En estas fechas de luces y villancicos, no todas las mesas están completas. Este relato nace de una revelación infantil que marcó mi manera de mirar la Navidad: el descubrimiento de que, mientras unas familias celebran, otras sirven la celebración. A veces, la mayor lección llega cuando eres niño y te das cuenta de que la tristeza trabaja en silencio
De niño, las Navidades eran un territorio mágico. Para unos reinaba Papá Noel; para otros, los Reyes Magos. Pero para todos —incluido yo— eran días de luces, regalos y ese olor a comida que parecía salir de los manteles y no de la cocina.
Aun así, muy temprano empecé a notar que aquella alegría tenía sombras. No grandes, no dramáticas… de esas sombras pequeñitas que solo un niño con alma observadora es capaz de ver.
Tenía un compañero de colegio —delgadito, siempre con los cordones desatados— que cada vez que hablábamos de las fiestas bajaba la mirada. No lo entendía. Con lo bonito que era soñar con juguetes nuevos y turrón, ¿qué podía dolerle a él?
Un día me atreví a preguntar.
—¿Y tú con quién pasas la Nochebuena?
—Con mi mamá —dijo sin levantar la cabeza—. Mi papá trabaja.
Yo, en mi ingenuidad de niño bienintencionado, imaginé un padre héroe: policía, médico, bombero… un hombre luchando contra incendios mientras su familia cenaba sin él. Así lo veía mi mente: épico y triste a la vez.
Pero mi amigo negó con suavidad:
—No… mi papá es camarero. Tiene que servir la cena en una casa de gente que yo ni conozco.
Aquella respuesta se me quedó entre pecho y espalda, como cuando uno intenta tragar saliva y no baja.
La vida es caprichosa: esa misma noche, en casa de mis tíos, había una gran celebración. Luces por todas partes, copas brillando, la mesa puesta como si fuera a sentarse un embajador. Y de pronto lo vi.
El camarero.
El hombre que servía las bebidas, que acomodaba los cubiertos, que recogía los platos con una profesionalidad silenciosa... era el padre de mi amigo.
Me temblaron las rodillas. No por vergüenza, sino por la revelación.
Lo miré bien.
Su manera de sonreír, forzadita.
Los ojos oscuros, cansados, tan parecidos a los de su hijo que parecían una copia en papel carbón.
Era como ver a mi amiguito vestido de adulto, sirviendo una fiesta que no era la suya.
Y allí, entre risas ajenas y villancicos demasiado alegres, entendí algo que me marcó para siempre: mientras unos celebran, otros sostienen la felicidad de los demás sacrificando la propia.
Sentí una punzada. Una rebelión íntima. Una especie de juramento silencioso: en estas fiestas, cada vez que una sombra de tristeza cruce un rostro, que también cruce el mío. Porque nadie debería vivir los días señalados desde la puerta de atrás.
Desde entonces, cuando llega diciembre, yo también me acuerdo de ellos: los padres que trabajan cuando deberían estar abrazando a sus hijos. Los hijos que esperan una puerta que no se abre. La Navidad que no siempre llega para todos a la vez.
Y lo confieso: aún hoy, cuando veo demasiada alegría junta, me sorprendo mirando alrededor… buscando al camarero.
Porque aquel niño que fui nunca dejó de hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario