martes, 13 de mayo de 2025

“El Yamaha 80 y su serenata en idioma desconocido”


(Crónica de una declaración absurda que salió bien)

En la cúspide de nuestra época gloriosa en el Instituto, uno de los más prestigiosos de la ciudad —cuando nuestra promoción ganaba todos los premios, robaba exámenes sin dejar huella y mantenía una hermandad casi delictiva— sucedió uno de los actos más insólitos, románticos y absolutamente ridículos que se recuerdan en los anales del colegio.

Nuestro compañero Takeshi Tanaka, alias Yamaha 80 —el más pequeño de la clase, ágil como una lagartija y con cara de emoticono confundido— se enamoró. Y no de cualquiera. Se enamoró de Susi, la reina de un curso inferior, la que recitaba a Rubén Darío con voz de locutora de radio y tenía un cuaderno con corazones en tinta morada. Yamaha estaba embobado. Hipnotizado. Totalmente in love, aunque él decía "muy camote".

Y un día, durante la Semana Cultural del Instituto, cuando el salón de actos se llenaba con más entusiasmo que un partido de la Selección, Yamaha pidió la palabra.

—¿Takeshi? —dijo el director por el micrófono, ya sudando—. ¿Estás seguro?

—Yes. I mean… hai! —respondió el japonés, agarrando el micrófono como si fuera un sable samurái.

Se hizo el silencio. Yamaha se sentó al piano (mal, por cierto, porque no llegaba bien a los pedales), carraspeó, y dijo con voz temblorosa:

—Dedico esta canción… a Susi, de Yacuiba. Se llama My Wave.

Los profesores se miraron con gesto cultural. El público adolescente enloqueció. Nos esperaba una balada romántica… Pero lo que vino fue otra cosa.

Yamaha empezó a cantar. Con sentimiento. Con lágrimas contenidas. Con mirada de telenovela venezolana.

Pero todo en japonés. O en algo que sonaba a japonés.

—"Watashi noooo kurumaaa… senshuu nooo… Tsunami waaa… Claudia-chan… anata waaa… SAKURA MOTOOOOO!!!"

El auditorio, hipnotizado. Susi, con la cara entre manos, derretida como helado en microondas. Algunos profesores se limpiaban las gafas. Otros lloraban.

Nosotros, su clase, sabíamos la verdad. ¡Nadie sabía japonés! Ni Susi. Ni los profesores. Ni el director. Ni el bedel. ¡Ni siquiera Yamaha!

Al bajar del escenario, en medio de una ovación con vítores, aplausos, lanzamientos de pañuelos y hasta una zapatilla (por error), lo acorralamos en los pasillos.

—¡Japucho! ¡Eso no era japonés!

—No —respondió sereno—. Me lo inventé todo. Era... espíritu del amor.

Lo peor —o lo mejor— fue que coló.
Todo el instituto creyó que había sido un gesto sublime de sensibilidad nipona. Susi le regaló una bufanda. El director le pidió que representara al colegio en el festival de idiomas. Y nosotros, por supuesto, lo llevamos en andas por el patio, entre lágrimas de risa.

Desde entonces, cada vez que queríamos burlarnos de un acto ridículo pero valiente, decíamos:
—Te has marcado un Yamaha.

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