jueves, 12 de junio de 2025

Un saludo a escondidas


Luz tiene cinco años. Sus ojitos, grandes como almendras, lo dicen todo. Hablan sin palabras. Guardan preguntas que aún no sabe cómo formular, pero que duelen.

Desde hace un tiempo, su abuelo ya no va a recogerla al colegio ni la espera en la puerta con un zumito en la mano. Tampoco la lleva al parque ni le cuenta historias de cuando era pequeño en un pueblo lejano donde los perros hablaban y los árboles bailaban con el viento.

Ahora, si lo ve, es de casualidad. A veces lo sorprende parado a lo lejos, tras una verja, fingiendo mirar el cielo, cuando en realidad solo espera verla a ella. Luz lo sabe. Y entonces, mientras su madre habla con otra madre, o cuando cruza la calle de la mano de ella, muy bajito, apenas alzando los dedos, le hace un saludo diminuto, secreto, como un suspiro con forma de manita.

Él se lleva la mano al pecho. Sonríe con los ojos humedecidos. Y cuando Luz se gira un instante, sopla besos con su manita, como si fueran mariposas que volaran hasta su abuelo. Lo hace rápido, que no se note, para que mamá no se enfade otra vez.

A esa edad, una niña no entiende de rencores ni de discusiones de adultos. Solo sabe que quiere a su abuelo. Y que no puede decirlo muy alto.

Pero el amor verdadero no necesita permiso. Se escapa por las rendijas del alma. Como esos besos que Luz lanza al viento, soñando que algún día, de nuevo, podrá correr hacia los brazos que más seguridad le han dado en la vida.

Por Tony Capel Riera


martes, 10 de junio de 2025

Cuestión de fe

Por Tony Capel Riera


En el mundo de la medicina no todo es ciencia. A veces, los diagnósticos conviven con la ironía, los dolores con las carcajadas, y los pacientes nos enseñan más que los manuales. Este es uno de esos casos reales, convertido en relato con humor, sabiduría popular y una monjita con más agallas que muchos soldados.


En mi larga vida profesional —y más aún en mi clínica— he aprendido que el cuerpo humano es una criatura caprichosa, pero el espíritu… ah, el espíritu es una bestia mucho más complicada.

Recuerdo, entre tantas visitas memorables, a una monjita diminuta que apareció un día, retorcida por el dolor. Caminaba como si llevara un clavo de Cristo en el pie, y al quitarse el hábito del zapato —con más pudor que rapidez— vimos que, efectivamente, una uña se le había encarnado como si quisiera hacer penitencia por su cuenta.

La buena hermana no dejaba que nadie se le acercara al pie sin gritar como si estuviera en pleno martirio. Intentando suavizar la escena, recurrí a una de mis frases de consuelo ya probadas, mezcla de ironía y fe, que me había funcionado con algún que otro devoto con baja tolerancia al dolor.

—Hermana —le dije con mi mejor tono de facultativo sabio—, no se queje tanto. Piense que su Jefe ya sufrió más... en la cruz.

Ella me miró con ojos llorosos, pero no por la emoción religiosa ni el dolor. Me miró como solo las monjas saben mirar: entre la paciencia de los santos y el fastidio de las que han pasado ya por muchas misas.

—Ya lo sé, doctor —respondió—, pero Él fue una tarde… ¡yo llevo un mes así!

Y en ese instante comprendí que ni los Evangelios ni la ciencia tienen cura para la uña del dedo gordo cuando se empecina en clavarse en la carne... Y que el humor es, probablemente, la única medicina que no se prescribe con receta.



lunes, 9 de junio de 2025

El cielo y la estadística: minimizar al Jesús

En el mundo del paracaidismo, donde el aire es un aliado caprichoso y el margen de error se mide en segundos, hay una máxima que no se aprende en los libros: "Minimizar al Jesús". Este relato narra una experiencia realista y emocionante desde el Aeródromo, donde el rigor y la preparación vencen a la superstición.

El sol caía a plomo sobre el aeródromo, tiñendo de naranja el paisaje murciano. Laura, veterana paracaidista con más de doscientos saltos a sus espaldas, revisaba su equipo por enésima vez. A su lado, Isidro, un novato con entusiasmo desbordado y sudor frío en la frente, ajustaba su arnés con manos temblorosas.

Bartolomé, el instructor, los observaba en silencio. Llevaba años en el oficio, tantos como para que su barba cana ya no fuera un símbolo de edad, sino de autoridad. Cuando habló, su voz fue serena, casi didáctica.

—Recuerda, Isidro: aquí no hay sitio para la improvisación ni para encomendarse a la suerte. Minimizar al Jesús, como decimos nosotros. No es cuestión de fe, sino de método. Confía en tu entrenamiento, en tu equipo… no en los milagros. La estadística es tozuda: en toda actividad de riesgo, el error ronda siempre. Nuestra misión es mantenerlo lejos.

Isidro asintió, aún digiriendo el peso de esas palabras. Laura repasaba mentalmente cada paso del protocolo: comprobación del paracaídas principal y de reserva, estado de las cintas, altímetro, disparador automático. Sabía bien que la mayoría de los fallos no ocurren en el aire, sino en tierra, por rutina, por exceso de confianza.

Una vez a bordo de la avioneta, el motor rugía más fuerte que los pensamientos. Laura verificó que Isidro estuviera bien sujeto, repasó con él la posición de salida y las señales manuales. A la altura de salto, Bartolomé gritó:

—¡Adelante!

Isidro saltó al vacío. El viento le golpeó el rostro como un bautismo. Recordó la voz de su instructor: posición arqueada, brazos y piernas extendidos. Laura saltó tras él, manteniéndolo siempre a la vista.

En caída libre, los protocolos cobraron vida: altímetro, orientación, estabilidad. A los mil metros, la señal. Isidro tiró de la anilla. El paracaídas se abrió con un chasquido seco, frenando la caída con un tirón violento. Isidro exhaló, por fin.

Pero aún no había terminado. El viento cambiaba y la zona de aterrizaje parecía menguar desde el cielo. Laura, con reflejos curtidos por la experiencia, comunicó a Bartolomé las condiciones y ajustó el rumbo. Señaló a Isidro cómo compensar. Aterrizar es un arte. Exige calma. Precisión. Y cabeza fría.

Pisaron tierra a pocos metros del punto marcado. Bartolomé los esperaba con una media sonrisa.

—Lo habéis hecho bien. La preparación, la disciplina y el respeto por el riesgo son vuestros mejores aliados. El Jesús se queda en tierra, en el campo de la fe. Aquí arriba volamos con la seguridad de la razón.

Isidro, exhausto pero eufórico, comprendió entonces qué significaba minimizar al Jesús. No era una cuestión de creencias. Era un acto de responsabilidad. Porque en el cielo, cuando se trata de vivir, lo más seguro es confiar en lo que uno ha hecho bien en tierra. 

Publicado en el Blog de Tony Capel Riera




domingo, 8 de junio de 2025

La Confianza de los Sábados




A veces, la vida de quienes parecen haberlo conseguido todo se va deshaciendo en silencio. Este relato nos acerca al alma de un hombre hecho a sí mismo, atrapado entre sus logros y su soledad. No hay héroes ni villanos, solo seres humanos intentando ser queridos por lo que son… y no por lo que tienen.


Nadie hubiera apostado por él. Ni sus padres, ni los profesores del instituto nocturno al que asistía cuando tenía ganas. Hijo de agricultores, creció con más sol que libros y más silencio que consejos. Su cultura cabía en un cuaderno de caligrafía y dos refranes heredados. Pero Juan, al que en el polígono llamaban "el Enano", más por costumbre por ser bajito que por crueldad, no necesitó que nadie apostara por él.

Bastó con que se encerrara quince horas al día en un taller húmedo, primero como aprendiz y luego como dueño.

A los veinte ya moldeaba plástico con una destreza que asombraba a ingenieros. A los veinticinco, sus moldes duplicaban la producción de empresas mayores que la suya. No tenía títulos, pero su cabeza funcionaba con la precisión de una sierra industrial. Trabajaba, ganaba, y con eso bastaba.

Cuando empezó a ganar dinero, las cosas se torcieron. Nunca se sintió parte de los que tienen. En cenas con empresarios se sentaba torpe, desentonando con sus modales campesinos. Sospechaba que se reían de él a espaldas —y a veces lo hacían—. Eso lo volvió desconfiado. Se acostumbró a pensar que todo el mundo quería algo.

Primero fueron las motos. Luego los coches. Después un BMW, un Ducati, un Porsche, y una mujer que se le metió en la vida como se meten las piedras en el zapato: sin avisar y molestando cada vez más. Con ella tuvo dos hijos, una casa, dos perros y seis infidelidades.

En los noventa se puso de moda buscar fuera lo que aquí ya no sorprendía. Juan viajó: Rusia, Ucrania, Cuba. Probó. Comparó. Y eligió. Una cubana de sonrisa dulce y caderas anchas que le juró amor eterno en un hotel de Varadero.

Se casó de nuevo. También con ella tuvo hijos. Y con ellos, con el tiempo, llegaron los roces. Las comparaciones. Las disputas silenciosas sobre quién merecía más. Aún no había testamento, pero ya se vislumbraban las trincheras. Cada visita, cada llamada, cada gesto estaba teñido de cálculo. Juan lo notaba. Y se cerraba más.

Vinieron más propiedades, relojes caros, motos que ni usaba. Pero algo había cambiado. Ya no dormía bien. Empezó a mirar con recelo a todos: a sus hijos, a su nueva esposa, a los cuñados, a los socios. Nadie lo quería sin dinero. Y él lo sabía.

El único lugar donde respiraba era en un apartamento que usaba para sus escapadas, al que iba cada sábado, sin excepción. Allí lo esperaba Carmen, una ecuatoriana de ojos cansados que le limpiaba el piso y le preparaba café sin azúcar.

Hablaban. Mucho. De cosas que jamás compartía con su familia. Ella no opinaba, solo escuchaba. Y con eso, Juan sentía que no todo estaba podrido.

Una tarde, mientras miraban por la ventana cómo llovía sobre el asfalto, Juan dijo sin pensarlo:

—Carmen, ¿y si me vengo a vivir aquí contigo?

Ella no respondió. Secó la taza, la colocó en el mueble y lo miró sin expresión.

Él tampoco volvió a repetir la pregunta.

El sábado siguiente no apareció. Ni el otro. Ni el otro.

Nadie supo qué decidió. Tal vez ni él lo supo.
Solo que, en algún rincón de la ciudad,
una taza quedó servida,
y un hombre bajo, cansado de ser alto en todo,
seguía buscando a oscuras
el lugar donde pudiera, al fin,
dejar de ser querido por lo que tenía
y empezar a ser recordado por lo que callaba.

viernes, 6 de junio de 2025

LOS BARROTES DEL PATIO


En este relato breve y conmovedor, exploramos una historia realista que podría estar ocurriendo en cualquier rincón del mundo: la de un abuelo que crió a su nieta con todo el amor del que fue capaz, y que, por los conflictos adultos ajenos a su voluntad, se ve apartado de ella. Aun así, cada día, fiel como un rito sagrado, acude al colegio donde estudia la niña. Solo unos segundos de contacto entre barrotes le bastan para seguir adelante. Un testimonio de amor incondicional, de ternura y de silenciosa resignación. Una historia que duele, pero también abraza. 

Desde que nació, la pequeña Clara fue el sol que iluminó los días del abuelo Joaquín. Cuando su madre, joven y desbordada, salía a trabajar, era él quien le preparaba los biberones con mimo, quien le cantaba nanas en voz baja mientras la acunaba contra su pecho cansado. Le daba los yogures con cucharaditas lentas, como si cada una fuera una caricia más. En las siestas, la niña dormía sobre su pecho, y él juraba que no había paz mayor en el mundo que sentir ese cuerpecito confiado y tibio entregado a sus brazos.

Crecieron juntos, aunque él envejecía. Clara comenzó a hablar, a leer, a preguntar por qué los árboles se movían cuando hacía viento o si la luna se podía bajar del cielo. Él respondía a todo con paciencia de abuelo. Entre ellos no había secretos, solo complicidad, ternura y una alegría profunda que no necesitaba palabras.

Pero los adultos, con sus rencores y heridas mal cerradas, se encargaron de ensuciar esa pureza. La madre de Clara, rota por dentro, comenzó a discutir con el padre de la niña. Joaquín, que intentó calmar las aguas, acabó por tomar partido sin querer: defendió al yerno. Fue su perdición. Su hija, herida y desconfiada, no se lo perdonó.

Primero, le prohibió entrar a la casa. Después, le dijo que no podía ir a recoger a la niña al colegio. Finalmente, ni siquiera le permitió acercarse a la verja de la entrada. “No quiero que la confundas”, le dijo un día, sin mirarlo a los ojos.

Joaquín no discutió. Nunca lo hacía. Pero su corazón se fue encogiendo.

Desde entonces, cada mañana, caminaba hasta la reja que separaba el patio del colegio de la acera. Allí, entre los barrotes, esperaba. A las nueve en punto, Clara salía corriendo entre risas, miraba a los lados… y cuando lo veía, su rostro se iluminaba como si la primavera le brotara por dentro.

—¡Abuelo! —gritaba, metiendo la mano entre los barrotes.
—¡Mi niña! —respondía él, y le cogía la mano como si fuera un tesoro.
—Te quiero mucho, abuelo.
—Y yo a ti, más de lo que imaginas.

Unos segundos. Apenas medio minuto. Luego, una monitora la llamaba y Clara se despedía con una mirada que partía el alma.

Así, pasaron meses. Desde que tenía siete años hasta ahora, que estaba por cumplir diez. Y Clara comenzaba a entender. Empezaba a preguntar por qué no podía ir a casa del abuelo, por qué su madre se enojaba si mencionaba su nombre, por qué tenía que hablar con él como si fueran presos separados por una reja.

El abuelo nunca contestaba esas preguntas. Solo sonreía con tristeza y le apretaba la mano con ternura.

Una tarde, mientras lloviznaba y las hojas mojadas crujían bajo sus pies, Clara no quiso soltarse de los barrotes.
—No es justo, abuelo. No es justo lo que hacen contigo.
Él tragó saliva.
—Lo importante, Clara, es que tú estás bien. Eso me basta.
—Pero a mí no me basta —dijo la niña, con los ojos enrojecidos—. Yo quiero estar contigo.

Joaquín no respondió. No podía. Solo le acarició la punta de los dedos, mientras la lluvia se confundía con sus lágrimas.

Y allí siguió yendo, cada día. Aquel abuelo que crió con amor a su nieta, resignado a mirar desde la calle cómo crecía. Y aunque los barrotes le parecían de cárcel, se consolaba con esos breves segundos en los que una pequeña mano atravesaba el metal frío para recordarle que, a pesar de todo, el amor seguía vivo.

Y ese amor, él lo sabía, ningún adulto podría arrancarlo.

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martes, 3 de junio de 2025

El Día de la Suelta – Un instante eterno entre cielo, mar y naranjos




"Dicen que uno nunca olvida su primer amor. Yo digo que tampoco olvida su suelta."

— Testimonio de piloto


Hay días que se graban con tinta indeleble en la memoria. Para un piloto, la suelta —ese primer vuelo en solitario— es uno de ellos. Una experiencia única, imposible de olvidar. Es el momento en que el instructor te dice: “Ahora es todo tuyo”, y de pronto el cielo entero queda bajo tu responsabilidad.

Lo mío fue en Albalat, un rincón encantado de Valencia, rodeado de naranjos, con la Albufera a un lado y el mar al fondo. El olor a azahar, la brisa salada, y ese avión ligero que parecía esperarme desde siempre.

Recuerdo cada segundo: las manos sudadas sobre los mandos, el rugido del motor, el temblor del alma al despegar… y luego, el silencio del cielo solo para mí. No había instructor, ni copiloto, ni voz que guiara mis dudas. Solo mis decisiones, mi juicio y ese zumbido suave que me decía: “Ahora sí, eres piloto”.

Aterrizar fue casi tan mágico como despegar. No por lo técnico, sino por lo simbólico. Al tocar tierra, supe que había cambiado. Que una puerta se había abierto para siempre.

Por eso lo comparo con el primer amor: no importa cuántos vuelos vengan después, la suelta siempre será el día más puro y valiente de todos.


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