jueves, 12 de junio de 2025

Un saludo a escondidas


Luz tiene cinco años. Sus ojitos, grandes como almendras, lo dicen todo. Hablan sin palabras. Guardan preguntas que aún no sabe cómo formular, pero que duelen.

Desde hace un tiempo, su abuelo ya no va a recogerla al colegio ni la espera en la puerta con un zumito en la mano. Tampoco la lleva al parque ni le cuenta historias de cuando era pequeño en un pueblo lejano donde los perros hablaban y los árboles bailaban con el viento.

Ahora, si lo ve, es de casualidad. A veces lo sorprende parado a lo lejos, tras una verja, fingiendo mirar el cielo, cuando en realidad solo espera verla a ella. Luz lo sabe. Y entonces, mientras su madre habla con otra madre, o cuando cruza la calle de la mano de ella, muy bajito, apenas alzando los dedos, le hace un saludo diminuto, secreto, como un suspiro con forma de manita.

Él se lleva la mano al pecho. Sonríe con los ojos humedecidos. Y cuando Luz se gira un instante, sopla besos con su manita, como si fueran mariposas que volaran hasta su abuelo. Lo hace rápido, que no se note, para que mamá no se enfade otra vez.

A esa edad, una niña no entiende de rencores ni de discusiones de adultos. Solo sabe que quiere a su abuelo. Y que no puede decirlo muy alto.

Pero el amor verdadero no necesita permiso. Se escapa por las rendijas del alma. Como esos besos que Luz lanza al viento, soñando que algún día, de nuevo, podrá correr hacia los brazos que más seguridad le han dado en la vida.

Por Tony Capel Riera


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