domingo, 8 de junio de 2025

La Confianza de los Sábados




A veces, la vida de quienes parecen haberlo conseguido todo se va deshaciendo en silencio. Este relato nos acerca al alma de un hombre hecho a sí mismo, atrapado entre sus logros y su soledad. No hay héroes ni villanos, solo seres humanos intentando ser queridos por lo que son… y no por lo que tienen.


Nadie hubiera apostado por él. Ni sus padres, ni los profesores del instituto nocturno al que asistía cuando tenía ganas. Hijo de agricultores, creció con más sol que libros y más silencio que consejos. Su cultura cabía en un cuaderno de caligrafía y dos refranes heredados. Pero Juan, al que en el polígono llamaban "el Enano", más por costumbre por ser bajito que por crueldad, no necesitó que nadie apostara por él.

Bastó con que se encerrara quince horas al día en un taller húmedo, primero como aprendiz y luego como dueño.

A los veinte ya moldeaba plástico con una destreza que asombraba a ingenieros. A los veinticinco, sus moldes duplicaban la producción de empresas mayores que la suya. No tenía títulos, pero su cabeza funcionaba con la precisión de una sierra industrial. Trabajaba, ganaba, y con eso bastaba.

Cuando empezó a ganar dinero, las cosas se torcieron. Nunca se sintió parte de los que tienen. En cenas con empresarios se sentaba torpe, desentonando con sus modales campesinos. Sospechaba que se reían de él a espaldas —y a veces lo hacían—. Eso lo volvió desconfiado. Se acostumbró a pensar que todo el mundo quería algo.

Primero fueron las motos. Luego los coches. Después un BMW, un Ducati, un Porsche, y una mujer que se le metió en la vida como se meten las piedras en el zapato: sin avisar y molestando cada vez más. Con ella tuvo dos hijos, una casa, dos perros y seis infidelidades.

En los noventa se puso de moda buscar fuera lo que aquí ya no sorprendía. Juan viajó: Rusia, Ucrania, Cuba. Probó. Comparó. Y eligió. Una cubana de sonrisa dulce y caderas anchas que le juró amor eterno en un hotel de Varadero.

Se casó de nuevo. También con ella tuvo hijos. Y con ellos, con el tiempo, llegaron los roces. Las comparaciones. Las disputas silenciosas sobre quién merecía más. Aún no había testamento, pero ya se vislumbraban las trincheras. Cada visita, cada llamada, cada gesto estaba teñido de cálculo. Juan lo notaba. Y se cerraba más.

Vinieron más propiedades, relojes caros, motos que ni usaba. Pero algo había cambiado. Ya no dormía bien. Empezó a mirar con recelo a todos: a sus hijos, a su nueva esposa, a los cuñados, a los socios. Nadie lo quería sin dinero. Y él lo sabía.

El único lugar donde respiraba era en un apartamento que usaba para sus escapadas, al que iba cada sábado, sin excepción. Allí lo esperaba Carmen, una ecuatoriana de ojos cansados que le limpiaba el piso y le preparaba café sin azúcar.

Hablaban. Mucho. De cosas que jamás compartía con su familia. Ella no opinaba, solo escuchaba. Y con eso, Juan sentía que no todo estaba podrido.

Una tarde, mientras miraban por la ventana cómo llovía sobre el asfalto, Juan dijo sin pensarlo:

—Carmen, ¿y si me vengo a vivir aquí contigo?

Ella no respondió. Secó la taza, la colocó en el mueble y lo miró sin expresión.

Él tampoco volvió a repetir la pregunta.

El sábado siguiente no apareció. Ni el otro. Ni el otro.

Nadie supo qué decidió. Tal vez ni él lo supo.
Solo que, en algún rincón de la ciudad,
una taza quedó servida,
y un hombre bajo, cansado de ser alto en todo,
seguía buscando a oscuras
el lugar donde pudiera, al fin,
dejar de ser querido por lo que tenía
y empezar a ser recordado por lo que callaba.

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