Crónica melillense con olor a perfume y un teniente demasiado depilado
Cuando el coronel Antonio Martínez, veterano de mil maniobras y padre de nueve hijos, recibe orden de traslado a Madrid, decide llevarse consigo a su asistente Pedrito, que no solo cocina, lava y manda, sino que además es... maricón. El problema comienza cuando el teniente Carrasco, que compartía fogones (y algo más) con Pedrito, también quiere ir a Madrid. Pero el coronel tiene una regla de oro: "¡En mi casa con un maricón basta!"
En el Cuartel General de Melilla, mientras los cañones dormitan y las banderas flamean con desgana, el coronel Antonio Martínez, héroe de maniobras, entusiasta del rancho reglamentario y padre prolífico de nueve criaturas —todas reconocidas, para asombro del Registro Civil—, cabecea plácidamente en su sillón de cuero, con el cinturón abierto y un regusto a cordero moruno aún bailándole en el paladar.
En la mesa, aún humea un coñac de cortesía y un puro sin encender decora una esquina como símbolo fálico de autoridad. Pero el coronel está melancólico. Melilla se le queda chica, y Madrid lo espera con sus atascos, sus tertulias de cuñados y sus nostalgias africanas. En la sala, un pandemónium de cajas, medallas, cabezas de gacela disecadas y una colección incompleta de Hola descansa sobre los muebles, esperando destino.
Lo único que no está empacado es Pedrito.
Pedrito no es un adorno. Pedrito es la columna vertebral de la casa. Una mezcla de asistente, niñera, cocinero, lavandero y consejero con alma de vedette. Tiene muñeca para la repostería y cintura para la rumba. Es, en palabras del propio coronel: “más eficaz que toda la Intendencia del Regimiento y más decorativo que la Patrulla Águila”.
Esa tarde, mientras la señora del coronel se pierde en busca de recuerdos y rebajas, Maruchi, la hija mayor, que tiene 20 años, vocación dramática y algo de ansias, aprovecha la tregua para citar al teniente Carrasco, un oficial de aspecto escultórico, con barba bien delineada, abdominales de desfile y un sospechoso interés en los productos de cosmética coreana.
—¿Qué haces mañana? —le pregunta ella en un susurro que huele a mandarina y pecado.
—Te pienso... y desayuno —responde el teniente mientras su loción Old Spice invade el cuarto de baño del Pabellón de Oficiales, lugar sagrado donde se consumará la despedida.
Maruchi se pega a él como lapa al rompeolas. Le admira el cutis, le palpa los pectorales y, entre jadeo y jadeo, pregunta:
—¿Y Pedrito?
—¿Qué Pedrito ni qué ocho cuartos? ¡Masajéame, anda!
Mientras tanto, en la sala, el coronel bosteza, abre un ojo, masculla algo entre dientes y de pronto golpea con energía la mesa.
—¡Pedrito se viene a la península! —proclama, como si acabara de recuperar Ceuta.
Lo llama con tono marcial.
—¿Te vendrías a Madrid, criatura?
—Mi coronel... con usted hasta el fin del mundo —responde Pedrito, poniendo cara de folclórica en zambra.
—Te conseguiré un pase especial. Oficialmente seguirás siendo “agregado logístico del entorno doméstico”.
El coronel cierra los ojos satisfecho. “Un maricón eficiente vale más que tres parientes inútiles”, piensa con sabiduría ancestral.
Cuando Maruchi, más despeinada que convencida, regresa a casa, le suelta al teniente la bomba:
—Pedrito se viene con nosotros.
Carrasco, que ya se había visualizado heredando el control del fogón familiar, palidece. Se sube la bragueta y corre a hablar con el coronel como si lo hubieran ascendido.
—Mi coronel... solicito destino en Madrid.
El coronel lo mira de arriba abajo, en especial la depilación tipo legionario ibicenco.
—¿Ves el Peñón? —le señala por la ventana—. Cuando los ingleses nos lo devuelvan, te vienes conmigo.
—Pero... ¿por qué, mi coronel?
—¡Porque con un maricón en casa basta, teniente! ¡Y Pedrito llegó primero!
(Cualquier parecido con la realidad es culpa de la realidad, que insiste en parecerse a mis cuentos. Esto es pura ficción, ¡aunque ya sabemos que la vida a veces se pasa de creativa!)