DEOS vs DIOS
DEOS. El acrónimo no es casual. Dopamina, Endorfina, Oxitocina, Serotonina. Cuatro letras que remedan "Deus" —Dios en latín— pero con una E que lo corrompe, que lo hace artificial. No es el Dios que exige fe, trabajo y sacrificio. Es un dios de plástico que entrega la dicha sin preguntas.
Y aquí está el problema: la felicidad sin causa es una mentira neurológica.
Te cuento la historia...
—¿Vas a tomarlas o no? —preguntó Jordi desde la puerta, aflojándose la corbata.
Ella no respondió. Afuera comenzaba a llover, o tal vez llevaba horas lloviendo. El tiempo se había vuelto una sustancia viscosa desde que dejó las pastillas.
—Llevas una semana sin tomarlas —insistió Jordi, con el fastidio de quien ve a otro complicarse la vida innecesariamente—. No entiendo qué estás tratando de demostrar.
"Demostrar". La palabra flotó como una acusación. Marina había despertado un día y las pastillas le habían parecido obscenas, como esos objetos cotidianos que de pronto revelan su verdadera naturaleza repugnante.
Jordi suspiró, tomó su propio frasco de DEOS y se tragó las cuatro cápsulas sin agua. Treinta segundos después sonreía. Marina recordó que alguna vez ella también había sonreído así.
II
En Madrid, en un departamento del barrio de Salamanca, Javier Prado hijo preparaba su dosis matutina con meticulosidad sacerdotal.
Primero la azul: dopamina, el placer del logro sin logro alguno. Luego la rosa: endorfinas, el alivio del dolor que nunca sentía porque ya no corría, ya no hacía nada que pudiera llamarse esfuerzo. La verde: oxitocina, su favorita. El amor sin la molestia de amar. Y la naranja: serotonina, la ilusión de que todo estaba en orden cuando todo se desmoronaba como esos edificios del boom con grietas que nadie quería ver.
Su padre no tomaba DEOS. A sus setenta y dos años seguía jugando tenis, comiendo manzana y un zumo de naranja, levantándose a las cinco de la mañana.
—En mi época —había dicho el viejo durante el último almuerzo—, si querías sentirte bien tenías que ganártelo. Ahora lo compran en la farmacia como aspirinas.
Javier había querido responderle pero solo sonrió —esa sonrisa química, perfecta, vacía— y pidió más refresco de cola.
Esa noche, mirando el océano invisible en la oscuridad, se preguntó cuándo había sentido algo verdadero por última vez. No podía recordarlo. Y lo peor era que tampoco le importaba.
III
El doctor Saveliev publicó su estudio en The Lancet: quince años de investigación que demostraban que el cerebro humano se atrofiaba cuando recibía felicidad sin causa. Los circuitos del esfuerzo, de la voluntad, se volvían perezosos como músculos sin ejercitar.
"Los sujetos que consumieron DEOS durante más de cinco años", escribía con prosa árida, "mostraban una reducción del 43% en la actividad del córtex prefrontal durante tareas que requerían autodisciplina. En términos coloquiales: habían perdido la voluntad".
Las corporaciones negaron las conclusiones. Los gobiernos archivaron el estudio. Pero algo comenzó a cambiar, imperceptiblemente, como movimientos tectónicos que solo se notan cuando ya es tarde.
IV
Marina dejó DEOS en octubre. Para febrero aún lloraba cada noche. Su cuerpo se rebeló como un adicto en abstinencia. Temblores, insomnio, una tristeza que le dolía en los huesos.
Jordi se fue en noviembre. "No puedo vivir con alguien que elige sufrir", le dijo. Y Marina pensó que tal vez tenía razón. Tal vez rechazar la felicidad disponible era la última forma de locura.
Pero llegó marzo. Una mañana, corriendo torpemente por el puerto sintió algo. No la euforia falsa de las endorfinas sintéticas, sino algo más pequeño, más frágil, pero infinitamente más real: la satisfacción de haber completado tres kilómetros cuando hace dos meses no podía correr ni quinientos metros.
Esa noche lloró también, pero de algo que se parecía peligrosamente a la esperanza.
V
Javier nunca dejó DEOS. A los cuarenta y dos años sufrió un infarto menor. Los médicos le dijeron que necesitaba cambios. Él asintió y al día siguiente duplicó su dosis.
Murió a los cuarenta y cinco en su departamento, solo, sonriendo, con el blister vacío junto a su cuerpo. El forense determinó paro cardíaco. No mencionó que el corazón parecía haber olvidado cómo latir por sí mismo.
Su padre leyó la noticia mientras desayunaba. No lloró. Miró hacia el jardín donde Javier había jugado de niño y dijo en voz baja:
—Te advertí que la felicidad no se compra, hijo. Se gana.
VI
Marina cumplió sesenta años corriendo el maratón de Barcelona. Terminó en el puesto 3.427 de 5.000 participantes. Seis horas y catorce minutos. Cruzó la meta exhausta, con las piernas destrozadas y el alma intacta.
Esa noche, sola en su apartamento, se preparó un té y miró por la ventana. Las farmacias aún vendían DEOS. Los anuncios aún prometían felicidad instantánea. La gente aún elegía el atajo.
Pero ella había elegido el camino largo. Y recordó la frase que su abuela solía repetir:
—Dios no está en las pastillas, niña. Está en el camino.
Afuera, en algún lugar de la ciudad, alguien abría su frasco de DEOS. Adentro, Marina bebía su té y sentía en los músculos adoloridos la evidencia de que estaba viva. Verdaderamente viva.
Y eso no podía comprarse en ninguna farmacia del mundo.
¿Y si pudieras comprar la felicidad en cuatro pastillas? ¿Lo harías?
Imagina despertar mañana y encontrar en tu farmacia de barrio un nuevo producto: DEOS. Cuatro cápsulas de colores que prometen activar exactamente los químicos que tu cerebro necesita para sentirte pleno. Azul para la dopamina (motivación), rosa para las endorfinas (placer), verde para la oxitocina (amor), naranja para la serotonina (paz).
Sin ejercicio. Sin dieta. Sin esfuerzo.
Solo tragas las pastillas y en treinta segundos sonríes como si hubieras conquistado el mundo.
Suena tentador, ¿verdad? Demasiado tentador.
© antonio capel riera
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