No se llamaba así, por supuesto, pero nadie recordaba su nombre verdadero. Le decíamos El Ingeniero porque cada travesura suya era un prodigio técnico, un atentado contra la rutina educativa diseñado con precisión suiza, una burla a la lógica escolar tan creativa que hasta el director —calvo, hipertenso y permanentemente al borde del colapso— debía, muy a su pesar, reconocer el genio detrás del caos.
Todo comenzó en clase de filosofía, cuando unas moscas empezaron a atravesar el aula con papelitos pegados al culo. Sí, así como lo oyen: papelitos. Unas banderitas minúsculas ondeaban detrás de los insectos como si fueran aviones de propaganda volando sobre Normandía. Aquello no solo era gracioso, era una coreografía aérea surrealista. La risa contenida era tal que más de uno terminó con espasmos en el diafragma.
Otro día, durante química, empezó a salir humo. Pero no humo de laboratorio, sino el inequívoco y macabro aroma del tabaco negro. El profesor, horrorizado, recorrió el aula husmeando como un sabueso asmático. Al final, tras seguir el rastro, encontró una tubería de tres metros fabricada con hojas de periódico —del propio profesor, lo cual fue interpretado por él como traición personal— conectada a la ventana, por la cual El Ingeniero, agazapado, se fumaba un cigarro como si estuviera en la Chichería de la Lena, nuestra segunda casa y la primera en vicios.
—¡¿Qué significa esto?! —rugió el profesor con voz aguda, mezcla de furia y nicotina ambiental.
—Estamos en clase de química, ¿no? Estoy estudiando la combustión —dijo El Ingeniero, con una solemnidad que merecía un Nobel o al menos una ovación en el aula. Menos al profesor, claro, que lo echó como alma que lleva el diablo.
Y claro, hubo más. Siempre había más. Como cuando construyó un cuaderno falso que, al abrirse, disparaba un clavo por resorte. Lo dejó “olvidado” en un pupitre, y fue la empollona de la clase —esa que subrayaba en seis colores y corregía hasta los acentos de los curas— quien lo abrió. El clavo le pinchó la palma y, según su versión, casi le perfora el alma. Hubo escándalo, llanto, amenaza de demanda, llamada a los padres, y El Ingeniero añadió otro expediente a su colección.
Disecciones de ranas que escapaban vivas por los pasillos, cucarachas introducidas en las carpetas de las chicas, petardos en el cuarto de limpieza... Nuestra clase era una mezcla entre laboratorio criminal y circo de los horrores. Los profesores nos daban clase como quien entra a una jaula de leones con un salmo en la mano. No había junta de padres sin mención especial (y airada) a nuestras “contribuciones a la pedagogía moderna”.
Y sin embargo —ay—, qué tristes serían los colegios sin un Ingeniero. Qué grises los días sin moscas patrióticas ni cigarros con tubería telescópica. El orden sin locura es solo una fila para el matadero. Y nosotros, gracias a él, entendimos que la adolescencia no era solo exámenes y castigos, sino también una guerrilla maravillosa contra el aburrimiento, una revolución en uniforme, con la hormona por bandera y la carcajada como himno.
Epílogo:
Años después, nos enteramos de que El Ingeniero… sí, ese mismo… había terminado brillantemente la carrera de Ingeniería en una prestigiosa Universidad de Chile. Ahora está jubilado, como todos los del poderoso Senior 69.
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