miércoles, 10 de diciembre de 2025

Pepi, la Chica de Ojos Verdes que Encendió el Rock en Murcia

En la Murcia roquera de finales de los sesenta, cuando soñábamos con guitarras eléctricas y fama sin un duro en los bolsillos, existía un santuario: la tienda de discos donde reinaba Pepi, la chica de los ojos verdes. Todos suspirábamos por ella, aunque su corazón tenía dueño… y ese dueño ni siquiera lo sabía. Este relato rescata aquella inocencia y la magia de una generación que vivió el rock con hambre, ilusión y algún que otro amor imposible.

PEPI, LA CHICA DE OJOS VERDES

A veces recuerdo aquellos años como quien abre una caja de zapatos llena de cintas viejas, púas gastadas y sueños que nunca terminaron de afinarse. En los albores de la Murcia roquera de finales de los sesenta, todos queríamos ser famosos. O, al menos, parecerlo. Una guitarra —aunque fuera prestada o medio rota— bastaba para creerse parte de algo grande.

Actuábamos donde podíamos: verbenas, patios de colegio, terrazas, fiestas donde nos dejaban tocar por amor al arte… o porque no había presupuesto para otra cosa. Muchas veces no nos pagaban; y cuando sí, el dinero se evaporaba en cuerdas nuevas, refrescos y algún capricho discreto que jamás confesaré.

Los discos eran tesoros, y sólo había un lugar donde encontrarlos: la tienda de discos de Pepi.

Pepi…
Esos ojos verdes aún alumbran rincones de mi memoria. No era solo la encargada; era la sacerdotisa de nuestra educación musical. Tenía una mirada que hacía olvidar guitarras hechas con cajas de fruta y amplificadores que sonaban como una lavadora enfadada.

Y por Pepi suspirábamos todos, desde el batería más tímido hasta el cantante más chulesco. Pero la bella Pepi tenía un secreto: su corazón latía por un músico guapetón de uno de los grupos más sonados de aquel tiempo.
Un muchacho con pose de estrella, que entraba a la tienda a hojear vinilos sin saber —o sin querer saber— que la mitad de los suspiros de Murcia llevaban su nombre.

La tragedia dulce fue que él nunca lo advirtió.
Ni una pista, ni una mirada, ni un gesto que le devolviera el sentimiento.
El amor de Pepi fue una canción bonita… pero nunca grabada.

Nosotros lo intuíamos.
Los músicos tenemos oído para esas cosas.

Aun así, todos inventábamos excusas para verla: que si las últimas novedades discográficas, que si había llegado un single imposible, que si buscábamos “inspiración”.
Mentira piadosa.
Íbamos a ver a Pepi.

Conocía a todos los grupos de Murcia: los Music Men, Siglo XX, Los Grillos, Los Capicúas, Los Brujos, Los Juniors, Sixfer's, Momentos, Sombras, Roller, Jorister's, etc…

¡A todos...!
Sabía quién desafinaba, quién cambiaba de batería cada dos semanas, quién se enamoraba y quién lloraba a escondidas.

Recuerdo un día en que nuestro ingenuo del grupo —el de las gafas de culo de vaso— entró decidido:

—Pepi, ¿ha llegado ya el último de los Beatles?
Ella sonrió, apoyada en el mostrador:
—No, pero has sido el primero en preguntar.

Y él levitó dos días.

La mayoría de las veces salíamos de la tienda sin comprar nada: no teníamos ni para una púa. Pero volvíamos con el alma encendida. Éramos estudiantes, éramos pobres… pero éramos felices. Soñábamos con escenarios enormes mientras tocábamos sobre sillas plegables. Soñábamos con discos propios mientras remendábamos cables que se rompían cada dos ensayos.

Lo más bonito no era tocar:
era esperar.
Esperar un disco, una canción nueva, un rumor… o la sonrisa verde de Pepi, que afinaba mejor que cualquier pedal.

Hoy no recuerdo la precariedad, sino la luz suave de la tienda, el olor a vinilo recién abierto y esa ingenuidad bendita que tenía la vida cuando todo estaba a punto de empezar… aunque no lo supiéramos.

Qué tiempos más bonitos.
Qué tiempos más ingenuos.
Qué suerte haberlos vivido.


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