Murcia guarda secretos que no aparecen en los libros, pero siguen latiendo en cada esquina del casco antiguo. Uno de ellos es el Milagro de la Ermita del Pilar, una historia que mezcla devoción, ironías del destino y un disparo que, todavía hoy, resuena entre quienes amamos las viejas leyendas de esta tierra.
No es sólo un relato antiguo: es un pedazo de la Murcia barroca, orgullosa, ruidosa, imprevisible. Una ciudad donde un espadachín italiano sin demasiada puntería y un murciano con más honor que sentido común terminaron protagonizando un episodio que aún se cuenta en voz baja, como quien comparte un recuerdo sagrado.
En estas líneas te invito a entrar conmigo en esa noche decisiva, donde las sombras, las dudas y un acto de fe terminaron torciendo el rumbo de dos hombres… y quizá también el de la ciudad.
Pero vayamos por partes.
—¿Cuál de los dos es Don Rodrigo? —preguntó el italiano, temblando más por ignorancia que por frío.
—El que lleva la pluma más larga —respondió el murciano, que en su desesperación se aferraba a un detalle que ni él mismo estaba seguro de haber visto bien.
—¿Estáis seguro? —insistió el italiano, mirando hacia abajo donde caminaban dos hidalgos con aire de importancia.
—¡Sí! —dijo el murciano, cruzando los dedos.
Y claro… a la desgracia le gustan los hombres cabezones.
—¡Boom! —tronó el arcabuz.
—¡Pardiez! —gritó el que quedaba en pie—. ¡Han disparado al Corregidor! ¡Socorro!
Porque sí: el italiano, siguiendo las instrucciones del cornudo vengativo, había disparado no al ayudante Don Rodrigo… sino al mismísimo Corregidor don Francisco Miguel Pueyo, quien se hallaba de ronda por San Antolín y San Andrés.
En un instante, la calle se llenó de gente. Gritos, confusión, carreras. Al Corregidor, aún tibio y sin saber si estaba muerto o vivo, lo llevaron casi en volandas al convento de las Agustinas y lo depositaron en un cuartucho que servía de enfermería.
—Hay que llamar urgente a Don Diego —ordenó la Superiora.
No era para menos.
Don Diego Mateo Zapata, el médico murciano más prestigioso de la época, hombre de ciencia, de pulso fino y fama que llegaba hasta la Corte, llegó en cuanto fue avisado. Se inclinó sobre el Corregidor, examinó la herida y entonces sucedió lo que aún hoy se recita con respeto en los velatorios.
Dentro estaba el perdigón, encajado como si alguien lo hubiera colocado allí con la precisión de un orfebre celestial.
La Virgen del Pilar le había salvado la vida.
Repuesto del susto y agradecido hasta la médula, el Corregidor mandó construir una ermita en el mismo lugar donde había recibido el disparo. Una ermita pequeña, sencilla, pero con un altar que brillaba más que cualquier lámpara del Casino.
Desde entonces se la conoce como la Ermita del Pilar.
Y no contento con eso, el Corregidor encargó al pintor Nicolás de Villacis que inmortalizara su retrato. Y claro, Villacis lo pintó con cara solemne, pecho hinchado y la famosa Virgen de plata bien visible, como quien dice: “Aquí está mi salvadora, y si dudan, pregunten al plomo”.
Cuando finalmente regresó a Murcia, seco de dignidad y colmado de ira, juró vengarse.
Contrató al esbirro italiano, le señaló la calle Vidrieros y le dio una descripción ridícula:
—Buscad al de la pluma larga. Ese es Don Rodrigo. Ese es mi agravio.
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