jueves, 16 de octubre de 2025

LAS MANOS TRAS EL CRISTAL: MALDITO COVID

Hubo un tiempo reciente —tan cercano que aún duele— en que los abuelos no podían abrazar a sus nietos, ni los nietos despedirse de ellos. Las pantallas sustituyeron los besos, y los abrazos quedaron flotando en el aire. Este relato, mezcla de ternura y mirada irónica, intenta dar voz a esa herida silenciosa que dejó el COVID en miles de familias.



La primera vez que Martín vio a su abuelo envuelto en plástico, creyó que era un astronauta. Tenía seis años y acababan de explicarle en el colegio, antes de que lo cerraran, que los astronautas necesitaban trajes especiales para no morir en el espacio. El abuelo Ernesto también necesitaba un traje especial, pero no para viajar a las estrellas, sino para seguir aquí, en la Tierra, en esa habitación del hospital que olía a desinfectante y miedo.

—¿Por qué no puedo tocarlo? —preguntó Martín, apretando la mano de su madre.

Ella no respondió. Se quedó mirando al anciano tras el cristal, con los ojos vidriosos, intentando controlar el temblor de su barbilla. El abuelo también los miraba. Levantó la mano despacio, como si pesara toneladas, y la apoyó contra el vidrio. Martín corrió y puso la suya del otro lado. Las palmas se encontraron, separadas por un centímetro imposible de atravesar.

En esos días, nadie sabía nada con certeza. Los médicos movían la cabeza, los políticos hablaban en la televisión con palabras vacías, las calles se vaciaban como si el mundo se estuviera apagando. La gente moría sola, sin despedidas, sin rituales. Las familias esperaban al teléfono como náufragos esperan un barco en el horizonte.

El abuelo Ernesto había sido ferroviario. Había criado a Martín mientras sus padres trabajaban: le enseñó a silbar, a reconocer los pájaros, a hacer barcos de papel que flotaban en el arroyo. Le contaba historias de trenes que cruzaban los campos cuando él era joven, de pasajeros que llevaba en el alma, de despedidas en andenes polvorientos. "Lo importante de los viajes", le decía, "no es adónde vas, sino con quién te despides y quién te espera al volver".

Pero ahora no había despedida posible.

La enfermera con escafandra —así la llamaba Martín, la señora astronauta— salió de la habitación y les hizo un gesto. El gesto universal de la derrota. La madre de Martín se derrumbó contra la pared. El niño siguió con la mano en el cristal, esperando que la del abuelo volviera a encontrarse con la suya, pero la mano ya no se movía.


Pasaron los años, pero Martín no olvidó. Cómo olvidar esa última mirada, esa mano en el vidrio, ese adiós que nunca fue adiós. Creció con un agujero en el pecho, una tristeza que lo acompañaba como una sombra, especialmente en primavera, cuando los pájaros que el abuelo le enseñó a reconocer volvían a cantar.

A los dieciséis años, Martín empezó a tener pesadillas. Soñaba que corría por pasillos de hospital, buscando una puerta que nunca encontraba. Soñaba que gritaba el nombre del abuelo, pero no le salía la voz. Se despertaba llorando, empapado en sudor, con la sensación de haber perdido algo que nunca recuperaría.

Su madre también cambió. Se volvió silenciosa, distante. Guardaba las fotos del abuelo en una caja de zapatos porque no podía verlas sin desmoronarse. En las cenas, había siempre un vacío en la mesa, un lugar que nadie ocupaba pero que todos sentían.


La psicóloga que finalmente visitó Martín, años después, se llamaba Clara. Era una mujer de mirada tranquila que no intentaba arreglar nada demasiado rápido. En su consulta había una planta que siempre estaba floreciendo.

—El duelo no resuelto —le explicó— es como un tren que se detuvo en mitad del camino. No llegó a la estación. Necesitamos ayudarte a que ese tren complete el viaje.

Martín aprendió que su dolor tenía nombre: duelo complicado, trauma de pérdida ambigua, tristeza congelada. Pero también aprendió que el dolor no era enemigo, sino un territorio que había que atravesar, no evitar.

Clara le propuso algo que le pareció extraño al principio: escribirle una carta al abuelo. Decirle todo lo que no pudo decirle ese día. Martín tardó semanas en encontrar las palabras. Cuando finalmente las encontró, lloró tanto que las lágrimas mancharon el papel.

"Abuelo, no pude despedirme de ti, pero nunca dejé de quererte. Cada pájaro que canta, cada barco de papel que flota, eres tú. No te fuiste solo, aunque yo no estuviera ahí. Te llevaste conmigo, en cada silbido, en cada primavera."

Después, Clara lo llevó a un ejercicio más difícil: imaginarse en esa habitación del hospital, pero esta vez entrando. Esta vez abrazando al abuelo. Esta vez diciéndole adiós. Era solo imaginación, pero el cerebro no distingue del todo entre lo imaginado con intensidad y lo vivido. El abrazo imaginado sanó algo que el abrazo real nunca pudo dar.

Su madre también necesitó ayuda. Comenzó terapia de grupo con otras familias que habían perdido a alguien durante la pandemia. Allí descubrió que no estaba sola, que su dolor era compartido por miles, que había formas de honrar a los muertos sin quedarse atrapada en el pasado.

Juntos, Martín y su madre crearon un ritual nuevo. Cada año, en el aniversario de la muerte del abuelo, iban al arroyo donde solían hacer barcos de papel. Hacían uno especial, escribían en él un mensaje para Ernesto, y lo dejaban navegar río abajo. No era magia. No traía al abuelo de vuelta. Pero les daba un lugar donde depositar el amor que no habían podido entregar.


Martín estudió para ser enfermero. No fue casual. Quería estar del lado de adentro, donde su abuelo había estado, donde tantos habían muerto solos. Quería asegurarse de que nadie más muriera sin que alguien le tomara la mano, aunque fuera con guantes.

En su primer día en el hospital, conoció a un anciano que le recordó al abuelo Ernesto. El hombre estaba solo, sin familia, muriendo de algo que no era COVID pero que lo dejaba igual de aislado. Martín se sentó junto a él, le tomó la mano, y le habló de trenes, de pájaros, de viajes y despedidas.

El anciano murió esa noche, pero no murió solo.

A veces, el dolor no se resuelve. Se transforma. Se convierte en propósito, en memoria viva, en la decisión de que el sufrimiento propio sirva para aliviar el sufrimiento ajeno.

La tristeza de Martín no desapareció del todo. Probablemente nunca desaparecería. Pero aprendió a llevarla como se lleva una cicatriz: con respeto, sin vergüenza, sabiendo que es la marca de haber amado profundamente.

Y en las noches de primavera, cuando escuchaba el canto de los pájaros, ya no era solo tristeza lo que sentía. Era también gratitud. Porque el abuelo Ernesto le había enseñado a reconocerlos, y esa enseñanza era una forma de no haberse ido del todo.


Si eres un niño o un adulto que perdió a alguien sin despedirse, si la pandemia te robó ese último abrazo, quiero decirte algo que Martín tardó años en comprender:

El amor no necesita despedida para seguir existiendo.

No pudiste estar ahí. No fue tu culpa. Fue una tragedia colectiva, un terremoto invisible que separó a millones de personas de sus seres queridos. Pero el amor que sentías, ese amor sigue vivo en ti. Está en los recuerdos, en las lecciones que te dieron, en la forma en que te cambiaron.

Para sanar, tal vez necesites:

  • Permiso para llorar. El duelo no tiene calendario. Llora cuando lo necesites, sin vergüenza.
  • Crear rituales propios. Si no hubo funeral, crea tu propia ceremonia. Escribe una carta, planta un árbol, enciende una vela.
  • Hablar de ellos. No los entierres en el silencio. Cuenta sus historias. Pronuncia sus nombres.
  • Buscar ayuda profesional. La terapia no es señal de debilidad, sino de valentía. El duelo complicado es real y tratable.
  • Permitirte ser feliz. Ellos no querrían que vivieras en tristeza perpetua. Honra su memoria viviendo plenamente.

El abuelo Ernesto tenía razón: lo importante no es solo el viaje, sino las despedidas y los reencuentros. Si no pudiste despedirte entonces, puedes hacerlo ahora, a tu manera, en tu tiempo.

Y recuerda: ellos no murieron solos en su corazón. Llevaban tu amor con ellos, como un abrigo invisible contra el frío de esa soledad terrible.

Ese amor es más fuerte que cualquier virus, más duradero que cualquier cristal que nos separe.

Ese amor, al final, es lo único que queda. Y es suficiente.

(c) antonio capel riera

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