Desde pequeño me repetían lo mismo: "Tienes que ser el mejor". No el mejor posible. El mejor. Punto.
Mi padre lo tenía claro. A fuerza de castigos, reprimendas, exigencias y premios prometidos que jamás llegaban, me fue moldeando como quien talla a golpes de martillo una estatua en mármol.
No me regaló la infancia, pero sí el hábito. El hábito del
deber, del esfuerzo, de la excelencia.
Fui buen estudiante, sí. Pero por miedo. Por necesidad. Por el eco incesante de esa voz que decía “no es suficiente” cada vez que traía un notable a casa.
No me arrepiento. Gracias a él llegué a la universidad con una armadura de disciplina y rendimiento que otros no tenían. Mientras algunos de mis amigos de la infancia se perdían en esquinas de humo y promesas rotas, yo seguí el camino recto que se me había impuesto.
Y fui número uno. Oficialmente. Con matrícula de honor y mención.
Pero aquí empieza la parte importante de esta historia.
En mi promoción había alguien más. Juan. Mi amigo Juan.
De inteligencia clara, silenciosa. De las que no hacen ruido, pero que te atraviesan con su lógica impecable. Juan no estudiaba, absorbía. No memorizaba, comprendía.
Era brillante. Brillante de verdad. Pero había algo extraño en él: no quería destacar.
Cuando llegaron las notas finales, me sorprendió ser el número uno. No porque no creyera merecerlo, sino porque todos sabíamos que Juan estaba un paso por delante.
Un día, en una de esas tardes de conversación honesta, le pregunté:
—Juan, ¿por qué no fuiste tú el número uno? Podías haberlo sido sin esfuerzo.
Se encogió de hombros, con una media sonrisa:
—Porque yo quiero ser el número dos.
No entendí.
—¿Pero por qué?
—Porque ser el número uno trae una mochila que no quiero cargar —me dijo—. Porque en mi casa también me exigirían, me exhibirían, me repetirían eso de “mira qué hombre de provecho”. Y yo quiero ser de provecho, sí, pero a mi manera. Sin que me midan, sin que me empujen, sin que me consuman. Prefiero ser el número dos… y ser libre.
Aquella respuesta me desarmó.
Pasaron los años. Y a veces me sigo preguntando:
¿Por qué esa obsesión con ser el número uno? ¿Quién nos metió esa idea en la cabeza, de que solo sirve quien lidera, quien destaca, quien arrasa?
¿Qué hay de los que caminan un paso atrás, pero sin cadenas? ¿Qué hay de los que eligen la calma, el equilibrio, el vivir bien sin rendir cuentas a los trofeos?
Juan fue siempre el mejor de nosotros. Pero nunca necesitó medallas para brillar.
Y hoy, desde esta vida que me construí a base de sobresalientes, títulos y reconocimientos, a veces lo envidio.
Porque ser el número uno cuesta mucho.
Y porque ser el número dos, quizá, es una forma muy sabia de ser feliz.
@antonio capel riera
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