En nuestro colegio, como en casi todos los colegios norteamericanos, todo era grande: los ventanales, los campos de deporte, los jardines.
Decían que era el más prestigioso de la ciudad, y nosotros —los de mi clase— estábamos convencidos de que también era el más divertido.
Por suerte, contábamos con un remedio infalible contra el aburrimiento: Bing Bing, el ideólogo del caos.
Y con un grupo de cómplices que, sin ser malos estudiantes, teníamos una capacidad ilimitada para meternos en líos.
Las clases eran eternas, sobre todo las de caligrafía, que dictaba una profesora tan plana como la línea del renglón.
Así que, para sobrevivir, mirábamos por los amplios ventanales hacia los jardines, donde trabajaba Cirilo, el jardinero.
Cirilo era un hombre mayor, flaco, de movimientos lentos, con una gorra que le quedaba grande y una paciencia casi bíblica. Tenía el don de convertir aquellos jardines en un pequeño Versalles tropical.
Pero su método de trabajo nos tenía fascinados: no barría ni se agachaba.
Utilizaba un palo con un clavo en la punta, con el que pinchaba las hojas secas una por una y las depositaba en un capazo.
Una coreografía tan lenta y precisa que parecía un ritual sagrado.
Y fue entonces cuando Bing Bing tuvo la idea.
Las ideas de Bing Bing, ya lo sabíamos, siempre acababan en desastre.
—¿Y si una de esas hojas la impregnamos de pólvora? —susurró, con la mirada brillante.
—¿De pólvora? —pregunté.
—Sí, hombre, solo un poquito. Para darle emoción al otoño.
No hubo votación: en nuestro grupo, las locuras se aprobaban por unanimidad.
Fabricamos la hoja-trampa con el sigilo de un comando militar y la dejamos caer justo frente al recorrido habitual de Cirilo.
A la mañana siguiente, la expectación era total.
La profesora de caligrafía dictaba frases intrascendentes, pero nadie la escuchaba.
Todos teníamos la vista puesta en el ventanal.
Afuera, Cirilo avanzaba con su palo y su gorra, cumpliendo su rutina con precisión suiza.
Pinchó una hoja…
Otra…
Y cuando llegó a la hoja, la nuestra, sucedió el milagro del diablo.
Un fogonazo, una llamarada, un estallido seco.
El pobre Cirilo dio un salto que ni un atleta olímpico, su gorra salió volando como un ovni y el palo cayó a tres metros de distancia.
Durante unos segundos no supo si había sido un trueno o el Apocalipsis.
Nosotros, dentro del aula, nos deshicimos de la risa, tratando de disimular tras los pupitres.
Por suerte, Cirilo no sufrió más daño que el susto y el orgullo chamuscado.
Pero los días siguientes fueron de antología.
Cuando volvió a sus labores, ya no usaba el palo con clavo.
Se agachaba, recogía la hoja con dos dedos, la olía, la miraba por ambos lados, la tiraba al suelo y solo entonces la pinchaba.
Un proceso tan minucioso que parecía que interrogaba a cada hoja antes de condenarla al capazo.
A partir de ese día, el jardín del colegio se volvió un escenario cómico.
Y nosotros, desde la ventana, no podíamos contener la risa viendo al pobre hombre desconfiar hasta de las hojas del viento.
Al final, hasta la profesora de caligrafía sonrió un día.
Tal vez entendió, sin decirlo, que había cosas que no se aprenden con tiza ni cuaderno:
la creatividad, el peligro, y ese gusto adolescente por retar al mundo sin saber por qué.
Moraleja final:
A veces, la chispa del ingenio quema más que la de la pólvora.