martes, 2 de diciembre de 2025

El Milagro de la Ermita del Pilar · Una noche que cambió la historia de ...

Murcia guarda secretos que no aparecen en los libros, pero siguen latiendo en cada esquina del casco antiguo. Uno de ellos es el Milagro de la Ermita del Pilar, una historia que mezcla devoción, ironías del destino y un disparo que, todavía hoy, resuena entre quienes amamos las viejas leyendas de esta tierra.

No es sólo un relato antiguo: es un pedazo de la Murcia barroca, orgullosa, ruidosa, imprevisible. Una ciudad donde un espadachín italiano sin demasiada puntería y un murciano con más honor que sentido común terminaron protagonizando un episodio que aún se cuenta en voz baja, como quien comparte un recuerdo sagrado.

En estas líneas te invito a entrar conmigo en esa noche decisiva, donde las sombras, las dudas y un acto de fe terminaron torciendo el rumbo de dos hombres… y quizá también el de la ciudad.

Dicen los viejos de Murcia que en ciertas noches, cuando el viento baja por la calle Vidrieros con ese murmullo que asusta más por lo que insinúa que por lo que dice, todavía se escucha un arcabuzazo lejano. No es trueno ni petardo: es el eco del disparo que casi se lleva por delante a un hombre justo… y que, gracias a un milagro, acabó cambiando el destino de un barrio entero.

Pero vayamos por partes.

Era una noche fría, de esas en que la ciudad se recogía temprano y solo los gatos parecían tener permiso para rondar. En lo alto de un muro, escondidos entre sombras, estaban dos hombres:
uno murciano, nervioso y cornudo famoso del Casino;
el otro, un espadachín italiano venido a menos, de esos que empiezan las historias con valentía y las terminan huyendo.

—¿Cuál de los dos es Don Rodrigo? —preguntó el italiano, temblando más por ignorancia que por frío.

—El que lleva la pluma más larga —respondió el murciano, que en su desesperación se aferraba a un detalle que ni él mismo estaba seguro de haber visto bien.

—¿Estáis seguro? —insistió el italiano, mirando hacia abajo donde caminaban dos hidalgos con aire de importancia.

—¡Sí! —dijo el murciano, cruzando los dedos.

Pero la verdad era que las dos plumas eran idénticas. Dos plumones de pavo real, altivos, verdes, orgullosos.
La única diferencia estaba en la cabeza: uno era más cabezón que el otro.

Y claro… a la desgracia le gustan los hombres cabezones.

—¡Boom! —tronó el arcabuz.

El humo se abrió como una nube negra.
Una de las dos figuras cayó de bruces al suelo.
El italiano se quedó blanco como papel.

—¡Pardiez! —gritó el que quedaba en pie—. ¡Han disparado al Corregidor! ¡Socorro!

Porque sí: el italiano, siguiendo las instrucciones del cornudo vengativo, había disparado no al ayudante Don Rodrigo… sino al mismísimo Corregidor don Francisco Miguel Pueyo, quien se hallaba de ronda por San Antolín y San Andrés.

En un instante, la calle se llenó de gente. Gritos, confusión, carreras. Al Corregidor, aún tibio y sin saber si estaba muerto o vivo, lo llevaron casi en volandas al convento de las Agustinas y lo depositaron en un cuartucho que servía de enfermería.

—Hay que llamar urgente a Don Diego —ordenó la Superiora.

No era para menos.

Don Diego Mateo Zapata, el médico murciano más prestigioso de la época, hombre de ciencia, de pulso fino y fama que llegaba hasta la Corte, llegó en cuanto fue avisado. Se inclinó sobre el Corregidor, examinó la herida y entonces sucedió lo que aún hoy se recita con respeto en los velatorios.

El Corregidor, inconsciente hasta ese momento, llevó la mano al pecho.
Buscó algo bajo el chaleco.
Y, ante el asombro de todos, sacó una figurita de plata de la Virgen del Pilar.

Tenía un orificio.
Pequeño.
Redondo.
Perfectamente limpio.

Dentro estaba el perdigón, encajado como si alguien lo hubiera colocado allí con la precisión de un orfebre celestial.

Nadie habló durante un buen rato.
Todos entendieron.

La Virgen del Pilar le había salvado la vida.


Repuesto del susto y agradecido hasta la médula, el Corregidor mandó construir una ermita en el mismo lugar donde había recibido el disparo. Una ermita pequeña, sencilla, pero con un altar que brillaba más que cualquier lámpara del Casino.

Desde entonces se la conoce como la Ermita del Pilar.

Y no contento con eso, el Corregidor encargó al pintor Nicolás de Villacis que inmortalizara su retrato. Y claro, Villacis lo pintó con cara solemne, pecho hinchado y la famosa Virgen de plata bien visible, como quien dice: “Aquí está mi salvadora, y si dudan, pregunten al plomo”.


Pero faltaba el epílogo.
El que se cuenta bajito.
El que no aparece en los libros.

Tras la conmoción, se descubrió la verdad:
el espadachín italiano había sido contratado por un rico terrateniente huertano, hombre ignorante, fanfarrón y con más orgullo que luces. Años atrás, queriendo jugar a héroe, se alistó en las tropas del Gran Capitán… y acabó preso en Argel, donde aprendió dos cosas:
que la guerra no es para todos
y que su mujer no era tan fiel como decía.

Mientras él sufría cautiverio, en Murcia se rumoreaba que su esposa andaba enredada con Don Rodrigo, el ayudante del Corregidor.
En el Casino le componían versos subidos de tono.
La humillación lo carcomía.

Cuando finalmente regresó a Murcia, seco de dignidad y colmado de ira, juró vengarse.

Contrató al esbirro italiano, le señaló la calle Vidrieros y le dio una descripción ridícula:

—Buscad al de la pluma larga. Ese es Don Rodrigo. Ese es mi agravio.

Y ya sabe vuestra merced cómo terminó todo:
el cabezón tuvo peor suerte que el adúltero.


Hoy, cuando uno pasa por la Ermita del Pilar, ve gente que entra con fe humilde, prende una vela, murmura una plegaria y sigue su camino.
Y aunque nadie en voz alta mencione aquel disparo, basta escuchar el viento para recordar que, en esta ciudad, los milagros existen… y también los errores de puntería.
©antonio capel riera

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