Moraleja final:
A veces, la chispa del ingenio quema más que la de la pólvora.
HISTORIAS Y ACONTECIMIENTOS PROTAGONIZADOS POR UNOS Y OTROS, EN ALGÚN LUGAR RECÓNDITO DE LA FAZ DE LA TIERRA. ALGUNOS HECHOS SON DIGNOS DE ADMIRACIÓN Y ASOMBRO, Y OTROS, DE MENOSPRECIO, RECHAZO O DECEPCIÓN…BLOG QUE INVITA A LA REFLEXIÓN, NOSTALGIA Y AÑORANZA... ©capelriera
Moraleja final:
A veces, la chispa del ingenio quema más que la de la pólvora.
Hay recuerdos que arden más que el tiempo. Algunos no se borran porque no nacieron del amor ni del dolor, sino de la ternura y la injusticia. Este relato habla de una niña, una vela, y una promesa que cambió dos vidas para siempre.
Han pasado muchos años, y todavía me persigue aquella imagen. No importa cuántas ciudades haya recorrido, ni los hoteles, ni los aeropuertos, ni los aplausos que vinieron después. Siempre vuelve a mí —como una llama que no se apaga— aquella niña boliviana inclinada sobre un cuaderno, estudiando a la luz temblorosa de una vela.
Era una tarde fría en Cochabamba. El aire olía a carbón y a cansancio. Yo había salido a comprar algo de comer y, de pronto, me detuve ante un carrito de chucherías: caramelos de colores, galletas envueltas en celofán, y un par de chicles que parecían esperar a un cliente que nunca llegaba. Detrás del carrito, una mujer menuda, de rostro cansado, vigilaba a su hija, que escribía con una concentración casi sagrada.
Le compré unos chicles, casi sin saber qué decir. Luego, al ver que los precios eran tan absurdamente bajos, le di dinero por todo el carrito. No porque fuera generoso ni rico —por entonces apenas sobrevivía yo también—, sino porque lo que costaba toda aquella mercancía equivalía, al cambio, a una simple camiseta de marca que cualquiera en el norte del mundo compra sin pensar.
Pasaron los meses. Volví a mi país, pero la imagen seguía viva. Hablé con amigos en Cochabamba, pedí que averiguaran por ellas. Me prometí —y lo cumplí— que, si la madre lo permitía, aquella niña estudiaría. No sabía cómo, pero estudiaría.
Hoy, cuando vuelvo a Bolivia, me recibe en un despacho lleno de libros y diplomas. Ya no es “la niña del carrito”, sino una abogada reconocida que defiende a mujeres golpeadas, a niños sin voz, a indígenas discriminados. En cada caso que gana, siento que aquella vela de la infancia sigue encendida.
A veces me mira con gratitud, y yo bajo la cabeza, porque no sé si fui yo quien la ayudó, o si fue ella quien, sin saberlo, me enseñó el sentido de la palabra justicia.
Tres niños del colegio se adentraron en la selva de Santiago de Chiquitos y encontraron a dos exploradores… y a una mujer guaraní de ojos verdes, tan hermosa como un milagro. Décadas después descubrirían que aquellos hombres eran nazis ocultos en el oriente boliviano.
En las serranías de Santiago de Chiquitos, donde el valle de Tucavaca se extiende como un mar verde que nunca acaba, los días parecían infinitos y los niños éramos felices sin saberlo. No conocíamos la radio, mucho menos la televisión. Las bebidas gaseosas eran un mito, y el agua más pura brotaba de la cascada, helada, dulce, como si la tierra nos amamantara.
Aquel día, a finales de los años cincuenta, el bosque sonaba a vida: chillidos de monos, cantos de papagayos y el zumbido constante de insectos invisibles. Éramos tres amigos —Cecilio, Elmer y yo—, tres mocosos del colegio que jugábamos a perdernos en la selva como quien se asoma al paraíso sin saberlo.
De pronto, entre la espesura, vimos un fuego tenue. Una llama inquieta, apenas viva, que nos atrajo como si el bosque nos estuviera llamando. Nos acercamos despacio, conteniendo la respiración, y fue entonces cuando los vimos.
Dos hombres extraños, altos, delgados, vestidos como exploradores, con botas hasta la rodilla y sombreros de ala ancha. Llevaban frascos con insectos, líquidos de colores, un microscopio pequeño y cuadernos llenos de notas en un idioma que no entendíamos.
Decían ser biólogos, investigadores de las especies tropicales. Sus palabras eran mezcla de alemán y portugués. Nos hablaron con amabilidad, y por señas nos explicaban sus experimentos.
Pero lo que nos dejó sin habla fue ella.
Una mujer joven, morena y de cabello largo apareció detrás de ellos. Por sus rasgos era claramente guaraní, y su belleza era tan inesperada que el aire pareció detenerse. Iba descalza, su piel brillaba bajo la luz filtrada de los árboles, y llevaba los pechos descubiertos, como si el bosque la hubiera vestido con su propio misterio.
Ella nos miraba fijamente, sin hablar, con una expresión mezcla de dulzura y distancia. Y fue entonces cuando nos sorprendieron sus ojos: verdes, de un verde claro, imposible, como el agua de la cascada en la sombra.
En nuestra ignorancia infantil, pensamos que eso solo lo tenían los extranjeros, los europeos de los libros de geografía. Pasaron muchos años hasta que, ya en la universidad, un profesor de genética nos explicó que sí, existen mujeres guaraníes con ojos verdes, porque el color puede surgir en cualquier grupo humano, como un capricho hermoso de la naturaleza.
Aquel día, sin saberlo, habíamos presenciado uno de esos caprichos: la belleza pura, sin culpa ni artificio.
Ella, silenciosa, parecía proteger a los dos hombres. Uno la miraba con respeto, casi devoción. Cuando el sol empezó a caer, recogieron sus cosas y desaparecieron entre los árboles, ella detrás, lenta, con el vientre ligeramente abultado.
Años después, ya adulto, supe la verdad: aquellos hombres eran nazis refugiados en el oriente boliviano. Hombres cultos, fugitivos de un pasado terrible.
DONDE LA SELVA HUELE A CELOS
En el oriente boliviano, donde el aire huele a resina y deseo, vivía don Benjamín Roda. Un estanciero poderoso, de mirada seca y manos hechas para el látigo y el whisky. Dueño de miles de cabezas de ganado, de una pista privada, y de una soledad tan grande que ni los truenos se atrevían a romperla.
La cicatriz en mi brazo tiene forma de signo de interrogación. Durante años nadie la notó. Hasta que una enfermera en Potosí la reconoció y pronunció mi nombre con una voz que atravesó quince años de silencio.
Esta es la historia de Nadia, la única alumna de una escuela perdida en el altiplano boliviano. Y de cómo el destino, cuando quiere, cierra círculos que creíamos rotos para siempre.
Me destinaron como médico de la Cruz Roja Internacional a un pueblo perdido del altiplano boliviano. A más de tres mil metros de altura, el aire cortaba la garganta y el viento levantaba nubes de polvo que nunca descansaban.
La escuelita quedaba junto a la estación: un edificio de adobe con techo de lata que resonaba con cada ráfaga. El primer día me sorprendí. Solo una niña asistía a clase.
Se llamaba Nadia. Diez años, trenzas negras, ojos rasgados y un poncho de colores que contrastaba con la tierra parda del entorno. La maestra, cansada y resignada, me confesó que hacía tiempo pedía traslado a la capital. Sin embargo, allí seguía. Enseñando a una sola alumna.
Durante semanas observé a Nadia. Me conmovía su empeño, su forma de pronunciar cada palabra nueva como si descubriera el mundo. Vivía con sus padres —pastores de llamas— en una choza humilde donde el humo de la lumbre era el único lujo contra el frío.Una noche, mientras la ayudaba con las tareas a la luz de mi linterna, me dijo:
—Quiero ser médica. Para curar a los que viven lejos.
Aquel sueño, tan grande para un cuerpo tan pequeño, me desarmó.
Cuando terminé mi misión, hice lo posible para que las monjas del internado de la ciudad la acogieran. Me comprometí a pagar sus estudios hasta la universidad si era necesario. Con los años, mis obligaciones me alejaron del contacto, pero nunca del cariño.
Recibía informes: excelente alumna, estudia enfermería, se ha graduado, trabaja en un hospital. Luego supe que tenía novio. Y después, nada.
Silencio.
Quince años más tarde, el destino me devolvió a Bolivia. Esta vez como Director de Recursos Médicos del Altiplano. En una inspección a casi cuatro mil metros de altura sufrí una crisis respiratoria. Me ingresaron en el hospital de Potosí.
Entre las enfermeras hubo una que me miraba diferente. Me hablaba con suavidad, se reía de mis bromas. Cuando yo creía que su amabilidad era solo profesional, me dijo:
—Usted no me recuerda, ¿verdad?
—Me temo que no.
—Siempre me llamó la atención su cicatriz en el brazo. La que parece un signo de interrogación.
Entonces la reconocí, antes incluso de oír su nombre.
—¿Nadia…?
Ella asintió. Las lágrimas le brillaban en los ojos.
Había crecido. Tenía la misma mirada, pero ahora con un fondo de tristeza. Me contó su historia: el marido la golpeó, la dejó por otra. Tuvo que empezar de nuevo. Sola.
Yo también arrastraba mis ruinas. Un matrimonio roto, demasiadas ausencias, demasiados hospitales. Tal vez por eso nos entendimos sin palabras.
Durante mi convalecencia, Nadia y yo caminábamos al atardecer por el patio del hospital. Ella me enseñaba las constelaciones que se veían más nítidas que en ningún otro lugar del mundo. Decía que el aire frío ayudaba a recordar.
Cuando terminó mi estancia, la invité a venir conmigo a La Paz. A dirigir un programa sanitario. Dudó un instante. Luego sonrió.
—¿Y si esta vez cuido yo de usted, doctor?
Desde entonces, cada año volvemos al pequeño pueblo donde todo comenzó. En la vieja escuelita, hoy convertida en puesto médico, los niños aprenden a leer y a soñar con ser doctores. Nadia se encarga de ellos.
A veces la observo cuando se inclina sobre un cuaderno y sonríe a una niña de trenzas oscuras. Y siento que el tiempo, con todas sus heridas, al fin ha cerrado el círculo.
Porque la vida, como el altiplano al amanecer, puede parecer árida.
Hasta que alguien, con un solo gesto, le devuelve el color.
Hay hoteles que guardan más secretos que las guerras que los rodearon. El Edén, levantado en las sierras cordobesas de Argentina a finales del siglo XIX, fue uno de ellos. Allí, entre copas de vino del Rin, valses vieneses y cabalgatas británicas, se mezclaron presidentes, poetas, aristócratas... y, según algunos, fugitivos del infierno nazi. Mi tío, ingeniero asturiano que trabajó allí antes y después de la Guerra Civil española, fue testigo de un lujo imposible y de un misterio que aún hoy huele a pólvora y perfume caro.
Mi tío Abelardo fumaba despacio, con esa parsimonia de quien ha visto demasiado y sabe que las palabras, como las balas, no regresan una vez disparadas. Era mayo del 73 cuando me contó la historia del Edén. Yo tenía veintitrés años y la suficiente curiosidad como para escuchar, la suficiente sensatez como para callar.
—En el 36 —dijo, y la brasa del cigarrillo le iluminó los ojos—, Asturias olía a pólvora y a desgracia. Yo era ingeniero de minas, buen profesional, de los que no faltan al trabajo ni muertos. Pero cuando una familia alemana me ofreció irme a Argentina, no lo pensé dos veces. La guerra se veía venir como se ve venir la tormenta en alta mar: inevitable, brutal, sin piedad para los que se queden en cubierta.
Se llamaban Ehlert. Heinrich y su mujer, que tenía ese tipo de elegancia aria que parece tallada en hielo. Eran los propietarios del Hotel Edén, en La Falda, provincia de Córdoba. Y aquello, muchacho, aquello no era un hotel. Era Versalles renacido en las sierras argentinas, un delirio de esplendor que dejaba pequeños a los palacios europeos.
El Edén había abierto sus puertas en 1898, cuando el siglo todavía era joven y el mundo creía en el progreso. Pero lo que allí ocurría cada noche no tenía parangón en ninguna capital del mundo. He estado en el Ritz de París durante la Exposición Universal, en el Savoy de Londres cuando todavía era el templo de la alta sociedad, en los bailes de Viena, en las fiestas de Montecarlo. Todo aquello, sobrino, eran ensayos de provincias comparados con lo que sucedía en el Edén.
Mi tío se sirvió otro whisky. Le temblaban ligeramente las manos, no de vejez, sino de emoción contenida.
—Imagina esto: doscientos cincuenta invitados vestidos con trajes que valían fortunas. No hablo de ropa cara, hablo de obras maestras. Los vestidos venían de Worth y Poiret, bordados con hilos de oro y plata, incrustados con piedras semipreciosas. Las mujeres llevaban tiaras que habían pertenecido a casas reales, collares de esmeraldas del tamaño de uvas, perlas que parecían pequeñas lunas robadas al cielo. Los hombres lucían condecoraciones auténticas: Órdenes del Imperio Británico, Legiones de Honor francesas, cruces prusianas con diamantes. Y no eran disfraces, muchacho. Eran los dueños legítimos de esas medallas.
Hizo una pausa para saborear el whisky.
—Las arañas de Bohemia tenían tres mil cristales cada una. Cuando las encendían, el salón se transformaba en una galaxia de luz. Las paredes estaban cubiertas de espejos venecianos del siglo XVIII, multiplicando el brillo hasta el infinito. Los jarrones eran Ming auténticos, las alfombras persas tenían trescientos años de antigüedad, y los cuadros... Monet, Renoir, Degas. No reproducciones: originales que hoy estarían en museos.
—¿Y la comida? —pregunté, fascinado.
Mi tío rió. Una risa breve, casi dolorosa.
—La comida era una sinfonía. Empezaba a las nueve de la noche y terminaba al amanecer. Doce platos, cada uno con su vino correspondiente. Caviar Beluga servido en hielo tallado con forma de cisnes. Foie gras del Périgord. Langostas traídas en barco desde Bretaña, vivas, sacrificadas minutos antes de cocinarlas. Faisanes de caza mayor, jabalíes, venados de las sierras. Y los vinos... Château Margaux de cosechas que ya no existen, Romanée-Conti, champagne Krug del año del cometa. Botellas que los Rothschild habrían envidiado.
Se levantó, caminó por la habitación como si midiera distancias imposibles.
—Pero lo verdaderamente inolvidable, lo que me quitaba el aliento cada maldita noche, eran las fiestas. Todos los días de la temporada, sin excepción, baile de rigurosa etiqueta. Las orquestas... Dios mío, las orquestas. Traían músicos de la Filarmónica de Viena, de la Scala de Milán, de la Ópera de París. Toscanini dirigió allí tres veces. Tres. Stravinsky tocó el piano en una ocasión. Y cuando bailaban, cuando aquella crema de la humanidad se movía al compás de valses de Strauss o tangos de Gardel interpretados por los mejores músicos del planeta, era como si el tiempo se detuviera y solo existiera aquella burbuja de perfección absoluta.
Mi tío se detuvo frente a mí, con los ojos brillantes.
—Los jardines se iluminaban con miles de farolillos venecianos. Fuegos artificiales cada sábado que hacían palidecer a los de Versalles. Fuentes de champagne, literalmente fuentes de donde brotaba Moët & Chandon. Orquestas en los jardines, en los salones, en las terrazas. Podías caminar de un espacio a otro y pasar de una ópera italiana a un jazz de Nueva Orleans, de un cuarteto de cuerda a una orquesta de swing de veinte músicos.
Encendió otro cigarrillo, la mano ya más firme.
—¿La gente? Eduardo de Windsor bailó allí con mujeres tan hermosas que entendí por qué renunció al trono. Humberto de Saboya organizó cacerías donde cada jinete iba vestido como en el siglo XVIII: casacas rojas, cornetas de plata, jaurías de perros purasangre. Rubén Darío recitaba poesía a medianoche en el jardín de invierno, rodeado de rosas traídas de Bulgaria, mientras mujeres con vestidos de Fortuny lloraban de emoción. Berta Singerman interpretaba a Lorca con tal intensidad que el silencio después era como una catedral.
—¿Y Einstein? ¿Tesla?
—Einstein pasó una tarde discutiendo de física en el salón de lectura con tres premios Nobel. Tesla habló de electricidad junto a la piscina, esa piscina alimentada por un manantial natural, rodeada de mosaicos traídos de Ravena. No se alojaron, no. Pero vinieron. Porque el Edén, muchacho, era el lugar donde el mundo que importaba se daba cita. Y te digo algo más: los argentinos verdaderos, los de este lado del Atlántico, apenas rozaban el umbral. Aquello era una Europa destilada, concentrada, más pura y más brillante que el original.
Bebió, saboreó, continuó.
—He visto las fiestas del Zar antes de la revolución, en fotografías. He leído sobre los bailes de la Regencia inglesa, sobre los salones de María Antonieta. Todo aquello era prehistoria comparado con el Edén. Porque allí se juntaba el dinero sin límites, el refinamiento de siglos y la libertad de estar lejos de Europa, lejos de las reglas. En el Edén se podía ser más decadente, más espléndido, más absolutamente libre que en cualquier capital europea. Era el último refugio de una civilización que agonizaba sin saberlo, brillando con más intensidad precisamente porque presentía su fin.
Las palabras flotaron en el aire como el humo de su cigarrillo.
—Bailes que duraban hasta el alba. Mujeres que cambiaban de vestido tres veces en una noche, cada uno más deslumbrante que el anterior. Joyas que habrían pagado la deuda externa de países pequeños. Conversaciones en cinco idiomas, debates sobre arte, filosofía, ciencia. Y la música, siempre la música, envolviendo cada momento como si el silencio fuera un crimen imperdonable.
—Pero llegó el 45 —continuó mi tío, y su voz cambió de tono—, y todo cambió sin cambiar. ¿Me entiendes? Las fiestas continuaron, el lujo siguió siendo obsceno, pero los rostros... los rostros empezaron a ser otros.
Se levantó, fue hasta la ventana. La luz de la tarde le cortaba la silueta en dos mitades desiguales.
—Jerarcas nazis. Todos pasaron por allí. No de uno en uno: en procesión. Y seguían las fiestas, iguales de espléndidas, iguales de imposibles. Pero yo, que ya llevaba años allí, empecé a atar cabos. Los Ehlert hacían viajes. Viajes raros, secretos, a un pueblo del que nadie hablaba. La cocinera del hotel me lo contó porque también me cocinaba a mí. Salían de madrugada, volvían al anochecer, con esa cara de quien acaba de cumplir con un deber sagrado.
—¿Hitler? —me atreví a preguntar.
Mi tío se giró. Su mirada era dura, de pedernal.
—Nunca lo vi. Pero en el Edén, muchacho, vi cosas que un ingeniero de minas asturiano no debería haber visto. Maletas que llegaban de noche. Hombres con cicatrices de duelo que hablaban un alemán demasiado perfecto. Reuniones en habitaciones donde no entraba el servicio. Y sobre todo, demasiado dinero fluyendo para un hotel que, oficialmente, apenas sobrevivía en la posguerra. Pero las fiestas, las malditas fiestas, seguían siendo las más espléndidas del planeta.
Se terminó el whisky de un trago.
—Guardé secretos. Muchos. Porque en el Edén aprendí algo fundamental: que el lujo más absoluto, la belleza más exquisita, pueden convivir con la oscuridad más profunda. Vi el paraíso, sobrino. Un paraíso real, tangible, de mármol y cristal y champagne y música. Y también vi su sombra. Y te juro que aún no sé cuál de las dos me aterra más.
Nunca más volvimos a hablar del tema. Mi tío murió en el 81, en Madrid, lejos de las sierras cordobesas. Pero a veces, cuando leo sobre ratlines nazis o sobre la Argentina de Perón, pienso en él. Pienso en el Hotel Edén. Pienso en aquellas fiestas que jamás volverán a repetirse, en aquel esplendor que hizo palidecer a Versalles, a Viena, a todas las cortes de Europa.
Y pienso que la historia, como los buenos hoteles, tiene habitaciones que nunca se abren al público.
Porque detrás puede haber algo más que polvo y recuerdos.
Puede haber verdades que todavía muerden.
Y champagne que todavía burbujea en copas de cristal de Baccarat, servido por fantasmas con guantes blancos.
(c)antonio capel riera