En la universidad nos enseñaron muchas cosas, pero algunas frases se te quedan grabadas para siempre. No por su dureza, sino porque el tiempo, desgraciadamente, se empeña en darte la razón.
Por mi especialidad se ha cumplido siempre aquello que nos repetían en la facultad con una seriedad casi bíblica:
El diabético muere por los pies… y se queda ciego.
No era una metáfora ni una exageración académica.
Era una advertencia.
Un diabético que no cuida sus pies es un firme candidato a la amputación y, con algo de mala suerte, a una infección generalizada que ya no entiende de excusas ni de buenas intenciones. El verdadero problema no es solo la enfermedad, sino algo más humano y más triste: muchos diabéticos no quieren entenderla. Se niegan. No ponen parte de sí.
Y eso, con los años, se paga caro.
Los recuerdo con tristeza serena, nunca con reproche.
Recuerdo especialmente a una señora que venía a la consulta sonriente, asegurando que cada vez veía mejor, mientras se quejaba de que le dolían muchísimo los pies. Al mirarla con calma entendí enseguida lo que ocurría: llevaba los zapatos cambiados. No lo notaba. No podía notarlo.
No le dije cuál era su verdadero mal.
A veces decir toda la verdad de golpe no cura; solo asusta.
Le hablé con tranquilidad. Le dije que íbamos a solucionar el problema: unas cremas hidratantes, cuidado diario, y asunto resuelto. Se levantó del sillón agradecida, casi adorándome, convencida de que el problema había desaparecido.
Una historia mínima sobre dignidad, infancia y silencios que protegen
Hay infancias que no se recuerdan por lo que faltó, sino por cómo se sostuvo lo poco que había.
Esta es la historia de una niña, de su abuela y de unas mañanas silenciosas en las que la dignidad se peinaba despacio, antes de ir al colegio.
La abuela de mi vecina era siempre la primera en levantarse.
Yo la veía desde mi ventana, todavía medio dormido, cuando el cielo apenas había decidido si iba a ser un buen día o no.
En mi casa, a esa hora, todo seguía en silencio. En la suya, la abuela ya estaba de pie.
Éramos compañeros de colegio y casi siempre salíamos a la vez. Caminábamos juntos unas dos manzanas hasta la escuela. A veces hablábamos, a veces no. No hacía falta.
Algunas mañanas mi madre se ofrecía a llevar a mi vecinita en coche. Lo hacía con naturalidad, como quien no quiere que se note. Su madre era viuda y trabajaba mucho. En aquella casa nada sobraba, pero tampoco faltaba lo esencial.
Yo notaba las diferencias.
Las luces en su casa eran débiles. Cuando pasaban de una habitación a otra, apagaban una y encendían la siguiente. En la mía, las luces se quedaban encendidas sin que nadie se acordara de ellas.
Pero lo que más me llamaba la atención era la abuela.
Cuando yo miraba por la ventana, ella ya estaba peinando a la niña. Lo hacía despacio, con una paciencia antigua. El peine brillaba y el pelo quedaba perfecto.
En el colegio, la niña era siempre la mejor peinada. Tal vez por eso parecía la más limpia. Y tal vez por eso algunas compañeras no la miraban con buenos ojos.
A veces se acercaban. Decían cosas. Yo me acercaba también. No decía nada. Me quedaba allí. Solía bastar.
Fuimos amigos muchos años.
Un día, antes de entrar en la universidad, me dijo simplemente:
—Gracias.
No explicó nada más.
No hacía falta.
Después perdimos el contacto. La vida suele hacer eso con la gente que fue importante demasiado pronto.
A veces me pregunto qué habrá sido de ella. Me gusta pensar que alguien la peina todavía con el mismo cuidado. Y si no, que al menos recuerde que hubo mañanas en las que todo estaba en su sitio.
En la Murcia roquera de finales de los sesenta, cuando soñábamos con guitarras eléctricas y fama sin un duro en los bolsillos, existía un santuario: la tienda de discos donde reinaba Pepi, la chica de los ojos verdes. Todos suspirábamos por ella, aunque su corazón tenía dueño… y ese dueño ni siquiera lo sabía. Este relato rescata aquella inocencia y la magia de una generación que vivió el rock con hambre, ilusión y algún que otro amor imposible.
PEPI, LA CHICA DE OJOS VERDES
A veces recuerdo aquellos años como quien abre una caja de zapatos llena de cintas viejas, púas gastadas y sueños que nunca terminaron de afinarse. En los albores de la Murcia roquera de finales de los sesenta, todos queríamos ser famosos. O, al menos, parecerlo. Una guitarra —aunque fuera prestada o medio rota— bastaba para creerse parte de algo grande.
Actuábamos donde podíamos: verbenas, patios de colegio, terrazas, fiestas donde nos dejaban tocar por amor al arte… o porque no había presupuesto para otra cosa. Muchas veces no nos pagaban; y cuando sí, el dinero se evaporaba en cuerdas nuevas, refrescos y algún capricho discreto que jamás confesaré.
Los discos eran tesoros, y sólo había un lugar donde encontrarlos: la tienda de discos de Pepi.
Pepi…
Esos ojos verdes aún alumbran rincones de mi memoria. No era solo la encargada; era la sacerdotisa de nuestra educación musical. Tenía una mirada que hacía olvidar guitarras hechas con cajas de fruta y amplificadores que sonaban como una lavadora enfadada.
Y por Pepi suspirábamos todos, desde el batería más tímido hasta el cantante más chulesco. Pero la bella Pepi tenía un secreto: su corazón latía por un músico guapetón de uno de los grupos más sonados de aquel tiempo.
Un muchacho con pose de estrella, que entraba a la tienda a hojear vinilos sin saber —o sin querer saber— que la mitad de los suspiros de Murcia llevaban su nombre.
La tragedia dulce fue que él nunca lo advirtió.
Ni una pista, ni una mirada, ni un gesto que le devolviera el sentimiento.
El amor de Pepi fue una canción bonita… pero nunca grabada.
Nosotros lo intuíamos.
Los músicos tenemos oído para esas cosas.
Aun así, todos inventábamos excusas para verla: que si las últimas novedades discográficas, que si había llegado un single imposible, que si buscábamos “inspiración”.
Mentira piadosa.
Íbamos a ver a Pepi.
Conocía a todos los grupos de Murcia: los Music Men, Siglo XX, Los Grillos, Los Capicúas, Los Brujos, Los Juniors, Sixfer's, Momentos, Sombras, Roller, Jorister's, etc…
¡A todos...!
Sabía quién desafinaba, quién cambiaba de batería cada dos semanas, quién se enamoraba y quién lloraba a escondidas.
Recuerdo un día en que nuestro ingenuo del grupo —el de las gafas de culo de vaso— entró decidido:
—Pepi, ¿ha llegado ya el último de los Beatles?
Ella sonrió, apoyada en el mostrador:
—No, pero has sido el primero en preguntar.
Y él levitó dos días.
La mayoría de las veces salíamos de la tienda sin comprar nada: no teníamos ni para una púa. Pero volvíamos con el alma encendida. Éramos estudiantes, éramos pobres… pero éramos felices. Soñábamos con escenarios enormes mientras tocábamos sobre sillas plegables. Soñábamos con discos propios mientras remendábamos cables que se rompían cada dos ensayos.
Lo más bonito no era tocar:
era esperar.
Esperar un disco, una canción nueva, un rumor… o la sonrisa verde de Pepi, que afinaba mejor que cualquier pedal.
Hoy no recuerdo la precariedad, sino la luz suave de la tienda, el olor a vinilo recién abierto y esa ingenuidad bendita que tenía la vida cuando todo estaba a punto de empezar… aunque no lo supiéramos.
En estas fechas de luces y villancicos, no todas las mesas están completas. Este relato nace de una revelación infantil que marcó mi manera de mirar la Navidad: el descubrimiento de que, mientras unas familias celebran, otras sirven la celebración. A veces, la mayor lección llega cuando eres niño y te das cuenta de que la tristeza trabaja en silencio
De niño, las Navidades eran un territorio mágico. Para unos reinaba Papá Noel; para otros, los Reyes Magos. Pero para todos —incluido yo— eran días de luces, regalos y ese olor a comida que parecía salir de los manteles y no de la cocina.
Aun así, muy temprano empecé a notar que aquella alegría tenía sombras. No grandes, no dramáticas… de esas sombras pequeñitas que solo un niño con alma observadora es capaz de ver.
Tenía un compañero de colegio —delgadito, siempre con los cordones desatados— que cada vez que hablábamos de las fiestas bajaba la mirada. No lo entendía. Con lo bonito que era soñar con juguetes nuevos y turrón, ¿qué podía dolerle a él?
—Con mi mamá —dijo sin levantar la cabeza—. Mi papá trabaja.
Yo, en mi ingenuidad de niño bienintencionado, imaginé un padre héroe: policía, médico, bombero… un hombre luchando contra incendios mientras su familia cenaba sin él. Así lo veía mi mente: épico y triste a la vez.
Pero mi amigo negó con suavidad:
—No… mi papá es camarero. Tiene que servir la cena en una casa de gente que yo ni conozco.
Aquella respuesta se me quedó entre pecho y espalda, como cuando uno intenta tragar saliva y no baja.
La vida es caprichosa: esa misma noche, en casa de mis tíos, había una gran celebración. Luces por todas partes, copas brillando, la mesa puesta como si fuera a sentarse un embajador. Y de pronto lo vi.
El camarero.
El hombre que servía las bebidas, que acomodaba los cubiertos, que recogía los platos con una profesionalidad silenciosa... era el padre de mi amigo.
Me temblaron las rodillas. No por vergüenza, sino por la revelación.
Lo miré bien.
Su manera de sonreír, forzadita.
Los ojos oscuros, cansados, tan parecidos a los de su hijo que parecían una copia en papel carbón.
Era como ver a mi amiguito vestido de adulto, sirviendo una fiesta que no era la suya.
Y allí, entre risas ajenas y villancicos demasiado alegres, entendí algo que me marcó para siempre: mientras unos celebran, otros sostienen la felicidad de los demás sacrificando la propia.
Sentí una punzada. Una rebelión íntima. Una especie de juramento silencioso: en estas fiestas, cada vez que una sombra de tristeza cruce un rostro, que también cruce el mío. Porque nadie debería vivir los días señalados desde la puerta de atrás.
Desde entonces, cuando llega diciembre, yo también me acuerdo de ellos: los padres que trabajan cuando deberían estar abrazando a sus hijos. Los hijos que esperan una puerta que no se abre. La Navidad que no siempre llega para todos a la vez.
Y lo confieso: aún hoy, cuando veo demasiada alegría junta, me sorprendo mirando alrededor… buscando al camarero.
Hay historias que no necesitan héroes, sino silencio.
Historias que nacen en habitaciones donde el tiempo se detiene y solo queda un cuaderno para recordar que alguien estuvo ahí, esperando una voz, un abrazo, un nombre.
Este relato es la confesión íntima de un hombre que escribe para no desaparecer del todo.
Un grito bajito.
Una herida abierta.
Una verdad que, de tan humana, duele.
Hoy también amanecí.
No sé si es suerte o castigo. A veces abrir los ojos es como volver a una habitación donde ya no queda nadie, donde hasta el aire parece ajeno. El techo me mira con esa frialdad blanca de las cosas que han dejado de importarte.
En el pasillo suenan pasos, siempre los mismos.
Van, vienen, se alejan.
Ya ni me ilusiono. Aprendí a no levantar la cabeza, porque cada vez que esperé, sangré un poco por dentro.
En la mesita está mi cuaderno:
mi último intento de existir.
Lo toco y siento que él es el único que todavía aguanta mi mano sin retirarse.
Escribo cartas que jamás tendrán destinatario.
A mi hija, que un día juró que nunca me dejaría solo.
A mis nietos, que corrían hacia mí como si estuviera hecho de fiesta y no de huesos cansados.
Ahora no saben ni si respiro.
Tal vez es mejor así: el olvido siempre duele menos a quien se va que a quien se queda esperando.
Hoy no vino nadie.
Ayer tampoco.
Hace semanas que no pronuncian mi nombre en voz baja, con cariño.
Los enfermeros me dicen “el señor del cuarto 3”, y lo acepto.
Es mejor ser un número que una decepción.
Hubo un tiempo en que tenía una vida que hacía ruido.
Ahora solo hago silencio.
Y lo peor es que ya casi nadie nota la diferencia.
Anoche soñé que golpeaban la puerta.
Un sonido clarito, como si el pasado hubiese vuelto arrepentido.
Me incorporé con torpeza pero con un corazón desesperado, dispuesto a perdonar cualquier abandono con tal de volver a escuchar “papá”.
Abrí.
Nada.
Solo el viento.
Ese viento que entra, revuelve los papeles y se va, como si viniera a recordarme lo poco que significo.
Sé que pronto dejaré de escribir.
No porque me falten ganas, sino porque ya no tengo fuerzas para seguir confirmando que nadie vendrá.
Este cuaderno se acaba… y yo también.
Si alguien encuentra esto algún día, quizá por pura casualidad, quiero que sepa algo:
que aquí hubo un hombre que se rompió de tanto esperar,
que se deshizo en silencio para no molestar,
que se sostuvo con la frágil esperanza de escuchar su nombre una vez más.
Murcia guarda secretos que no aparecen en los libros, pero siguen latiendo en cada esquina del casco antiguo. Uno de ellos es el Milagro de la Ermita del Pilar, una historia que mezcla devoción, ironías del destino y un disparo que, todavía hoy, resuena entre quienes amamos las viejas leyendas de esta tierra.
No es sólo un relato antiguo: es un pedazo de la Murcia barroca, orgullosa, ruidosa, imprevisible. Una ciudad donde un espadachín italiano sin demasiada puntería y un murciano con más honor que sentido común terminaron protagonizando un episodio que aún se cuenta en voz baja, como quien comparte un recuerdo sagrado.
En estas líneas te invito a entrar conmigo en esa noche decisiva, donde las sombras, las dudas y un acto de fe terminaron torciendo el rumbo de dos hombres… y quizá también el de la ciudad.
Dicen los viejos de Murcia que en ciertas noches, cuando el viento baja por la calle Vidrieros con ese murmullo que asusta más por lo que insinúa que por lo que dice, todavía se escucha un arcabuzazo lejano. No es trueno ni petardo: es el eco del disparo que casi se lleva por delante a un hombre justo… y que, gracias a un milagro, acabó cambiando el destino de un barrio entero.
Pero vayamos por partes.
Era una noche fría, de esas en que la ciudad se recogía temprano y solo los gatos parecían tener permiso para rondar. En lo alto de un muro, escondidos entre sombras, estaban dos hombres:
uno murciano, nervioso y cornudo famoso del Casino;
el otro, un espadachín italiano venido a menos, de esos que empiezan las historias con valentía y las terminan huyendo.
—¿Cuál de los dos es Don Rodrigo? —preguntó el italiano, temblando más por ignorancia que por frío.
—El que lleva la pluma más larga —respondió el murciano, que en su desesperación se aferraba a un detalle que ni él mismo estaba seguro de haber visto bien.
—¿Estáis seguro? —insistió el italiano, mirando hacia abajo donde caminaban dos hidalgos con aire de importancia.
—¡Sí! —dijo el murciano, cruzando los dedos.
Pero la verdad era que las dos plumas eran idénticas. Dos plumones de pavo real, altivos, verdes, orgullosos.
La única diferencia estaba en la cabeza: uno era más cabezón que el otro.
Y claro… a la desgracia le gustan los hombres cabezones.
—¡Boom! —tronó el arcabuz.
El humo se abrió como una nube negra.
Una de las dos figuras cayó de bruces al suelo.
El italiano se quedó blanco como papel.
—¡Pardiez! —gritó el que quedaba en pie—. ¡Han disparado al Corregidor! ¡Socorro!
Porque sí: el italiano, siguiendo las instrucciones del cornudo vengativo, había disparado no al ayudante Don Rodrigo… sino al mismísimo Corregidor don Francisco Miguel Pueyo, quien se hallaba de ronda por San Antolín y San Andrés.
En un instante, la calle se llenó de gente. Gritos, confusión, carreras. Al Corregidor, aún tibio y sin saber si estaba muerto o vivo, lo llevaron casi en volandas al convento de las Agustinas y lo depositaron en un cuartucho que servía de enfermería.
—Hay que llamar urgente a Don Diego —ordenó la Superiora.
No era para menos.
Don Diego Mateo Zapata, el médico murciano más prestigioso de la época, hombre de ciencia, de pulso fino y fama que llegaba hasta la Corte, llegó en cuanto fue avisado. Se inclinó sobre el Corregidor, examinó la herida y entonces sucedió lo que aún hoy se recita con respeto en los velatorios.
El Corregidor, inconsciente hasta ese momento, llevó la mano al pecho.
Buscó algo bajo el chaleco.
Y, ante el asombro de todos, sacó una figurita de plata de la Virgen del Pilar.
Tenía un orificio.
Pequeño.
Redondo.
Perfectamente limpio.
Dentro estaba el perdigón, encajado como si alguien lo hubiera colocado allí con la precisión de un orfebre celestial.
Nadie habló durante un buen rato.
Todos entendieron.
La Virgen del Pilar le había salvado la vida.
Repuesto del susto y agradecido hasta la médula, el Corregidor mandó construir una ermita en el mismo lugar donde había recibido el disparo. Una ermita pequeña, sencilla, pero con un altar que brillaba más que cualquier lámpara del Casino.
Desde entonces se la conoce como la Ermita del Pilar.
Y no contento con eso, el Corregidor encargó al pintor Nicolás de Villacis que inmortalizara su retrato. Y claro, Villacis lo pintó con cara solemne, pecho hinchado y la famosa Virgen de plata bien visible, como quien dice: “Aquí está mi salvadora, y si dudan, pregunten al plomo”.
Pero faltaba el epílogo.
El que se cuenta bajito.
El que no aparece en los libros.
Tras la conmoción, se descubrió la verdad:
el espadachín italiano había sido contratado por un rico terrateniente huertano, hombre ignorante, fanfarrón y con más orgullo que luces. Años atrás, queriendo jugar a héroe, se alistó en las tropas del Gran Capitán… y acabó preso en Argel, donde aprendió dos cosas:
que la guerra no es para todos
y que su mujer no era tan fiel como decía.
Mientras él sufría cautiverio, en Murcia se rumoreaba que su esposa andaba enredada con Don Rodrigo, el ayudante del Corregidor.
En el Casino le componían versos subidos de tono.
La humillación lo carcomía.
Cuando finalmente regresó a Murcia, seco de dignidad y colmado de ira, juró vengarse.
Contrató al esbirro italiano, le señaló la calle Vidrieros y le dio una descripción ridícula:
—Buscad al de la pluma larga. Ese es Don Rodrigo. Ese es mi agravio.
Y ya sabe vuestra merced cómo terminó todo:
el cabezón tuvo peor suerte que el adúltero.
Hoy, cuando uno pasa por la Ermita del Pilar, ve gente que entra con fe humilde, prende una vela, murmura una plegaria y sigue su camino.
Y aunque nadie en voz alta mencione aquel disparo, basta escuchar el viento para recordar que, en esta ciudad, los milagros existen… y también los errores de puntería.