La cicatriz en mi brazo tiene forma de signo de interrogación. Durante años nadie la notó. Hasta que una enfermera en Potosí la reconoció y pronunció mi nombre con una voz que atravesó quince años de silencio.
Esta es la historia de Nadia, la única alumna de una escuela perdida en el altiplano boliviano. Y de cómo el destino, cuando quiere, cierra círculos que creíamos rotos para siempre.
Me destinaron como médico de la Cruz Roja Internacional a un pueblo perdido del altiplano boliviano. A más de tres mil metros de altura, el aire cortaba la garganta y el viento levantaba nubes de polvo que nunca descansaban.
La escuelita quedaba junto a la estación: un edificio de adobe con techo de lata que resonaba con cada ráfaga. El primer día me sorprendí. Solo una niña asistía a clase.
Se llamaba Nadia. Diez años, trenzas negras, ojos rasgados y un poncho de colores que contrastaba con la tierra parda del entorno. La maestra, cansada y resignada, me confesó que hacía tiempo pedía traslado a la capital. Sin embargo, allí seguía. Enseñando a una sola alumna.
Durante semanas observé a Nadia. Me conmovía su empeño, su forma de pronunciar cada palabra nueva como si descubriera el mundo. Vivía con sus padres —pastores de llamas— en una choza humilde donde el humo de la lumbre era el único lujo contra el frío.Una noche, mientras la ayudaba con las tareas a la luz de mi linterna, me dijo:
—Quiero ser médica. Para curar a los que viven lejos.
Aquel sueño, tan grande para un cuerpo tan pequeño, me desarmó.
Cuando terminé mi misión, hice lo posible para que las monjas del internado de la ciudad la acogieran. Me comprometí a pagar sus estudios hasta la universidad si era necesario. Con los años, mis obligaciones me alejaron del contacto, pero nunca del cariño.
Recibía informes: excelente alumna, estudia enfermería, se ha graduado, trabaja en un hospital. Luego supe que tenía novio. Y después, nada.
Silencio.
Quince años más tarde, el destino me devolvió a Bolivia. Esta vez como Director de Recursos Médicos del Altiplano. En una inspección a casi cuatro mil metros de altura sufrí una crisis respiratoria. Me ingresaron en el hospital de Potosí.
Entre las enfermeras hubo una que me miraba diferente. Me hablaba con suavidad, se reía de mis bromas. Cuando yo creía que su amabilidad era solo profesional, me dijo:
—Usted no me recuerda, ¿verdad?
—Me temo que no.
—Siempre me llamó la atención su cicatriz en el brazo. La que parece un signo de interrogación.
Entonces la reconocí, antes incluso de oír su nombre.
—¿Nadia…?
Ella asintió. Las lágrimas le brillaban en los ojos.
Había crecido. Tenía la misma mirada, pero ahora con un fondo de tristeza. Me contó su historia: el marido la golpeó, la dejó por otra. Tuvo que empezar de nuevo. Sola.
Yo también arrastraba mis ruinas. Un matrimonio roto, demasiadas ausencias, demasiados hospitales. Tal vez por eso nos entendimos sin palabras.
Durante mi convalecencia, Nadia y yo caminábamos al atardecer por el patio del hospital. Ella me enseñaba las constelaciones que se veían más nítidas que en ningún otro lugar del mundo. Decía que el aire frío ayudaba a recordar.
Cuando terminó mi estancia, la invité a venir conmigo a La Paz. A dirigir un programa sanitario. Dudó un instante. Luego sonrió.
—¿Y si esta vez cuido yo de usted, doctor?
Desde entonces, cada año volvemos al pequeño pueblo donde todo comenzó. En la vieja escuelita, hoy convertida en puesto médico, los niños aprenden a leer y a soñar con ser doctores. Nadia se encarga de ellos.
A veces la observo cuando se inclina sobre un cuaderno y sonríe a una niña de trenzas oscuras. Y siento que el tiempo, con todas sus heridas, al fin ha cerrado el círculo.
Porque la vida, como el altiplano al amanecer, puede parecer árida.
Hasta que alguien, con un solo gesto, le devuelve el color.
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