martes, 13 de mayo de 2025

"Yamaha 80 o la promoción que sabía demasiado" (Relato indebidamente brillante)



En el más prestigioso Instituto de la ciudad—ese bastión de disciplina, bilingüe, latinajos y medallas al mérito— nuestra promoción fue, sin discusión, la más laureada… y la más temida. Éramos muchos, brillantes y peligrosamente unidos. A los profesores les costaba distinguirnos por nombre, pero nos reconocían por el efecto devastador que dejábamos tras nuestra estela: récords deportivos, premios de redacción, certámenes de ciencias… y desapariciones misteriosas de exámenes.

Si alguna vez hubo una clase que combinara el genio con el descaro, esa fue la nuestra. Ni antes ni después se volvió a ver una promoción tan numerosa, tan premiada… y tan castigada. Éramos el orgullo y el temor del Instituto, donde hasta las paredes sabían latín y el himno lo había compuesto un primo segundo del compositor del Himno Nacional.

Ganábamos todos los trofeos: ajedrez, atletismo, poesía en latín macarrónico, física, solfeo, fútbol sala… Y a la vez, teníamos un historial de castigos tan extenso que nos daban recreo solo para variar de celda.

Pero lo que hizo famosa a nuestra clase no fue el talento, sino la logística criminal.

Todo empezó con Belinda Saladar, hija del excelentísimo director Don Mariano Saladar —un hombre tan solemne que hablaba en tercera persona incluso en casa:
—Don Mariano no tolera el desorden —decía mientras regaba los geranios.

Belinda era la única con acceso directo al centro de operaciones: la llave del despacho del director, que su padre dejaba “custodiada” bajo la tetera de porcelana cuando se iba a dormir la siesta. Belinda, que tenía menos vocación de hija que de espía, aprovechaba esos ratos para darnos la señal:
—Esta noche, Operación Yamaha.

¿Y quién era Yamaha?

Nuestro infiltrado: Takeshi Tanaka, alumno de intercambio japonés, que medía metro y pico con zapatos y hablaba más con gestos que con frases. Lo apodamos “Yamaha 80” porque era pequeño, ruidoso y ágil como una moto de dos tiempos. Lo lanzábamos, literalmente, por la ventana de los archivos, donde él se deslizaba como sushi en tabla de bambú.

Dentro, sacaba fotos de los exámenes con una cámara compacta Canon robada a un alumno recién llegado por intercambio de New York (otro premio nuestro, claro) y salía entre toses de polvo y risitas de hámster.

Al día siguiente, todos sobresaliente.

—¡Qué chicos tan aplicados! —decía Don Mariano acariciándose la enorme calva—. Esta promoción es el nuevo Renacimiento.

Los profesores se reunían para investigar si era una cuestión genética, si habíamos nacido en una alineación favorable de los astros, o si alguien nos alimentaba con calcio académico en el desayuno.
—Se ayudan mucho entre ellos —decía la profesora de Biología con lágrimas—. ¡Hay tanta solidaridad!
Solidaridad, sí. Como la de Bonnie y Clyde.

Durante tres años fuimos intocables. Yamaha se convirtió en leyenda. Hasta los bedeles le hacían reverencias y lo dejaban colarse al comedor primero. Nadie se atrevía a preguntar cómo era posible que el alumno que no sabía conjugar “ser” sacara un 10 en Literatura Española del Siglo de Oro.

Belinda, años después, se convirtió en juez de menores. Irónico, ¿verdad?

Y yo… bueno, aquí estoy. Contando la historia. Con una copa en la mano, una sonrisa en la cara y el alma tranquila. Porque si robar exámenes es delito, que me juzgue Belinda. Y si estudiar lo que uno ya sabe que viene es hacer trampa, que nos perdonen por ser visionarios.

Solo diré una cosa:
Nunca una Yamaha dio tanto por tan poco.


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