sábado, 26 de octubre de 2013

UN MÉDICO IRREVERENTE

Era su primera guardia como MIR (Médico Interno Residente). El MIR está capacitado para hacer guardias de 24 horas, siempre con la inestimable ayuda del Médico Adjunto, quien prácticamente duerme toda la noche, a no ser que al MIR se le complicara la guardia.
El hospital donde el joven Doctor hacía su primera guardia, era un centro comarcal, estratégicamente ubicado a una hora del mayor centro hospitalario de la Región.
La preocupación de todo MIR es no molestar al Médico Adjunto; y  tiene que intentar acabar la noche sin incomodar a su superior. Si esto ocurriese, al día siguiente sería la mofa entre los Médicos Residentes.
Y mayor escarnio ocurriría si el paciente expirase. Para algunos era una cuestión de pundonor y orgullo.
“En mi guardia no la palma nadie”, se decía más de uno.
Y era cierto.
Ningún Médico Residente quería firmar un Parte de Defunción en sus guardias nocturnas; era un desprestigio ante las enfermeras, auxiliares, celadores y demás personal de guardia. Sobre todo porque a nadie le apetecía amortajar a un muerto de madrugada. Era un fastidio.
Si alguno estaba en situación crítica, había que intentar mantenerlo con vida hasta que entre el turno de mañana. Había más personal y se podía dividir las responsabilidades del fallecido.
Pero un día ocurrió un hecho inaudito. Había un paciente que llevaba más de una semana agonizando. Los jóvenes médicos lo habían bautizado como ‘el inmortal’. Decían que era un pastor de ovejas, sin familia ni amigos, excepto un perro que lo aguardaba más de una semana en la entrada de Urgencias.
A la hora del café, los MIR hacían sátiras y bromas del pobre hombre. Se jactaban de que en su turno no pasaría a mejor vida. Entre otras cosas, no deseaban que así fuese, porque ninguno de los jóvenes médicos habían visto morir a ningún ser humano. Desconocían la experiencia de ver expirar a un ser vivo.
Y llegó el día de guardia de uno de los MIR más burlones e irreverentes del grupo.
-Tengo ganas de conocer al ‘inmortal’ –dijo a sus compañeros con pedantería -. Os aseguro que a mí tampoco me va a fastidiar la guardia.
-Pues ya le hemos inyectado de todo… no sé cómo le podrás alargar su agonía –dijo otro, entre risas.
De madrugada, el irreverente MIR, fue solicitado por una de las enfermeras.
-Doctor… el ‘inmortal’ se muere –dijo con mal humor -. A ver quién tiene ganas de amortajarlo a semejantes horas.
-Quiero conocerlo… ¿dónde está? –preguntó con altivez, dando a entender que le iba a inyectar lo que sea. En su guardia no iba a permitir que nadie le importune.
Al entrar en la habitación, el enjuto y anciano hombre de nariz afilada, miró al joven médico con sus ojos hundidos, y dijo:
-Ahora puedo morir en paz… dame un abrazo hijo mío.
La enfermera, desconcertada miró al arrogante Doctor.
-No sabíamos que era su padre –dijo entrecortada.
El médico quedó paralizado, literalmente. Parecía esculpido en mármol.
Y el viejo también, con los brazos extendidos, muerto.

©antoniocapelriera

viernes, 25 de octubre de 2013

MI VIEJO PROFESOR DE LITERATURA

Había oído que mi querido profesor de literatura vivía solo y jubilado en una casita modesta a las afueras de la ciudad; noticia que me extrañó, ya que él y su esposa vivían en una confortable vivienda en una de las calles principales de la ciudad. Parece ser, que al poco de enviudar, las garras de la soledad empezaron a mellar en su alegre espíritu. La noticia me entristeció. No podía imaginar a Don Fernando triste. Era todo ímpetu y alegría, fue quien nos enseñó a disfrutar de la poesía, la prosa y a descubrir a insignes autores...desde Cervantes a Neruda, y todos aquellos del Siglo de Oro, pasando por los de la generación del 27.
¿Qué le había sucedido al bueno de Don Fernando? ¿Acaso no nos había enseñado que en momentos difíciles un buen libro era el mejor bálsamo? 
Un buen día decidí ir a visitar a Don Fernando. Tras hacer algunas averiguaciones di con la casita del viejo profesor. Me dio un vuelco el corazón. La casa realmente estaba descuidada; el portal presentaba unas paredes desportilladas dejando ver unas sospechosas grietas. La puerta estaba entreabierta, asomé la cabeza con precaución y pude oír el cimbrar de una vieja mecedora. 
Allí estaba el solitario profesor, meciéndose suavemente con una carpeta en la mano. Golpeé remisamente la puerta con los nudillos, a la vez que pronunciaba su nombre:
-Don Fernando…Buenos días –dije en tono amistoso.
El viejo profesor volvió la cabeza hacia la puerta, con mirada imprecisa.
-¿Quién es? –preguntó siseando; le faltaban algunos dientes.
-Soy un antiguo alumno –respondí.
El anciano se quedó mirándome con mirada desvanecida.
¡Qué pena me dio! ¿Qué había sido de ese hombre de mirada franca y pródiga?
Me acerqué para saludarlo, y a la vez intentar distinguir qué estaba leyendo, con sus manos temblorosas.
Eran unas viejas hojas amarillentas sujetas a una carpeta con unas anillas oxidadas. Al ver mi interés por conocer lo que leía, me las acercó entre temblores.
Eran cartas poéticas de amor y ternura dedicadas a su esposa.
Era su bálsamo.
©capel