IBN MARDANIS, EL REY LOBO
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IBN MARDANIS, EL REY LOBO |
¡Adiós, verano!
Dicen que para los poetas el otoño tiene una inspiración sublime, llena de lírica; pero la mente de Ar-Rusafi está en otro lugar. No es consciente de aprovechar los estímulos de los hermosísimos jardines del Rey Lobo. Le han llegado noticias de que los almohades están cerca de los confines del reino. Se estremece nada más pensarlo, y únicamente le consuela que tiene discípulos que van a continuar con su creación poética. Uno de ellos es el joven Abenarabi, que con tan solo nueve años destaca por su sabiduría en los dominios del Rey Lobo.
Ar-Rusafi, desde los amplios ventanales del salón, observa la Fortaleza de Monteagudo, y mirando a la derecha y hacia abajo, se maravilla de la cristalina laguna donde se mecen unas barcas coloridas al compás de la suave brisa; incluso llega a distinguir a Ibn Mardanis –el Rey Lobo–, que desde uno de los torreones observa el preparativo para un gran recibimiento… Aguardaba a nobles genoveses con los que hacía pingües beneficios con la cerámica de Murcia.
¡Qué pena!, Ar-Rusafi sabe que dentro de unas semanas o meses el Rey Lobo ya no podrá disfrutar de esplendidos boatos; las fastuosidades y lucimientos ante las cortes invitadas, tienen los días contados. Y mirando de reojo al adolescente Abenarabi aun siente más tristeza, porque sospecha que Murcia dejará de ser el centro cultural de todo el Al–Andalus… Y el joven Abenarabi, a pesar de su tierna edad, –ya es un destacado sufí –, tendrá que abandonar su Murcia natal.
Ibn Mardanis mira y ordena desde su torreón la colocación de las barcas como si no le preocupara la proximidad de los almohades.
¡Genio y figura!
Su hijo, el primogénito, que siempre estaba a su vera, jamás vio a su padre afligido; sin embargo, hoy parecía estarlo. El rey se dirigió a él mientras vigilaba los trasiegos que hacían los hombres.
–Si muero y entran los almohades, te rindes.
–¿Pero por qué? –pregunta el hijo que jamás vio desfallecer al Rey Lobo.
–Porque este palacio y sus jardines no deben ser destruidos por el invasor. Han sido muchos años lo que ha costado crear este paraíso y sus alrededores.
El Rey Lobo tenía razón.
Murcia tenía profusas acequias y caudalosos canales que colmaban sus fértiles tierras, que al contemplar desde cualquier mirador de los palacios del Rey Lobo, provocaban una emoción y éxtasis sin igual. Desde el gran ventanal el poeta Ar-Rusafi y su discípulo Abenarabi, ensalzaban cómo se entrelazaban los limoneros y naranjales; los frutos de la vid trepaban por doquier dejando ver apetitosos racimos colmados de fragantes granos, destacando la uva negra, de la que posteriormente elaborarían riquísimos dulces; las moreras, cuyas luminosas hojas al ondear contrastaban con las higueras, álamos y pinos. Sin duda, los dominios de El Rey Lobo eran un edén alfombrado de fina hierba, cáñamo, arroz, trigo, pimientos y toda clase de hortalizas y legumbres. Por doquier se entremezclaban los ramajes que trepaban por las torres almenaras, alquerías y bancales frondosos.
A los oídos de Ar-Rusafi y del joven Abenarabi llegaban las armonías de las sonoras norias repartiendo el agua, y también el animado canto de las aves, y todo ello perfumado con el suave aroma de los jazmines, azahar y rosas…
¡Murcia era el paraíso de todo el Al-Andalus!
–Padre… ¿está seguro de que debo rendirme?
–Sí… quédate con el Palacio del Castillejo y negocia la capitulación de la Fortaleza de Monteagudo y el Palacio de Larache.
–¡Padre, usted jamás va a ser derrotado…! ¡Mi situación sería terrible si usted muere!… Todos los palacios y jardines que usted ha construido los destruirán… ¡No diga esas cosas!
–Hijo, siempre me has guardado obediencia. Continúa a así –dijo mirando hacia la Fortaleza de Monteagudo.
El Rey Lobo manifestó a su hijo que los almohades destruyen todo lo que encuentran a su paso, y la única manera de que sobreviva todo el esplendor conseguido, es con una rendición pactada.
En la distancia, el poeta Ar-Rusafi adivinaba por los gestos la conversación que tenía el Rey Lobo y su hijo. Intuía que la grandiosidad edénica de los territorios de Ibn Mardanis tocaba su fin. Miraba de soslayo al adolescente Abenarabi con tristeza, especulando que la etapa de esplendor cultural, político y económico de la sin igual Murcia, tenía los días contados.
© antonio capel riera
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