Desde que nació, la pequeña Clara fue el sol que iluminó los días del abuelo Joaquín. Cuando su madre, joven y desbordada, salía a trabajar, era él quien le preparaba los biberones con mimo, quien le cantaba nanas en voz baja mientras la acunaba contra su pecho cansado. Le daba los yogures con cucharaditas lentas, como si cada una fuera una caricia más. En las siestas, la niña dormía sobre su pecho, y él juraba que no había paz mayor en el mundo que sentir ese cuerpecito confiado y tibio entregado a sus brazos.
Crecieron juntos, aunque él envejecía. Clara comenzó a hablar, a leer, a preguntar por qué los árboles se movían cuando hacía viento o si la luna se podía bajar del cielo. Él respondía a todo con paciencia de abuelo. Entre ellos no había secretos, solo complicidad, ternura y una alegría profunda que no necesitaba palabras.
Pero los adultos, con sus rencores y heridas mal cerradas, se encargaron de ensuciar esa pureza. La madre de Clara, rota por dentro, comenzó a discutir con el padre de la niña. Joaquín, que intentó calmar las aguas, acabó por tomar partido sin querer: defendió al yerno. Fue su perdición. Su hija, herida y desconfiada, no se lo perdonó.
Primero, le prohibió entrar a la casa. Después, le dijo que no podía ir a recoger a la niña al colegio. Finalmente, ni siquiera le permitió acercarse a la verja de la entrada. “No quiero que la confundas”, le dijo un día, sin mirarlo a los ojos.
Joaquín no discutió. Nunca lo hacía. Pero su corazón se fue encogiendo.
Desde entonces, cada mañana, caminaba hasta la reja que separaba el patio del colegio de la acera. Allí, entre los barrotes, esperaba. A las nueve en punto, Clara salía corriendo entre risas, miraba a los lados… y cuando lo veía, su rostro se iluminaba como si la primavera le brotara por dentro.
Unos segundos. Apenas medio minuto. Luego, una monitora la llamaba y Clara se despedía con una mirada que partía el alma.
Así, pasaron meses. Desde que tenía siete años hasta ahora, que estaba por cumplir diez. Y Clara comenzaba a entender. Empezaba a preguntar por qué no podía ir a casa del abuelo, por qué su madre se enojaba si mencionaba su nombre, por qué tenía que hablar con él como si fueran presos separados por una reja.
El abuelo nunca contestaba esas preguntas. Solo sonreía con tristeza y le apretaba la mano con ternura.
Joaquín no respondió. No podía. Solo le acarició la punta de los dedos, mientras la lluvia se confundía con sus lágrimas.
Y allí siguió yendo, cada día. Aquel abuelo que crió con amor a su nieta, resignado a mirar desde la calle cómo crecía. Y aunque los barrotes le parecían de cárcel, se consolaba con esos breves segundos en los que una pequeña mano atravesaba el metal frío para recordarle que, a pesar de todo, el amor seguía vivo.
Y ese amor, él lo sabía, ningún adulto podría arrancarlo.
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