De cazadores de clientes a clientes cazados
Prometían dos mil euros al mes con apenas dos horas de móvil. Lo que parecía el negocio del siglo terminó convertido en un carnaval humano, donde cada clase era más un sainete que un curso de ventas.
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Crónica de un curso que prometía oro y nos dio carcajadas |
Me apunté a ese curso como quien compra un billete de lotería: con la ilusión de que, de pronto, la vida me iba a cambiar por arte de magia. El anuncio, colocado en redes sociales con colores chillones y un aire mesiánico, prometía que con solo dos horas al día, desde el móvil, se podían ganar 2.000 euros mensuales. ¡Dos horas! Y yo, que paso la mitad del día perdiendo el tiempo en ese condenado aparato, pensé: “Esto es la panacea, lo que Dios me debía desde hace tiempo”.
El primer día éramos unos treinta entusiastas, cada cual más crédulo que el otro. Con el correr de los meses, las bajas fueron cayendo como moscas y al final quedábamos apenas un puñado de veteranos, resistentes, obstinados, tal vez demasiado orgullosos para reconocer que habíamos mordido el anzuelo.
Las prácticas eran un espectáculo de sainete. Nos hacían simular llamadas y mensajes para captar clientes de una empresa que ni siquiera sabíamos a qué se dedicaba. Pero lo que de verdad llamaba la atención no era la técnica comercial, sino el zoológico humano que se formaba en aquellas videoconferencias.
Uno, calvo como una bombilla y sin dientes, hablaba de sus traumas de juventud más que de ventas. Una señora, que olvidaba con frecuencia apagar la cámara, nos regalaba la visión inesperada de sus pelos faciales y de unas batas floreadas dignas de un convento. Otro llevaba siempre colgada al cuello una cruz tamaño obispo, como si fuese a exorcizar a los clientes. Y había quien, en vez de vender, aprovechaba para desahogarse: contaba las desgracias del primo, los achaques de la suegra y los cuernos del vecino.
A ratos, más que un curso de ventas, parecía el patio de un psiquiátrico en versión telemática. Y sin embargo, allí seguíamos, aguantando estoicamente, unos por no tirar el dinero invertido y otros porque habían encontrado en esa tragicomedia su único entretenimiento semanal.
Al cabo de un año, yo ya había aprendido dos cosas: que no iba a ganar ni un euro —ni con dos, ni con veinte horas al día—, y que la verdadera riqueza era poder asistir a ese circo de personajes que, sin saberlo, me daban material para escribir un libro entero.
Al fin y al cabo, no capté ni un solo cliente, pero sí capturé algo más valioso: el retrato vivo de la ingenuidad humana, disfrazada de emprendedor digital.

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