martes, 26 de agosto de 2025

Una generación confundida y decepcionada

Nuestros padres, con un sueldo de obrero, tres hijos, una mujer en casa y un cochecito que apenas subía cuestas, compraban piso, coche y veraneaban en la playa. Todo con recibos en pesetas que se podían pagar sin ahogarse.


Nosotros, los hijos brillantes, crecimos creyendo en la religión del “estudia y serás alguien”. Y estudiamos. Vaya si estudiamos: carreras, másteres, doctorados, inglés, alemán, chino mandarín y hasta cursillos de risoterapia. Y al final… seguimos en casa, durmiendo en la misma habitación donde antes colgaban pósters de Iron Maiden o Chiquititas.Ellos, con 30 años, hipotecados pero tranquilos, criando familia y con coche en el garaje. Nosotros, con 30 años, hipotecados a los padres, criando frustraciones y con patinete eléctrico.

La sátira se cuenta sola: antes con un sueldo humilde se vivía; hoy con dos sueldos dignos apenas sobrevives. Antes se tenían tres hijos; hoy tienes tres suscripciones: Netflix, Spotify y Amazon. Antes se viajaba a Benidorm; hoy subes fotos de Tailandia… aunque luego no puedas pagar la luz.

La generación de nuestros padres soñaba con que sus hijos vivieran mejor. Nosotros soñamos con llegar a fin de mes. Ellos pensaban en un coche nuevo; nosotros en un psicólogo barato.

Lo que antes era “progreso” hoy es un chiste cruel. Y lo peor es que seguimos repitiendo como loros que “lo importante es ser feliz”. Sí, claro… feliz, pero en casa de mamá, con wifi gratis y croquetas caseras.

Una generación confundida, decepcionada y… de premio consuelo: con mucho desarrollo personal. Eso sí, muy mindfulness, muy coach y muy “serás lo que quieras ser”. Pero sin casa, sin hijos y sin futuro.
La caricatura de un progreso que nunca llegó.

jueves, 7 de agosto de 2025

El Quick Silver que hizo un looping sin piloto


(O la vez que un ultraligero decidió volar sin humanos de por medio)

Los que hemos tenido un Quick Silver sabemos que ese avión es más noble que muchos cuñados. Es como ese perro viejo que no muerde a nadie, pero que si te descuidas te roba el jamón. Fácil de volar, agradecido en el aire, sin vicios y, para colmo, fotogénico. Yo tuve dos: uno con alma de cometa (vela simple) y otro más completito, el MXII, que me regaló momentos de vuelo tan puros como un vino sin sulfatos.

Pero lo que voy a contar hoy no me pasó a mí —ojalá—, sino a un francés despistado cerca del Mar Menor, en una pista tan improvisada que parecía hecha con las promesas electorales de un concejal. El tipo tenía su Quick Silver listo, le arranca el motor con entusiasmo, como quien enciende una barbacoa, y se agacha para ajustar no sé qué... Y en ese momento, el avión —ese santo aparato— decide que no necesita más humanos en su vida.

Sí, señores. Despegó solo.
Con elegancia.
Con determinación.
Y con un estilo que ya querrían muchos influencers con dron.

Dicen los testigos (más de uno con gafas de culo de vaso y otro con prismáticos robados al ejército) que el avión se elevó lentamente, giró como para saludar a la pista, y tras un par de segundos de silencio majestuoso, ¡zas! ¡Un looping perfecto! Sin piloto, sin manos, sin miedo al ridículo.

¿Milagro aéreo? ¿Rebelión de las máquinas? ¿Un Quick Silver con espíritu de Charles Lindbergh reencarnado?
No lo sé. Pero yo lo llamo: "el día que la aeronáutica se independizó de nosotros."

Y lo más gracioso es que el avión, tras dar su espectáculo, decidió aterrizar suavecito en unos matorrales, como diciendo: “Tampoco os voy a humillar tanto.” Le falló un ala, sí, pero el orgullo de los presentes quedó mucho más dañado.

Desde entonces, cuando veo un Quick Silver aparcado, le doy una palmadita en la vela y le susurro:
“Tranquilo, colega, yo solo estoy aquí de acompañante.”

Porque una cosa está clara: el Quick Silver no necesita piloto. Lo que necesita es público.


 Relato basado en hechos reales, pero contado con libertad, sarcasmo y muchísimo respeto por estas nobles criaturas voladoras. Pongo por testigo a Gero.

©antoniocapelriera

El hombre que mordía los espolones



¿Milagro o mordisco?
En el mundo de la salud uno ve de todo… pero esto supera cualquier consulta clínica.
Un curandero que mordía los talones para curar espolones. Sí, ¡lo mordía! Y lo más loco: a algunos les funcionaba.

Relato verídico (aunque usted no lo crea) contado por un podólogo curtido

En mis muchos años de profesión he escuchado de todo. Algunas historias me las contaban con vergüenza, otras con el brillo de quien ha vivido algo extraordinario. Y aunque uno acaba por desarrollar cierto escepticismo clínico, he de confesar que algunas me han hecho dudar... y reírme a carcajadas.

Una de las más surrealistas —y, al mismo tiempo, más firmemente creídas por los pacientes— es la historia del curandero del mordisco prodigioso. Su fama había rebasado pueblos y comarcas, y no era para menos: su especialidad era “recolocar huesos”, aunque su gloria venía por algo más específico y peculiar...

El espolón calcáneo, ese enemigo del andar digno

Para quienes no lo sepan, el espolón calcáneo es una maldita protuberancia ósea en el talón que convierte cada paso en una tortura medieval. Pues bien, este buen señor —sin título, sin bata, sin látex ni anestesia— aseguraba que podía curarlos.

¿Cómo? Aquí empieza lo bueno.

Con una mezcla de masajes, hierbas, rezos suaves y un asombroso nivel de sugestión, decía poder “sentir” el espolón con la boca. Y sí, has leído bien: con la boca. Se acercaba al talón dolorido, cerraba los ojos como un chamán en trance, y de pronto: ¡crack! Un mordisco certero, casi quirúrgico, que, según los testigos, traía alivio instantáneo.

El milagro y la mordida

Tras años de carrera, varios más de especialización, diseccioné cadáveres, pasé guardias y congresos, y nunca vi una técnica parecida en los manuales. ¡Pero ahí estaba él! Partiendo espolones a mandíbula limpia. Dicen que una vez rompió un canino con una paciente especialmente calcificada, pero eso no detuvo su práctica. Hasta que sí lo hizo.

Y lo mejor: nunca cobraba dinero. Decía que el euro interfería con las energías del universo. Así que aceptaba gallinas, sacos de arroz y hasta una bicicleta fija, que usaba —según él— para meditar pedaleando hacia la iluminación.

¿Y qué opina el podólogo?

Muchos de sus pacientes acababan en mi consulta, con infecciones, pies aún más raros… o simplemente con la duda de si lo que vivieron fue real o producto de un trance colectivo inducido por romero, albahaca y fe.

Cuando me preguntaban qué opinaba yo, decía:

—Bueno... si le funcionó… aunque, por favor, la próxima vez, consúlteme antes de que alguien le muerda el calcáneo.

Epílogo sin espinas (pero con risas)

Hoy el curandero está retirado. Se dice que se jubiló tras morder a un paciente con el talón más duro que una piedra de molino. Pero su leyenda vive: el hombre que mordía espolones y sanaba con el alma (y la dentadura).

Yo, mientras tanto, sigo con mis plantillas, infiltraciones, cirugía mínimamente invasiva y mis consultas llenas de historias como esta.

Porque a veces, la medicina tiene que convivir con la magia, el ingenio… y el buen humor.

@antoniocapelriera

martes, 5 de agosto de 2025

Qué manía con tener que ser el número uno

Desde pequeño me repetían lo mismo: "Tienes que ser el mejor". No el mejor posible. El mejor. Punto.

Mi padre lo tenía claro. A fuerza de castigos, reprimendas, exigencias y premios prometidos que jamás llegaban, me fue moldeando como quien talla a golpes de martillo una estatua en mármol.
No me regaló la infancia, pero sí el hábito. El hábito del
deber, del esfuerzo, de la excelencia.

Fui buen estudiante, sí. Pero por miedo. Por necesidad. Por el eco incesante de esa voz que decía “no es suficiente” cada vez que traía un notable a casa.
No me arrepiento. Gracias a él llegué a la universidad con una armadura de disciplina y rendimiento que otros no tenían. Mientras algunos de mis amigos de la infancia se perdían en esquinas de humo y promesas rotas, yo seguí el camino recto que se me había impuesto.
Y fui número uno. Oficialmente. Con matrícula de honor y mención.
Pero aquí empieza la parte importante de esta historia.

En mi promoción había alguien más. Juan. Mi amigo Juan.
De inteligencia clara, silenciosa. De las que no hacen ruido, pero que te atraviesan con su lógica impecable. Juan no estudiaba, absorbía. No memorizaba, comprendía.
Era brillante. Brillante de verdad. Pero había algo extraño en él: no quería destacar.

Cuando llegaron las notas finales, me sorprendió ser el número uno. No porque no creyera merecerlo, sino porque todos sabíamos que Juan estaba un paso por delante.
Un día, en una de esas tardes de conversación honesta, le pregunté:
—Juan, ¿por qué no fuiste tú el número uno? Podías haberlo sido sin esfuerzo.
Se encogió de hombros, con una media sonrisa:
—Porque yo quiero ser el número dos.

No entendí.
—¿Pero por qué?
—Porque ser el número uno trae una mochila que no quiero cargar —me dijo—. Porque en mi casa también me exigirían, me exhibirían, me repetirían eso de “mira qué hombre de provecho”. Y yo quiero ser de provecho, sí, pero a mi manera. Sin que me midan, sin que me empujen, sin que me consuman. Prefiero ser el número dos… y ser libre.

Aquella respuesta me desarmó.

Pasaron los años. Y a veces me sigo preguntando:
¿Por qué esa obsesión con ser el número uno? ¿Quién nos metió esa idea en la cabeza, de que solo sirve quien lidera, quien destaca, quien arrasa?
¿Qué hay de los que caminan un paso atrás, pero sin cadenas? ¿Qué hay de los que eligen la calma, el equilibrio, el vivir bien sin rendir cuentas a los trofeos?
Juan fue siempre el mejor de nosotros. Pero nunca necesitó medallas para brillar.

Y hoy, desde esta vida que me construí a base de sobresalientes, títulos y reconocimientos, a veces lo envidio.
Porque ser el número uno cuesta mucho.
Y porque ser el número dos, quizá, es una forma muy sabia de ser feliz.

@antonio capel riera

viernes, 1 de agosto de 2025

‘Síndrome de Stendhal’ o ‘Enfermar de belleza’

EL MAR MENOR MATA...DE BELLEZA

Todos eran jóvenes médicos residentes, desparramaban ilusión y ganas por aprender. Admisión de Urgencias de cualquier Hospital de la Región de Murcia, era el lugar más solicitado por todos aquellos flamantes médicos que realmente aman su profesión. “Es donde más se aprende” decía uno; “Se ven patologías de las más insospechadas”, decía otro.
Y era cierto.
A Urgencias acudían pacientes de diversa patología: accidentes laborales, tráfico o domésticos; y también por enfermedades de etiología variada.
Una noche de verano ingresó un personaje que llamó la atención de los Residentes de Guardia. Iba acompañado de ilustres –preocupados- del mundo de la cultura. Aparentemente no tenía nada grave. Presentaba unos ligeros vértigos, leve taquicardia, pero sobre todo una profunda congoja.
-¿Ha tenido un disgusto? –preguntó uno de los jóvenes facultativos mientras lo auscultaba.
El paciente con la mirada perdida negaba moviendo la cabeza.
-¿Ha sido atracado? –preguntó otro.
También lo negaba. No había forma de sacarle palabra. “Lo mejor será preguntar a los acompañantes” dijo el médico que llevaba la voz cantante. Realmente estaba interesado en el caso.
-¿Ustedes estaban con el paciente cuando le aparecieron los síntomas?
-Sí –respondió el que parecía hacer de portavoz del grupo.
-¿Qué estaba haciendo? –preguntó el facultativo.
Los acompañantes se miraron turbados; al cabo de unos instantes respondió el que hacía de portavoz:
-Viendo la puesta de sol en el Mar Menor –dijo con voz trémula, avergonzado por la causa -.Parecía extasiado.
¿Quién podía creer que por ver una puesta de sol en el Mar Menor podía producirle un síncope? El médico volvió a repasar el electrocardiograma y bioquímica en sangre; todo estaba normal. ¿Qué estaba pasando con este paciente?
Los animosos médicos decidieron que había que consultar con el Jefe de Guardia; un galeno veterano y curtido, con más de 20 años de experiencia.
Al cabo de un instante se presentó el Jefe de Guardia, lanzando un sonoro resoplido tras un bostezo. Echó una ojeada al paciente, sobre todo a los acompañantes.
-¿A qué se dedica este señor? –preguntó deliberadamente tras ver la casta de amigos que habían venido con él.
-Es poeta y pintor –respondió uno de los amigos.
-¿Y ustedes?
-También somos del gremio poético y cultural de la ciudad –añadió otro.
El veterano médico volvió a mirar al cariacontecido enfermo.
-¿Es extranjero, verdad?
-Sí, escocés.
El Jefe de Guardia se dirigió a los médicos residentes y les preguntó:
-¿Habéis oído hablar del ‘Síndrome de Stendhal’?
Todos se excusaron, desconocían su existencia.
-Id a la Biblioteca Médica y en diez minutos os quiero aquí con un diagnóstico –ordenó con firmeza.
Resulta que existe una enfermedad denominada ‘Síndrome de Stendhal’ o ‘Enfermar de belleza’, también llamado ‘Sindrome de Florencia’. La causa es por un exceso de belleza, tal como le sucedió al escritor francés Stendhal en 1817 cuando visitó Florencia. Ocurrió que al entrar en la Basílica de Santa Crote, quedó impactado de tanta hermosura y magnificencia que le sobrevino un cuadro clínico cardíaco, vértigos y obnubilación. De ahí viene el nombre del ‘Síndrome de Stendhal’.
Al cabo de media hora, se hicieron presentes los residentes en la sala de Sesiones Clínicas; habían investigado en los archivos y en la biblioteca del Hospital, también en revistas médicas y a través de internet.
La sorpresa de los jóvenes médicos fue mayúscula; no entendían cómo se podía enfermar de belleza, y ante la cara de incredulidad que manifestaban, el Jefe de Guardia les ilustró dicho síndrome.
-¿Recordáis lo que dijo Paracelso?  -dijo el veterano médico-. Todo es tóxico a dosis excesivas. Y la belleza puede serlo.
Los médicos residentes oían con sumo interés al Jefe de Guardia.
-Pero ¿cómo se produce la causa-efecto? –preguntó uno de los médicos en ciernes.
-Muy sencillo-dijo el médico veterano-. No es la sustancia; es la dosis la que hace enfermar. Un medicamento en la dosis adecuada puede curar, pero administrada demás puede matar. Y esto no es válido sólo para las sustancias químicas; también actúa en el alma humana, en la psique…
El Jefe de Guardia volvió a examinar al blanquecino y pecoso paciente escocés. Luego volvió a dirigirse a sus residentes:
-¿Veis a este escocés? ¡En su vida ha visto un atardecer lleno de luminosidad y fulgor como los del Mar Menor! –afirmó con rotundidad-.Además, si tiene un espíritu sensible e impresionable, la dosis de sol mediterráneo actuó como una sobredosis.
Tenía razón el médico veterano. El escocés jamás había salido de su lluviosa y oscura Escocia; de pronto, sus amigos, amantes de lo bello y estético, lo invitaron a disfrutar de un atardecer a orillas del Mar Menor. Casi fue su colofón vital… por exceso de belleza.

©antoniocapelriera