El geranio del balcón
Hay gestos que no tienen sentido hasta que entiendes que el sentido nunca fue el punto. Esta es la historia de mi abuela, un geranio muerto y la lección más importante que he aprendido sobre la terquedad, la esperanza y esa costumbre absurdamente humana de seguir regando lo que parece perdido.
No dije nada. Uno aprende, después de cierta edad, que hay cosas que es mejor no decir. Que el silencio es una forma de cortesía, o de cobardía, según cómo se mire.
Mi abuela había llegado de Abanilla en 1962, embarazada de mi madre y con doscientas pesetas en el bolsillo. Primero vivió en un cuarto de azotea en Churra. Luego en una casa en el barrio de Vistalegre de Murcia. Finalmente, después de treinta años limpiando casas ajenas, este departamento: pequeño, en un quinto piso sin ascensor, pero suyo. El balcón daba a una calle ruidosa donde los coches frenaban en seco y los vendedores ambulantes gritaban ofertas que nadie necesitaba. Pero para ella era un palacio.
—Hoy amaneciste mejor —le dijo al geranio muerto aquella mañana.
Yo bebí mi café sin mirarla. Afuera, la ciudad rugía con su hambre perpetua.
Pasaron las semanas. El geranio se volvió más seco, más quebradizo, más obviamente muerto. Yo trabajaba desde casa, desde la pandemia, escribiendo artículos que nadie leía para revistas digitales que nadie recordaba. Mi abuela seguía con su rutina: levantarse a las seis, preparar el desayuno, regar las plantas. Todas las plantas. Incluida esa.
Una noche, mientras cenábamos en silencio—habíamos agotado hacía tiempo los temas de conversación que no nos incomodaban—, me armé de valor:
—Abuela, ese geranio del extremo... ya no tiene salvación.
Ella masticó despacio su patata cocida, mirando un punto indefinido de la pared.
—Eso lo dices tú —respondió finalmente, con una calma que delataba toda una filosofía de vida que yo jamás comprendería.
Mi abuela había enterrado a tres hijos. Dos en Abanilla, antes de venir a Murcia. Uno aquí, mi tío Carlos, de cáncer, a los cincuenta y dos años. Había visto morir al abuelo, a quien yo nunca conocí, en un accidente absurdo en una obra de construcción. Había sobrevivido a la Guerra Civil española. ¿Quién era yo para hablarle de salvación?
El geranio continuó su muerte pública durante otro mes. Yo lo miraba cada mañana con una mezcla de fascinación y horror, como se mira un accidente de tráfico. Era grotesco. Era hermoso. Era profundamente humano, aunque la humanidad en cuestión estuviera siendo desplegada hacia un vegetal difunto.
Entonces, un sábado, llegué de hacer las compras y el balcón estaba distinto. Tardé un momento en darme cuenta: faltaba el geranio.
—¿Lo tiraste? —pregunté, con una sorpresa que no esperaba sentir.
—Había que hacerlo —dijo ella, sin drama, pelando patatas para el almuerzo—. No soy tonta.
Pero aquella tarde la vi salir. Dijo que iba a la farmacia, pero no llevaba ninguna receta. La seguí desde la ventana mientras caminaba, con esa lentitud digna de los ochenta años, hacia el vivero de la esquina. Tardó cuarenta minutos en volver. Traía una bolsa de plástico negro. Adentro, un geranio nuevo, pequeño, de un rojo tan violento que parecía una afrenta a la modestia.
No dijo nada al pasar junto a mí. Salió al balcón. Lo plantó en la misma maceta, en el mismo lugar donde había estado el otro. Luego lo regó, despacio, y le habló en voz tan baja que no pude escuchar las palabras.
Esa noche, mientras lavábamos los platos, me atreví:
—¿Por qué lo regabas si sabías que estaba muerto?
Ella no levantó la vista del agua jabonosa.
—Porque si uno deja de regar lo que está muerto, se olvida de cómo regar lo que todavía puede vivir.
Guardamos silencio. Afuera, un coche tocó la bocina. Un perro ladró. La ciudad siguió siendo la ciudad.
Yo no dije nada más. Ella tampoco. Pero esa noche, antes de dormir, salí al balcón y toqué con la punta de los dedos las hojas del geranio nuevo. Estaban frescas. Vivas. Llenas de esa terquedad inexplicable que hace que las cosas crezcan incluso en los lugares más imposibles.
Como mi abuela. Como todos nosotros, regando sin esperanza lo que creemos perdido, solo para descubrir que el gesto mismo es lo único que nos mantiene humanos.

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