólvora.

miércoles, 29 de octubre de 2025

LA NIÑA QUE CAMBIÓ DOS DESTINOS

Hay recuerdos que arden más que el tiempo. Algunos no se borran porque no nacieron del amor ni del dolor, sino de la ternura y la injusticia. Este relato habla de una niña, una vela, y una promesa que cambió dos vidas para siempre.



Han pasado muchos años, y todavía me persigue aquella imagen. No importa cuántas ciudades haya recorrido, ni los hoteles, ni los aeropuertos, ni los aplausos que vinieron después. Siempre vuelve a mí —como una llama que no se apaga— aquella niña boliviana inclinada sobre un cuaderno, estudiando a la luz temblorosa de una vela.

Era una tarde fría en Cochabamba. El aire olía a carbón y a cansancio. Yo había salido a comprar algo de comer y, de pronto, me detuve ante un carrito de chucherías: caramelos de colores, galletas envueltas en celofán, y un par de chicles que parecían esperar a un cliente que nunca llegaba. Detrás del carrito, una mujer menuda, de rostro cansado, vigilaba a su hija, que escribía con una concentración casi sagrada.

No tendría más de ocho años.
Sus ojos reflejaban el fuego de la vela y una voluntad que dolía mirar. Mientras el resto del barrio apagaba sus luces para dormir, ella encendía su esperanza en aquel cuaderno raído.

Me quedé quieto, observando. Algo dentro de mí se quebró.
No por lástima —eso habría sido fácil—, sino por la dignidad que irradiaban esas dos mujeres que, entre la pobreza y el silencio, aún creían en el porvenir.

Le compré unos chicles, casi sin saber qué decir. Luego, al ver que los precios eran tan absurdamente bajos, le di dinero por todo el carrito. No porque fuera generoso ni rico —por entonces apenas sobrevivía yo también—, sino porque lo que costaba toda aquella mercancía equivalía, al cambio, a una simple camiseta de marca que cualquiera en el norte del mundo compra sin pensar.

La mujer me miró sorprendida.
Le pregunté por la niña, por su escuela. Me contó con voz apagada que el padre casi no aparecía: se emborrachaba, la golpeaba a ella y también a la pequeña. En aquellos años —mediados de los 60—, las leyes dormían mientras el machismo hacía guardia. Golpear a una mujer era casi una costumbre, un “derecho de hombre”, como decían algunos.

Esa noche regresé al hotel con un nudo en la garganta. No pude dormir.
La vela de aquella niña ardía también en mi memoria.

Pasaron los meses. Volví a mi país, pero la imagen seguía viva. Hablé con amigos en Cochabamba, pedí que averiguaran por ellas. Me prometí —y lo cumplí— que, si la madre lo permitía, aquella niña estudiaría. No sabía cómo, pero estudiaría.

Mi amigo, el director de un banco local, me ayudó con los trámites.
Cada año enviaba el dinero necesario: matrícula, libros, uniformes. La madre cumplió su parte: no dejó que su hija faltara un solo día a clase.

Pasaron los años.
La niña creció.
Se convirtió en una joven decidida, con una mirada que ya no era de miedo, sino de luz. Entró a la universidad. Estudió Derecho.

Hoy, cuando vuelvo a Bolivia, me recibe en un despacho lleno de libros y diplomas. Ya no es “la niña del carrito”, sino una abogada reconocida que defiende a mujeres golpeadas, a niños sin voz, a indígenas discriminados. En cada caso que gana, siento que aquella vela de la infancia sigue encendida.

A veces me mira con gratitud, y yo bajo la cabeza, porque no sé si fui yo quien la ayudó, o si fue ella quien, sin saberlo, me enseñó el sentido de la palabra justicia.

Y cuando me preguntan por qué me emociono al ver a un niño con un cuaderno, solo sonrío.
Porque, desde aquella noche en Cochabamba, sé que una simple vela puede iluminar el destino de dos vidas.
Hoy, cuando la miro defender a quienes nadie escucha, siento que aquella pequeña llama sigue viva. La vela de su infancia nunca se apagó… solo cambió de lugar: ahora brilla en su voz.


#relatosQueEmocionan #relatosTonyCapel 

jueves, 23 de octubre de 2025

Los hombres del bosque (y la mujer de los ojos verdes)

Tres niños del colegio se adentraron en la selva de Santiago de Chiquitos y encontraron a dos exploradores… y a una mujer guaraní de ojos verdes, tan hermosa como un milagro. Décadas después descubrirían que aquellos hombres eran nazis ocultos en el oriente boliviano.


En las serranías de Santiago de Chiquitos, donde el valle de Tucavaca se extiende como un mar verde que nunca acaba, los días parecían infinitos y los niños éramos felices sin saberlo. No conocíamos la radio, mucho menos la televisión. Las bebidas gaseosas eran un mito, y el agua más pura brotaba de la cascada, helada, dulce, como si la tierra nos amamantara.

Aquel día, a finales de los años cincuenta, el bosque sonaba a vida: chillidos de monos, cantos de papagayos y el zumbido constante de insectos invisibles. Éramos tres amigos —Cecilio, Elmer y yo—, tres mocosos del colegio que jugábamos a perdernos en la selva como quien se asoma al paraíso sin saberlo.

De pronto, entre la espesura, vimos un fuego tenue. Una llama inquieta, apenas viva, que nos atrajo como si el bosque nos estuviera llamando. Nos acercamos despacio, conteniendo la respiración, y fue entonces cuando los vimos.

Dos hombres extraños, altos, delgados, vestidos como exploradores, con botas hasta la rodilla y sombreros de ala ancha. Llevaban frascos con insectos, líquidos de colores, un microscopio pequeño y cuadernos llenos de notas en un idioma que no entendíamos.

Decían ser biólogos, investigadores de las especies tropicales. Sus palabras eran mezcla de alemán y portugués. Nos hablaron con amabilidad, y por señas nos explicaban sus experimentos.

Pero lo que nos dejó sin habla fue ella

Una mujer joven, morena y de cabello largo apareció detrás de ellos. Por sus rasgos era claramente guaraní, y su belleza era tan inesperada que el aire pareció detenerse. Iba descalza, su piel brillaba bajo la luz filtrada de los árboles, y llevaba los pechos descubiertos, como si el bosque la hubiera vestido con su propio misterio.

Nos quedamos paralizados.
Nunca habíamos visto algo así.

Ella nos miraba fijamente, sin hablar, con una expresión mezcla de dulzura y distancia. Y fue entonces cuando nos sorprendieron sus ojos: verdes, de un verde claro, imposible, como el agua de la cascada en la sombra.

En nuestra ignorancia infantil, pensamos que eso solo lo tenían los extranjeros, los europeos de los libros de geografía. Pasaron muchos años hasta que, ya en la universidad, un profesor de genética nos explicó que sí, existen mujeres guaraníes con ojos verdes, porque el color puede surgir en cualquier grupo humano, como un capricho hermoso de la naturaleza.

Aquel día, sin saberlo, habíamos presenciado uno de esos caprichos: la belleza pura, sin culpa ni artificio.

Ella, silenciosa, parecía proteger a los dos hombres. Uno la miraba con respeto, casi devoción. Cuando el sol empezó a caer, recogieron sus cosas y desaparecieron entre los árboles, ella detrás, lenta, con el vientre ligeramente abultado.

Años después, ya adulto, supe la verdad: aquellos hombres eran nazis refugiados en el oriente boliviano. Hombres cultos, fugitivos de un pasado terrible.

Y sin embargo, nunca olvidaré la sensación de aquella tarde.
Porque si el mal tiene rostro, aquel día lo disimulaba con ternura, con silencio… y con una mujer de ojos verdes que, quizás sin saberlo, era su redención.

Todavía conservo un pequeño frasco que me regalaron, con una mariposa azul dentro.

Cuando la luz lo atraviesa, me parece ver su mirada —la de ella— reflejada en el cristal, viva todavía, entre la culpa y la belleza.
©antonio capel riera

miércoles, 22 de octubre de 2025

EL ESTANCIERO QUE DISPARABA REZANDO

DONDE LA SELVA HUELE A CELOS

En el corazón del oriente boliviano, donde la selva huele a resina, sudor y pecado, un hombre poderoso descubrió que los celos no matan de golpe: sangran lento, como la goma de los árboles que él mismo poseía. Una historia de amor prohibido, pasión desbordada y castigo silencioso.



En el oriente boliviano, donde el aire huele a resina y deseo, vivía don Benjamín Roda. Un estanciero poderoso, de mirada seca y manos hechas para el látigo y el whisky. Dueño de miles de cabezas de ganado, de una pista privada, y de una soledad tan grande que ni los truenos se atrevían a romperla.

Pero el hombre más duro también tiene un punto débil: una mujer.
Y la de don Benjamín se llamaba Lucerito.

Treinta años menor.
De piel canela brillante, caderas anchas y ojos negros que parecían saberlo todo del pecado.
Su sonrisa era un incendio, su andar, una ofrenda.
La conoció en una fiesta patronal, bailando un taquirari descalza sobre el polvo.
Y desde ese instante, supo que el resto de su vida giraría alrededor de ese cuerpo.La llevó a su estancia, “El Retiro”, una joya de pastos infinitos, donde el sol cae de frente y la selva respira detrás.
Pensó que allá, lejos del mundo, sería solo suya.
Pero los celos no entienden de cercas ni de ganado.
Lucerito se aburría.
Él pasaba las tardes meciéndose en su silla, con el vaso de whisky y la radio sonando boleros viejos.
Ella cabalgaba sola, con el cabello suelto y el pecho al viento, buscando aire… o peligro.
Un día lo vio:
un hombre joven, moreno, con los músculos tensos por el trabajo.
Sangraba los árboles de goma.
El machete subía y bajaba, y la resina le caía por los brazos como sudor de árbol herido.
La primera vez solo se miraron.
La segunda, se saludaron.
A la tercera, el destino hizo su jugada.
El caballo de Lucerito se encabritó ante un yacaré.
El hombre corrió, la sujetó por la cintura, la bajó del caballo.
Ella respiraba agitada, el pecho subía y bajaba bajo la blusa blanca pegada de sudor. Él olía a madera y resina.
Ella, a mango maduro y miedo. No hablaron.
Solo se miraron como se mira lo prohibido antes de romperlo.
Y allí, en la sombra de un mango gigante, sus bocas se encontraron. El roce fue torpe al principio, luego inevitable.
El machete cayó al suelo.
Las manos de ella recorrieron esa espalda morena; las de él, los muslos, el vientre, los pechos redondos que temblaban al ritmo del río. El aire se volvió espeso, lleno de insectos, perfume y culpa.
Cuando todo acabó, ella temblaba, entre placer y remordimiento.
Y él, mirando al cielo, dijo despacio:
—La selva tiene sus leyes, señora. Y ninguna perdona. Los encuentros siguieron.
Bajo la misma sombra.
A la misma hora.
El mismo fuego. 
Pero un día, al volver a casa, Lucerito no notó que su falda tenía una mancha: resina fresca.
El olor dulzón del árbol de goma se mezclaba con el perfume caro.
Don Benjamín lo notó.
La olió.
Y sonrió.
Esa sonrisa que da más miedo que un disparo.
Días después, montó su caballo, en silencio, y la siguió.
Vio el humo del fuego, los caballos amarrados, los cuerpos entrelazados sobre las hojas.
Esperó.
Esperó justo hasta oír ese gemido que antes era suyo.
Entonces, salió del matorral.
Despacio.
Con el Colt en la mano.
El primer disparo fue para él.
En los genitales.
—Para que no tientes más, desgraciado… —susurró.
El segundo, en los pechos de ella.
—Para que no me sigas tentando ni muerta…
Y el tercero, en la boca de ambos.
—Para que no me vuelvan a mentir.
Luego se montó en el caballo y volvió a casa.
Sirvió whisky, puso un bolero, y se meció mirando el atardecer.
Nadie preguntó nada.
En la estancia, el silencio es parte del sueldo.
Solo un cazador, desde el río, lo vio todo.
Y aún jura que don Benjamín disparaba rezando.
Porque los celos, en el trópico, no matan de golpe.
Te sangran lento.
Como la goma del árbol cuando la hiere un machete.
©antonio capel riera


lunes, 20 de octubre de 2025

Nadia, la niña del altiplano


La cicatriz en mi brazo tiene forma de signo de interrogación. Durante años nadie la notó. Hasta que una enfermera en Potosí la reconoció y pronunció mi nombre con una voz que atravesó quince años de silencio.

Esta es la historia de Nadia, la única alumna de una escuela perdida en el altiplano boliviano. Y de cómo el destino, cuando quiere, cierra círculos que creíamos rotos para siempre.

Me destinaron como médico de la Cruz Roja Internacional a un pueblo perdido del altiplano boliviano. A más de tres mil metros de altura, el aire cortaba la garganta y el viento levantaba nubes de polvo que nunca descansaban.

La escuelita quedaba junto a la estación: un edificio de adobe con techo de lata que resonaba con cada ráfaga. El primer día me sorprendí. Solo una niña asistía a clase.

Se llamaba Nadia. Diez años, trenzas negras, ojos rasgados y un poncho de colores que contrastaba con la tierra parda del entorno. La maestra, cansada y resignada, me confesó que hacía tiempo pedía traslado a la capital. Sin embargo, allí seguía. Enseñando a una sola alumna.

Durante semanas observé a Nadia. Me conmovía su empeño, su forma de pronunciar cada palabra nueva como si descubriera el mundo. Vivía con sus padres —pastores de llamas— en una choza humilde donde el humo de la lumbre era el único lujo contra el frío.

Una noche, mientras la ayudaba con las tareas a la luz de mi linterna, me dijo:

—Quiero ser médica. Para curar a los que viven lejos.

Aquel sueño, tan grande para un cuerpo tan pequeño, me desarmó.

Cuando terminé mi misión, hice lo posible para que las monjas del internado de la ciudad la acogieran. Me comprometí a pagar sus estudios hasta la universidad si era necesario. Con los años, mis obligaciones me alejaron del contacto, pero nunca del cariño.

Recibía informes: excelente alumna, estudia enfermería, se ha graduado, trabaja en un hospital. Luego supe que tenía novio. Y después, nada.

Silencio.


Quince años más tarde, el destino me devolvió a Bolivia. Esta vez como Director de Recursos Médicos del Altiplano. En una inspección a casi cuatro mil metros de altura sufrí una crisis respiratoria. Me ingresaron en el hospital de Potosí.

Entre las enfermeras hubo una que me miraba diferente. Me hablaba con suavidad, se reía de mis bromas. Cuando yo creía que su amabilidad era solo profesional, me dijo:

—Usted no me recuerda, ¿verdad?

—Me temo que no.

—Siempre me llamó la atención su cicatriz en el brazo. La que parece un signo de interrogación.

Entonces la reconocí, antes incluso de oír su nombre.

—¿Nadia…?

Ella asintió. Las lágrimas le brillaban en los ojos.

Había crecido. Tenía la misma mirada, pero ahora con un fondo de tristeza. Me contó su historia: el marido la golpeó, la dejó por otra. Tuvo que empezar de nuevo. Sola.

Yo también arrastraba mis ruinas. Un matrimonio roto, demasiadas ausencias, demasiados hospitales. Tal vez por eso nos entendimos sin palabras.

Durante mi convalecencia, Nadia y yo caminábamos al atardecer por el patio del hospital. Ella me enseñaba las constelaciones que se veían más nítidas que en ningún otro lugar del mundo. Decía que el aire frío ayudaba a recordar.

Cuando terminó mi estancia, la invité a venir conmigo a La Paz. A dirigir un programa sanitario. Dudó un instante. Luego sonrió.

—¿Y si esta vez cuido yo de usted, doctor?


Desde entonces, cada año volvemos al pequeño pueblo donde todo comenzó. En la vieja escuelita, hoy convertida en puesto médico, los niños aprenden a leer y a soñar con ser doctores. Nadia se encarga de ellos.

A veces la observo cuando se inclina sobre un cuaderno y sonríe a una niña de trenzas oscuras. Y siento que el tiempo, con todas sus heridas, al fin ha cerrado el círculo.

Porque la vida, como el altiplano al amanecer, puede parecer árida.

Hasta que alguien, con un solo gesto, le devuelve el color.