lunes, 8 de noviembre de 2010

EL ENIGMA DEL SANTO CRISTO DE BRONCE

Repicaban las campanas del Templo de la Compañía de Jesús, situado en las faldas del cerro rico de Potosí,  llamando a misa. Era el día de la festividad de San Bartolomé. Todos los creyentes de la ilustre ciudad de Potosí sentían especial devoción al Santo que luchó contra el demonio, venciéndolo y acabando con el maligno.
-¡Petra!…¡Petra!, ¿dónde te has metido? –preguntaba la señora mirando impaciente el coqueto reloj de cucú colgado en una de las paredes del gran salón.
-Aquí estoy, señora –respondió la criada-. Ahorita estoy yendo a la Iglesia.
-Date prisa y resérvame el lugar de siempre –ordenó.
La señora le había mandado que se levantara temprano para coger sitio, porque con la festividad de San Bartolomé la iglesia se ponía a rebosar.
Cuando Petra llegó al Templo se lo encontró abarrotado, apenas pudo entrar. La gente se empujaba sin tapujos ni pretextos para conseguir un lugar.
A la pobre Petra casi le da un soponcio: ¡todos los bancos estaban ocupados! Incluso hasta unas sillas extras que habían colocado. Sin embargo, le llamó la atención que hubiera un espacio en uno de las bancos que estaba casi al frente del Altar.
-¿Está ocupado? –preguntó a una parroquiana.
Ésta la miró con una mezcla de ira y sorpresa a la vez.
-En ese lugar no se sienta nadie desde hace casi tres siglos –respondió la mujer.
-¿Y porqué pues? –preguntó inocentemente la ingenua Petra.
-¡Es del demonio! –respondió al instante.
Cuentan que era el lugar donde se sentaba una mujer potosina de alta alcurnia, Doña Ana Robles y su marido. Pero un buen día, su lugar lo ocupó con malas artes una bella joven rica y viuda; se rumoreaba que quería enredarse con el marido de Doña Ana.
De pronto, sucedió lo inesperado. Al llegar Doña Ana al Templo, vio que su espacio estaba ocupado por la atractiva viuda. Sus intenciones no dejaban dudas. Doña Ana le recriminó por su atrevida actitud, y ella ni corta ni perezosa, le hizo frente y no se movió de su  lugar. Se armó la trifulca en plena Casa de Dios. Fue llamado el marido, y éste, al ver que la alegre viuda había vejado el honor de su esposa, le lanzó un puñetazo que le puso la mandíbula de lado.
Tras varios meses de convalecencia, Doña Magdalena Téllez, -que así se llamaba la lozana viuda-, juró vengarse. Para ello decidió casarse, pero con una condición: el futuro desposado debía castigar al matrimonio.
Pasaron los meses y no cuajaba el casamiento; no por falta de pretendientes, -que los tenía a docenas-, sino por la imposición de que el futuro cónyuge tenía que destruir a Doña Ana y al marido.
Pero un buen día, apareció en escena un vasco, mal parecido, sin ningún éxito con las damas y más excitado que un semental de reses indómitas. ¿Dónde iba a encontrar un guayabo así, guapa, rica y joven?
Se lanzó a por ella. Se consumó el matrimonio y desaparecieron una temporada. Estaban disfrutando de la  Luna de  Miel. El apellido del flamante y lascivo marido, pasó a la posteridad  como sinónimo de vigor sexual. Se llamaba Pedro Arrechua, coloquialmente Arrecho1. Al cabo de un tiempo, los parroquianos de la ilustre ciudad de Potosí, empezaron a echar en falta a los nuevos tortolitos. Eran muchos meses de Luna de Miel. Después del casamiento no se los volvió a ver por la Imperial Villa. La gente empezó a murmurar. “Tiene que estar agotado”, decían jocosamente.
Un buen día apareció por la botica la recién casada; había ido por medicamentos para su brioso marido.
-¿Cómo se encuentra el señor… Arrechua? –preguntaba con intención el boticario.
-Muy cansado, sumamente cansado –respondía malévolamente la alegre viuda.
Pero la realidad era otra. El pobre Arrechua estaba crucificado en un oscuro cuartucho, al fondo de la casona. ¿Qué había pasado?
Simplemente, el ardoroso marido se negó a realizar las atrocidades que la joven casada le había indicado. Ésta, presa de la ira, también juró vengarse; pero en este caso, de su marido. En el vino le dio un potente sedante y lo adormiló. Lo ató en una cruz que mandó traer, con el pretexto que quería hacer un altar. Lo izó, como pudo. Dicen que buscó ayuda con un sirviente negro, al cual después ahogó en una tinaja enorme de vino.
Parecía Jesucristo. Lo tenía sin comer ni beber. Estaba esquelético, resaltaba su enorme nariz, como buen vasco. Apenas se le veían los ojos, se le habían hundido. Pero ahí no terminó la odisea para el pobre Arrechua. Todos los días, la vil mujer,  le clavaba un alfiler de bronce para ver si deponía su actitud.
-¡Te voy a clavar tres diarios! –decía con la mandíbula cerrada con rabia-. Como a los toros de lidia, a ver si te los arrancas y cambias.
Pasaban los meses y los parroquianos se preguntaban qué estaba pasando. La única fuente de información era el boticario. Hasta el mismísimo cura un día se acercó para informarse.
-Es muy extraño, señor cura –dijo el boticario-. Sólo viene por sales astringentes.
-¿Sales astringentes? ¿Para qué sirven? –preguntó intrigado el párroco.
-Para desinfectar los jamones…pero no sabía que tuvieran cerdos –explicó el boticario.
El sacerdote tampoco sabía que tuviera cerdos. “Se lo voy a comentar al Corregidor”, murmuró el de la sotana.
Las murmuraciones se habían convertido en el pan de cada día. Todos los días aparecían nuevas historias. Unas jocosas con respecto a su apellido, otras truculentas. El Corregidor decidió que había que poner fin a tanta murmuración. Incluso algunos empezaron a dudar de la autoridad del mismo.
El Corregidor llamó al sacerdote:
-Vamos a investigar la casa de Doña Magdalena Téllez. Quisiera que  nos acompañe –le solicitó el representante de la Ley.
En realidad, se lo pidió porque el populacho llegó a hablar de demonios y fantasmas, y posiblemente habría que exorcizar la casa.
Tras pasar la verja de hierro forjado, y atravesar un porche con enormes piedras talladas, uno de los guardias que acompañaban al Corregidor, dio tres golpes secos con los aldabones de hierro macizo que colgaban de la gruesa puerta de madera.
-¿Quién es? –preguntó una voz afónica.
-La Ley –dijo el Corregidor-. ¡Abra la puerta!.
La puerta se abrió por dentro, dejando entrever a Doña Magdalena entre sombras. No había ninguna ventana abierta. La única luz que iluminaba era la llama oscilante de un cirio.
-Queremos ver a Don Pedro Arrechua –requirió el Corregidor.
La mujer fingió desconsuelo.
-No está.
-¿Dónde es encuentra?
-En los baños termales de Tarapaya –respondió la mujer con voz quejumbrosa.
-¿Está enfermo? –preguntó el sacerdote.
-Sí. Tiene reuma.
La respuesta para el Corregidor no fue convincente. Echó una ojeada por el salón. La débil llama apenas le dejaba ver con claridad.
-¡Vamos a requisar la casa! –dijo con autoridad el representante de la Corona-. Condúzcanos a todas las dependencias.
Sólo quedaba la pequeña habitación que daba al fondo. Las demás fueron inspeccionadas a conciencia. No había evidencia de que estuviese.
Bajaron un par de escalones, tras un corto pasillo llegaron a la puerta del cuartucho. Estaba cerrada con llave. Doña Magdalena, se apresuró a abrirla. En ningún momento manifestó temor o inquietud. Estaba tranquila. Sin duda alguna, era fría y calculadora.
Nada más abrir, el sacerdote se santiguó. Lo  mismo hizo el Corregidor y los dos guardias que les acompañaban.
-¡Santo cielo! –exclamó el sacerdote-. ¡Qué maravilla de Cristo!
El Cristo estaba reluciente. Era una verdadera obra de arte, una auténtica filigrana. Estaba hecho con alfileres de bronce, uno junto a otro, sin dejar ningún resquicio. Las cabezas de los alfileres brillaban como el oro. No parecían de bronce. En la base permanecía un cirio de color rojo llameando, produciendo extrañas sombras.  
Tras comprobar que tampoco estaba el marido, dieron por finalizada la inspección, procediendo a cerrar la puerta con llave.
Pero hubo un detalle que no le pasó desapercibido al Corregidor. De vez en cuando oía el zumbido de un moscardón. Y antes de que dieran la última vuelta a la llave, pidió que abrieran nuevamente la puerta.
Se centró en oír el ruido del moscardón. Eran dos. Ambos entraban y salían por la parte de atrás del Cristo. Se agachó para ver con más detalle. Miró a la mujer. Por primera vez la vio nerviosa, motivo por el que sospechó aún más. Giró un poco al Cristo para ver mejor la parte posterior, se arrodilló, pero no  para rezar, sino para observar el camino que trazaban los moscardones.
-¡Pardiez! –exclamó el Corregidor levantándose dando un salto hacia atrás, y tapándose la nariz con un pañuelo.
Resulta que el único lugar donde la afligida mujer no pudo cubrir el cuerpo de su marido con los brillantes alfileres de bronce, era el agujero del ano.
De ello se encargaron los moscardones.

arrecho, cha
1.     adj. amer. vulg. Excitado sexualmente, lascivo o lujurioso: se pone arrecho solo con mirarla 
©capel
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