Los que hemos tenido un Quick Silver sabemos que ese avión es más noble que muchos cuñados. Es como ese perro viejo que no muerde a nadie, pero que si te descuidas te roba el jamón. Fácil de volar, agradecido en el aire, sin vicios y, para colmo, fotogénico. Yo tuve dos: uno con alma de cometa (vela simple) y otro más completito, el MXII, que me regaló momentos de vuelo tan puros como un vino sin sulfatos.
Pero lo que voy a contar hoy no me pasó a mí —ojalá—, sino a un francés despistado cerca del Mar Menor, en una pista tan improvisada que parecía hecha con las promesas electorales de un concejal. El tipo tenía su Quick Silver listo, le arranca el motor con entusiasmo, como quien enciende una barbacoa, y se agacha para ajustar no sé qué... Y en ese momento, el avión —ese santo aparato— decide que no necesita más humanos en su vida.
Sí, señores. Despegó solo.
Con elegancia.
Con determinación.
Y con un estilo que ya querrían muchos influencers con dron.
Dicen los testigos (más de uno con gafas de culo de vaso y otro con prismáticos robados al ejército) que el avión se elevó lentamente, giró como para saludar a la pista, y tras un par de segundos de silencio majestuoso, ¡zas! ¡Un looping perfecto! Sin piloto, sin manos, sin miedo al ridículo.
¿Milagro aéreo? ¿Rebelión de las máquinas? ¿Un Quick Silver con espíritu de Charles Lindbergh reencarnado?
No lo sé. Pero yo lo llamo: "el día que la aeronáutica se independizó de nosotros."
Y lo más gracioso es que el avión, tras dar su espectáculo, decidió aterrizar suavecito en unos matorrales, como diciendo: “Tampoco os voy a humillar tanto.” Le falló un ala, sí, pero el orgullo de los presentes quedó mucho más dañado.
Desde entonces, cuando veo un Quick Silver aparcado, le doy una palmadita en la vela y le susurro:
“Tranquilo, colega, yo solo estoy aquí de acompañante.”
Porque una cosa está clara: el Quick Silver no necesita piloto. Lo que necesita es público.
Relato basado en hechos reales, pero contado con libertad, sarcasmo y muchísimo respeto por estas nobles criaturas voladoras. Pongo por testigo a Gero.
©antoniocapelriera
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