jueves, 16 de octubre de 2025

El Edén de los Secretos

Hay hoteles que guardan más secretos que las guerras que los rodearon. El Edén, levantado en las sierras cordobesas de Argentina a finales del siglo XIX, fue uno de ellos. Allí, entre copas de vino del Rin, valses vieneses y cabalgatas británicas, se mezclaron presidentes, poetas, aristócratas... y, según algunos, fugitivos del infierno nazi. Mi tío, ingeniero asturiano que trabajó allí antes y después de la Guerra Civil española, fue testigo de un lujo imposible y de un misterio que aún hoy huele a pólvora y perfume caro.


Mi tío Germán fumaba despacio, con esa parsimonia de quien ha visto demasiado y sabe que las palabras, como las balas, no regresan una vez disparadas. Era mayo del 73 cuando me contó la historia del Edén. Yo tenía veintitrés años y la suficiente curiosidad como para escuchar, la suficiente sensatez como para callar.

—En el 36 —dijo, y la brasa del cigarrillo le iluminó los ojos—, Asturias olía a pólvora y a desgracia. Yo era ingeniero de minas, buen profesional, de los que no faltan al trabajo ni muertos. Pero cuando una familia alemana me ofreció irme a Argentina, no lo pensé dos veces. La guerra se veía venir como se ve venir la tormenta en alta mar: inevitable, brutal, sin piedad para los que se queden en cubierta.

Se llamaban Ehlert. Heinrich y su mujer, que tenía ese tipo de elegancia aria que parece tallada en hielo. Eran los propietarios del Hotel Edén, en La Falda, provincia de Córdoba. Y aquello, muchacho, aquello no era un hotel. Era un sueño de mármol y cristal, un palacio que los europeos habían levantado en medio de las sierras como quien planta una bandera en territorio conquistado.

El Edén había abierto sus puertas en 1898, cuando el siglo todavía era joven y el mundo creía en el progreso. Doscientos cincuenta comensales cabían en el salón principal. Las arañas de Bohemia colgaban del techo como constelaciones domesticadas. Los pianos eran Steinway, las alfombras persas, las pinturas originales. Todo, absolutamente todo, había cruzado el Atlántico en barco: los muebles art nouveau, la cristalería de Baccarat, la platería inglesa, hasta los árboles del parque. Leones de mármol custodiaban una fuente mientras los jardines se extendían hacia las sierras con esa arrogancia serena de lo perfecto.

—¿Y la gente? —pregunté.

Mi tío sonrió. Era una sonrisa torcida, de las que esconden más de lo que muestran.

—La gente, sobrino, era lo de menos y lo de más. Presidentes argentinos: Roca, Figueroa Alcorta, Justo, Ortiz. Artistas: Darío recitando en el salón de lectura, Toscanini dirigiendo una orquesta privada, Berta Singerman haciendo llorar a señoras con perlas del tamaño de avellanas. Eduardo de Windsor, cuando todavía era príncipe de Gales, paseaba por el campo de golf como si las sierras cordobesas fueran su jardín de Sussex. Humberto de Saboya cazaba zorros al estilo británico, con jauría y corneta, mientras la aristocracia europea aplaudía con guantes blancos.

Hizo una pausa. Aplastó el cigarrillo en el cenicero con más fuerza de la necesaria.

—Einstein pasó una tarde. Tesla otra. No se alojaron, pero vinieron. El Edén era el sitio donde el mundo que importaba se daba cita. Y los argentinos... los argentinos verdaderos, no los de apellido europeo, esos apenas rozaban el umbral. Aquello era un enclave. Una Europa en miniatura, más selecta que París, más lujosa que Mónaco. Te lo juro por lo que más quieras: he estado en el Georges V, en el Ritz de Londres, en el Hermitage de Montecarlo. Ninguno, ninguno, alcanzaba el nivel del Edén.

Las noches, me contó, eran lo mejor y lo peor. Bailes de etiqueta rigurosa, todas las noches de temporada. Vino del Rin en copas de cristal tallado. Orquestas vienesas. Vestidos de París, esmóquines de Savile Row. La usina eléctrica propia iluminaba aquella burbuja de civilización mientras afuera, en el mundo real, la oscuridad avanzaba.

—Pero llegó el 45 —continuó mi tío, encendiendo otro cigarrillo—, y todo cambió sin cambiar. ¿Me entiendes? El hotel seguía siendo el mismo, las fiestas continuaban, pero los rostros... los rostros empezaron a ser otros.

Se levantó, fue hasta la ventana. La luz de la tarde le cortaba la silueta en dos mitades desiguales.

—Jerarcas nazis. Todos pasaron por allí. No de uno en uno: en procesión. Yo era ingeniero, no idiota. Empecé a atar cabos cuando ya había pasado una década. Los Ehlert hacían viajes. Viajes raros, a un pueblo del que nadie hablaba. La cocinera del hotel, que también me cocinaba a mí porque teníamos... digamos una amistad, me lo contó. Salían de madrugada, volvían al anochecer, con esa cara de quien acaba de cumplir con un deber sagrado.

—¿Hitler? —me atreví a preguntar.

Mi tío se giró. Su mirada era dura, de pedernal.

—Nunca lo vi. Pero en el Edén, muchacho, vi cosas que un ingeniero de minas asturiano no debería haber visto. Maletas que llegaban de noche. Hombres con cicatrices que hablaban un alemán demasiado correcto. Reuniones en habitaciones donde no entraba el servicio. Y sobre todo, demasiado dinero fluyendo para un hotel que, oficialmente, apenas sobrevivía en la posguerra.

Se terminó el whisky de un trago.

—Guardé secretos. Muchos. Porque en el Edén aprendí algo fundamental: hay lugares donde el lujo y la cultura son solo la fachada de mármol que oculta el sótano. Y lo que hay en el sótano, sobrino, es mejor dejarlo donde está. Enterrado. Como los leones de piedra que custodian fuentes que ya no manan.

Nunca más volvimos a hablar del tema. Mi tío murió en el 81, en Madrid, lejos de las sierras cordobesas. Pero a veces, cuando leo sobre ratlines nazis o sobre la Argentina de Perón, pienso en él. Pienso en el Hotel Edén. Pienso en que la historia, como los buenos hoteles, tiene habitaciones que nunca se abren al público.

Y que algunas puertas es mejor no forzarlas.

Porque detrás puede haber algo más que polvo y recuerdos.

Puede haber verdades que todavía muerden.

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