El sol caía a plomo sobre el aeródromo, tiñendo de naranja el paisaje murciano. Laura, veterana paracaidista con más de doscientos saltos a sus espaldas, revisaba su equipo por enésima vez. A su lado, Isidro, un novato con entusiasmo desbordado y sudor frío en la frente, ajustaba su arnés con manos temblorosas.
Bartolomé, el instructor, los observaba en silencio. Llevaba años en el oficio, tantos como para que su barba cana ya no fuera un símbolo de edad, sino de autoridad. Cuando habló, su voz fue serena, casi didáctica.
—Recuerda, Isidro: aquí no hay sitio para la improvisación ni para encomendarse a la suerte. Minimizar al Jesús, como decimos nosotros. No es cuestión de fe, sino de método. Confía en tu entrenamiento, en tu equipo… no en los milagros. La estadística es tozuda: en toda actividad de riesgo, el error ronda siempre. Nuestra misión es mantenerlo lejos.
Isidro asintió, aún digiriendo el peso de esas palabras. Laura repasaba mentalmente cada paso del protocolo: comprobación del paracaídas principal y de reserva, estado de las cintas, altímetro, disparador automático. Sabía bien que la mayoría de los fallos no ocurren en el aire, sino en tierra, por rutina, por exceso de confianza.
Una vez a bordo de la avioneta, el motor rugía más fuerte que los pensamientos. Laura verificó que Isidro estuviera bien sujeto, repasó con él la posición de salida y las señales manuales. A la altura de salto, Bartolomé gritó:
—¡Adelante!
Isidro saltó al vacío. El viento le golpeó el rostro como un bautismo. Recordó la voz de su instructor: posición arqueada, brazos y piernas extendidos. Laura saltó tras él, manteniéndolo siempre a la vista.
En caída libre, los protocolos cobraron vida: altímetro, orientación, estabilidad. A los mil metros, la señal. Isidro tiró de la anilla. El paracaídas se abrió con un chasquido seco, frenando la caída con un tirón violento. Isidro exhaló, por fin.
Pero aún no había terminado. El viento cambiaba y la zona de aterrizaje parecía menguar desde el cielo. Laura, con reflejos curtidos por la experiencia, comunicó a Bartolomé las condiciones y ajustó el rumbo. Señaló a Isidro cómo compensar. Aterrizar es un arte. Exige calma. Precisión. Y cabeza fría.
Pisaron tierra a pocos metros del punto marcado. Bartolomé los esperaba con una media sonrisa.
—Lo habéis hecho bien. La preparación, la disciplina y el respeto por el riesgo son vuestros mejores aliados. El Jesús se queda en tierra, en el campo de la fe. Aquí arriba volamos con la seguridad de la razón.
Isidro, exhausto pero eufórico, comprendió entonces qué significaba minimizar al Jesús. No era una cuestión de creencias. Era un acto de responsabilidad. Porque en el cielo, cuando se trata de vivir, lo más seguro es confiar en lo que uno ha hecho bien en tierra.
Publicado en el Blog de Tony Capel Riera
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