sábado, 10 de mayo de 2025

LA PROFESORA QUE NOS ENSEÑÓ MÁS QUE LITERATURA



La llegada de la señorita Mirna al colegio marcó, sin exagerar, el inicio de nuestra pubertad colectiva. Antes de ella, nuestras preocupaciones eran el recreo, los bolis mordidos y las alineaciones del Mundial. Después de ella, todo se volvió confuso, sudoroso y alarmantemente físico.

Mirna tenía unos veintitantos fresquísimos, blusas con botones que parecían sufrir crisis de ansiedad, y una manera de caminar por los pasillos que hacía que hasta los más aplicados olvidaran cómo se dividía una fracción. Era profesora de Literatura, lo que ya de por sí nos sonaba a asunto romántico, pero ella convirtió sus clases en verdaderos tormentos libidinosos con citas de Rubén Darío que pronunciaba con voz de radio nocturna.

Y claro, como buenos adolescentes sin manual de instrucciones, empezamos a padecer unos síntomas inexplicables: sudoración en la nuca, balbuceos en la lectura en voz alta, espasmos en la pierna derecha y una tendencia patológica a copiar frases del libro para leerlas en casa con tono dramático. A eso se sumaba una repentina admiración por la poesía modernista y la ortografía bien puesta.

La señorita Mirna, no vamos a mentir, parecía disfrutar de su efecto. No era provocadora, no. Era pedagógicamente erótica. Se inclinaba para subrayar adjetivos sensuales como "cálido" o "ondulante", rozaba nuestros hombros con su perfume olor a limpio y, de cuando en cuando, preguntaba "¿tú has amado alguna vez, Fernando?" con una seriedad que hacía que a Fernando se le escapara la voz de barítono recién estrenada.

Después de cada clase, nos reuníamos detrás del laboratorio —territorio neutral— para discutir, con tono científico, lo que había sucedido. "Cuando se agachó para recoger la tiza, ¿viste cómo se le marcó…?" "¿Marcó qué?" "¡Lo que se le marcó, pues!" Y entonces todos callábamos, no por decencia, sino porque no teníamos todavía el vocabulario adecuado.

Por supuesto, este pequeño paraíso hormonal no podía durar.

Una mañana, el director —que parecía un roble con gastritis— entró a clase y nos anunció, con voz de notario fúnebre, que la señorita Mirna ya no formaba parte del plantel docente. No dio explicaciones. Solo murmuró algo de "reubicación administrativa" y se fue. Nosotros entendimos, por instinto animal, que había habido un padre escandalizado o una madre celosa. Quizá ambos.

La pérdida fue devastadora. Algunos dejaron de afeitarse. Otros, como Fernando, empezaron a escribir sonetos. Yo me refugié en las novelas francesas con mujeres misteriosas y profesores desbordados. Nos había abandonado el primer terremoto de nuestras vidas, y no sabíamos cómo reconstruirnos.

Pero una cosa quedó clara: nunca más volveríamos a mirar una tiza del mismo modo.

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