domingo, 3 de septiembre de 2017

LA ISLA DEL BARÓN Y EL ENIGMA DE LA PRINCESA RUSA






LA ISLA DEL BARÓN Y EL ENIGMA DE LA PRINCESA RUSA


Inesperadamente aumentó la brisa –cosa inusual en el Mar Menor–, de manera que nos vimos forzados a fondear a escasos metros de la Isla del Barón hasta que amainara el viento. Mi hija y yo sabíamos que la isla era propiedad privada, de manera que decidimos no bajar del barco. No estábamos preocupados ni siquiera alarmados por la situación meteorológica; sabíamos que era cuestión de tiempo, y en breve regresaríamos al Club Náutico Los Nietos; además, el barco estaba preparado para navegar en situaciones mucho más comprometidas. De hecho, Mr. Cook, su anterior dueño, salía a pescar atunes a más de ochenta millas de la costa. De tal manera, el Mar Menor era una mansa charca para mi barco.

El ancla enganchó rápidamente y comprobamos que no garreaba. Hicimos una última comprobación y verificamos que el viento no nos llevaría hacia unas pequeñas rocas muy cerca de la playa. En tanto, esperando que dejara de arreciar el fuerte viento, decidimos tomar café. Cogí el termo y serví dos tazas del aromático café. Su penetrante olor nos espabiló. Dicen los entendidos que hay que tomarlo caliente, negro y sin azúcar. ¡Y así lo hicimos! No por falta de azucarillos, sino por comprobar si era cierto el consejo de los entendidos. Mi hija y yo teníamos mucha complicidad en experimentos de cosas nuevas…

Tras el primer sorbo, mi hija me pidió que le contara una vez más la historia de la Isla del Barón: ¡Le encantaban mis relatos…!

La Isla Mayor, que así se llamaba por ser la más grande de las islas que conforman el Mar Menor, fue una prisión de la Armada Española desde 1727, donde confinaban a militares de alto rango e ilustres aristócratas a finales del siglo XIX y principios del XX, condenados por batirse en duelo en lances de honor. Dicha isla se hizo tristemente célebre con el sobrenombre de la ´Isla del Honor` , porque todo el que la pisaba procedía de haber matado a su adversario en un lance de honor.
Y eso fue lo que le sucedió a Don Julio Falcó D’Adda, –Barón de Benifayó–, a quien un juez lo condenó por atravesarle el corazón con un sable a Don Diego de Castañeda, por batirse en duelo tras ofender a una noble dama, cuyo nombre era Doña María Victoria dal Pozzo della Cisterna, quien más tarde fue reina de España y esposa del rey Amadeo I de Saboya.       
El Barón de Benifayó acabó su cautiverio en 1878, y ocurrió un hecho insólito: ¡se enamoró de la isla…! Sus familiares y amigos no lo podían comprender…
–¿Cómo es posible que quieras comprar la isla donde has estado preso? –le preguntaban sus amigos con asombro.
–Es el lugar donde he visto los más bellos atardeceres –decía con voz melancólica, añadiendo. –Tenéis que visitarla, os invito.
Y así fue.
Ordenó a su administrador que hiciera los trámites pertinentes para comprar la  isla más grande del Mar Menor. Después de realizar contactos de alto nivel,  valiéndose de que el Barón fue senador, y además,  íntimo amigo del rey Amadeo I Saboya, esposo de la reina María Victoria por la que se batió en duelo,  de manera que obtuvo las autorizaciones necesarias en tiempo récord para adquirir la isla Mayor en propiedad, y además, un par de islotes de alrededor... 
-¿Entonces, ese es el palacio que mandó construir? –preguntó mi hija señalando a un palacete, extraordinariamente intrigada.
–Así es -respondí.– Es de estilo neomudéjar, y eran antológicas las fiestas que ahí se celebraban.
En dicho palacete se reunía la flor y nata de la aristocracia española. Las barcazas no cesaban de ir y venir desde San Pedro del Pinatar, para celebrar fastuosos bailes amenizados por orquestinas contratadas para dichos eventos. Y cuando había una celebración especial, el Barón hacía venir a un tenor desde Italia… ¡Era todo un bohemio y aventurero!
Realmente Don Julio Falcó D’Adda, Barón de Benifayó, fue un aristócrata que supo vivir la vida en toda su plenitud; era rico y podía permitirse todos los lujos y caprichos que se le antojasen.
Por eso contrató al arquitecto de más prestigio de la época, Don Lorenzo Álvarez Capra y le pidió que le construyera dos réplicas del palacete del Pabellón de España, inaugurada en la Exposición Universal de Sevilla en 1873; ordenándole edificar uno en San Pedro del Pinatar como residencia de verano, y el otro en la isla Mayor para galanteos, fiestas y coqueteos de la alta sociedad.
–Desde entonces, dejó de llamarse Isla Mayor por la Isla del Barón, hasta nuestros días –dije a modo de clase de Historia.
El viento fue amainando, de manera que el mar se puso como si fuera una balsa de aceite. Nos llamó la atención ese cambio tan extremo, además, del color. Parecía como si hubiesen pintado las aguas de azul turquesa. El contraste del palacete con el sol rojizo crepuscular,  convertía la tarde en una representación fastuosa. ¡Cuántas veces habrá disfrutado de esos atardeceres el Barón! No en vano presumía ante sus amigos de que es el único lugar del mediterráneo donde el sol nace por el mar y se acuesta en el mismo mar.
–Es verdad –afirmó mi hija-. Esta mañana vimos salir el sol del mar y ahora se pone por el mismo sitio.
Mi hija estaba emocionada; había visto el momento en que el sol despuntaba desde el mar, y también como desaparecía por el horizonte en el mar. Realmente dicho panorama producía gratas sensaciones.
De pronto, mi hija se quedó mirando fijamente un trozo de roca.
–Papá… ¿ves aquel saliente de roca? –me dijo apuntando con su dedo a un saliente rocoso, pegado a la arena.
–Sí… qué tiene de particular –pregunté.
–Parece que hay unos signos…
Cogí los prismáticos y comprobé que era cierto. Parecían signos cirílicos.
–Vamos a copiarlos –dijo mi hija. Cogió un papel y un bolígrafo y prácticamente los calcó. Siempre le ha gustado el dibujo.
–Parece ruso –le dije-. Cuando regresemos al club se lo preguntaremos a Dimitri.
Dimitri es un ruso que trabaja como mecánico en varias embarcaciones del club, incluido mi barco.
Tras ponerse el sol pusimos rumbo al Club, tardamos casi una hora en llegar, íbamos a media máquina; y ¡qué casualidad!...Dimitri estaba reparando una vela del barco de mi vecino. Mi hija, impertinente por su curiosidad me decía: “Papá, pregúntale” “Espera un momento que paremos motores” la apaciguaba.
–Hola Dimitri… ¿me puedes decir qué pone aquí? –le dije a modo de saludo.
Leyó el papel, se puso serio y me miró…
–Dice ‘Несчастный, несчастный'.
Mi hija y yo nos miramos.
–Qué significa –pregunté.
–'Desdichada, infeliz' –dijo el ruso con cara de curioso, intentando descubrir dónde habíamos copiado esas palabras.
En aquel momento me vino a la cabeza una historia que me contó un viejo pescador años atrás.
Resulta que cuando me disponía a dar un paseo por la Isla del Barón, me acerqué a la cafetería del club a tomar un café y le comenté al camarero mi intención de rodear la isla; y en ese instante, un viejo pescador, apoyado en la barra, al oír mi comentario dijo: “En esa playa se bañaba una princesa rusa desnuda” “Lo sé porque la he visto”, dijo con la naturalidad de un anciano que no tiene porqué mentir, mientras sorbía mi café. En realidad el viejo nunca había visto a la princesa rusa en vida; lo que vio era su imagen. Le pedí que me contara dicha historia porque empezó a interesarme. Decía que aparecía al amanecer o al atardecer y no siempre.
–Pero quién era esa rusa –me interesé con afán.
–Yo no la conocí –dijo el viejo-. Pero mi padre sí… y bastante.
–¿Pero no ha dicho que usted la ha visto?
–Sí… pero vi su ánima.
–¿Un fantasma? –pregunté cada más estupefacto.
–Así es… era una princesa rusa que murió misteriosamente –afirmó el viejo pescador con aires de circunspección.
Y al parecer fue así.
El Barón de Benifayó, constantemente  organizaba fiestas en su palacete de la isla; daba lo mismo que fuese en verano o invierno. Buscaba cualquier pretexto para organizar una reunión o celebración. Todo el pueblo de San Pedro del Pinatar se enteraba  que iba a acontecer un gran espectáculo al ver tanto trasiego de barcazas desde San Pedro del Pinatar hacia la isla; salían embarcaciones y lanchas cargadas de víveres, bebidas y flores… La fama de sus celebraciones, también llegó a la  aristocracia europea, de manera que empezaron a venir extranjeros al puerto de San Pedro del  Pinatar.
Sin embargo, no pasó inadvertida la presencia de una joven, guapa y rubia para el pueblo de San Pedro. Eran constantes sus visitas a la isla, despertando la atención entre los lugareños por su belleza. Se trataba de una princesa rusa, que, según decían, el Barón se había prendado de ella.
Y era cierto. Se había convertido en su obsesión, llegando utilizar todos los medios y recursos para invitarla  a sus celebraciones, bien sea a través de sus amigos aristócratas o de Casas Reales europeas, y con frecuencia, hacía venir a la familia en pleno, quienes viajaban desde Rusia a gastos pagados, de manera que estaba garantizada la asistencia  de la joven princesa. En breve tiempo, la familia de la joven princesa rusa llegó a pasar temporadas largas en el palacete del Barón, llegando a simpatizar y congeniar con los padres.
Los padres de la princesa le confesaron al Barón que estaban pasando por una situación económica muy crítica, y le pidieron ayuda financiera. Al Barón se le aparecieron los cielos abiertos, sabía que era una gran oportunidad para pedir la mano de su hija, de manera que podía tratar de contar con el asentimiento de los padres.
Y  así ocurrió.
Empezaron a preparar los fastos de la boda,  el Barón quería que fuese un acontecimiento suntuoso y de gran boato; invitaron con antelación a lo más florido y granado del aristocracia española y europea. Los regalos comenzaron a llegar, contrataron cocineros expertos en cocina internacional, músicos, criados… ¡aquello se convirtió en un fabuloso esplendor y ostentación!   No era de extrañar, porque así era la vida del Barón de Benifayó.
Durante mucho tiempo se habló de la boda del Barón, incluso se hicieron coplas en recuerdo de tan magnífico evento; todo el mundo salió contento menos una persona: la bella princesa. Se había casado contra su voluntad, fue una boda de conveniencia. El Barón se dio cuenta de que la princesa no era feliz con él, de manera que habló con los padres para que influyeran a su favor; estos, lo animaban diciendo que con el tiempo iba a quererlo, que aún era muy joven y que con el devenir de los años iba a  entender lo que es la vida y el matrimonio. En tanto, el Barón para intentar agradar a su joven esposa, todas las semanas organizada una fiesta en los jardines del palacete mirando hacia el mar. Sin embargo,  ocurría un hecho insólito. En el momento cuando todos los invitados estaban en los jardines disfrutando de la música, la princesa descendía hacia la playa y se ponía a caminar descalza, luego se sentaba en una roca y se quedaba mirando hacia la puesta de sol, hasta que acabara de ocultarse. Los últimos rayos, delirantes de colores rojizos en su rubia cabellera, creaban una exposición paradisíaca. Pero con una particularidad, en cuanto salía la luna, se  desnudaba y caminaba de un extremo a otro por la suave arena.
Cuentan los invitados que la vieron andar por la playa a la luz de luna, desnuda, que ni el mejor pintor del mundo podría hacer un cuadro tan bello como  ellos vieron. Y entre los invitados, había eruditos en arte y grandes coleccionistas.
Y esta escena se repetía una y otra vez cuando el Barón organizada una fiesta, de manera que se llegó a correr la voz en toda la alta sociedad de esta extravagante circunstancia, y muchos intentaban ser invitados por el Barón a su isla.
 Pero este hecho, también trajo sus complicaciones. Los invitados del Barón  empezaron a estar molestos con el comportamiento de la joven princesa. Decían que no había derecho a que le hiciera esas afrentas a tan excelente persona, e intentaban reparar dicho comportamiento. Pero el Barón no se enteraba, la seguía con la mirada turbia por el champán, y hasta parecía que disfrutaba observándola…
Una noche estrellada, los amigos del Barón tomaron una decisión: había que acabar con esta ofensa que la  bella mujer estaba haciendo a su gran amigo; era un ultraje y humillación. Y esa noche el plan se concibió: había que matar a la princesa haciendo creer que se había ahogado.  Para ello, contrataron a un pescador sin escrúpulos y borrachín, para que la  empujara mar adentro.
Tras oír la historia del viejo pescador en la cafetería del club, le pregunté:
–¿Y cómo conoce esa historia?
–Me la contó mi padre, porque fue a él a quien le propusieron que la matara y se negó –respondió con determinación.
Después de oír a Dimitri la traducción de los signos en ruso, los cuales significaban ‘desdichada’ e ‘infeliz’, me empezó a cuadrar el relato del viejo pescador.
Mi hija me miraba con atención, esperaba una explicación a la traducción del mecánico ruso. “Es una historia triste, pero te la voy a contar”…
Y empecé a narrársela mientras recogíamos los enseres del barco, luego, montamos en el coche rumbo a Murcia y continué con el relato.
Mi hija quedaba embelesada con mis relatos.
–Papá, ¿y es verdad que se aparece? –preguntó con candidez.
–Eso dicen… son varias personas que la han visto al atardecer en días de luna llena –dije, mirándola de reojo.
–¿Crees que nosotros podríamos verla?
–Un atardecer de luna llena lo intentaremos –respondí, sonriendo en connivencia.
Pero mi hija seguía pensativa…
–¿Te parece justo lo que hicieron los amigos del Barón?
–Lo que consiguieron fue que el Barón muriera al poco tiempo de tristeza… ¡y se acabaron las fiestas!


©antoniocapelriera

sábado, 26 de octubre de 2013

UN MÉDICO IRREVERENTE

Era su primera guardia como MIR (Médico Interno Residente). El MIR está capacitado para hacer guardias de 24 horas, siempre con la inestimable ayuda del Médico Adjunto, quien prácticamente duerme toda la noche, a no ser que al MIR se le complicara la guardia.
El hospital donde el joven Doctor hacía su primera guardia, era un centro comarcal, estratégicamente ubicado a una hora del mayor centro hospitalario de la Región.
La preocupación de todo MIR es no molestar al Médico Adjunto; y  tiene que intentar acabar la noche sin incomodar a su superior. Si esto ocurriese, al día siguiente sería la mofa entre los Médicos Residentes.
Y mayor escarnio ocurriría si el paciente expirase. Para algunos era una cuestión de pundonor y orgullo.
“En mi guardia no la palma nadie”, se decía más de uno.
Y era cierto.
Ningún Médico Residente quería firmar un Parte de Defunción en sus guardias nocturnas; era un desprestigio ante las enfermeras, auxiliares, celadores y demás personal de guardia. Sobre todo porque a nadie le apetecía amortajar a un muerto de madrugada. Era un fastidio.
Si alguno estaba en situación crítica, había que intentar mantenerlo con vida hasta que entre el turno de mañana. Había más personal y se podía dividir las responsabilidades del fallecido.
Pero un día ocurrió un hecho inaudito. Había un paciente que llevaba más de una semana agonizando. Los jóvenes médicos lo habían bautizado como ‘el inmortal’. Decían que era un pastor de ovejas, sin familia ni amigos, excepto un perro que lo aguardaba más de una semana en la entrada de Urgencias.
A la hora del café, los MIR hacían sátiras y bromas del pobre hombre. Se jactaban de que en su turno no pasaría a mejor vida. Entre otras cosas, no deseaban que así fuese, porque ninguno de los jóvenes médicos habían visto morir a ningún ser humano. Desconocían la experiencia de ver expirar a un ser vivo.
Y llegó el día de guardia de uno de los MIR más burlones e irreverentes del grupo.
-Tengo ganas de conocer al ‘inmortal’ –dijo a sus compañeros con pedantería -. Os aseguro que a mí tampoco me va a fastidiar la guardia.
-Pues ya le hemos inyectado de todo… no sé cómo le podrás alargar su agonía –dijo otro, entre risas.
De madrugada, el irreverente MIR, fue solicitado por una de las enfermeras.
-Doctor… el ‘inmortal’ se muere –dijo con mal humor -. A ver quién tiene ganas de amortajarlo a semejantes horas.
-Quiero conocerlo… ¿dónde está? –preguntó con altivez, dando a entender que le iba a inyectar lo que sea. En su guardia no iba a permitir que nadie le importune.
Al entrar en la habitación, el enjuto y anciano hombre de nariz afilada, miró al joven médico con sus ojos hundidos, y dijo:
-Ahora puedo morir en paz… dame un abrazo hijo mío.
La enfermera, desconcertada miró al arrogante Doctor.
-No sabíamos que era su padre –dijo entrecortada.
El médico quedó paralizado, literalmente. Parecía esculpido en mármol.
Y el viejo también, con los brazos extendidos, muerto.

©antoniocapelriera

viernes, 25 de octubre de 2013

MI VIEJO PROFESOR DE LITERATURA

Había oído que mi querido profesor de literatura vivía solo y jubilado en una casita modesta a las afueras de la ciudad; noticia que me extrañó, ya que él y su esposa vivían en una confortable vivienda en una de las calles principales de la ciudad. Parece ser, que al poco de enviudar, las garras de la soledad empezaron a mellar en su alegre espíritu. La noticia me entristeció. No podía imaginar a Don Fernando triste. Era todo ímpetu y alegría, fue quien nos enseñó a disfrutar de la poesía, la prosa y a descubrir a insignes autores...desde Cervantes a Neruda, y todos aquellos del Siglo de Oro, pasando por los de la generación del 27.
¿Qué le había sucedido al bueno de Don Fernando? ¿Acaso no nos había enseñado que en momentos difíciles un buen libro era el mejor bálsamo? 
Un buen día decidí ir a visitar a Don Fernando. Tras hacer algunas averiguaciones di con la casita del viejo profesor. Me dio un vuelco el corazón. La casa realmente estaba descuidada; el portal presentaba unas paredes desportilladas dejando ver unas sospechosas grietas. La puerta estaba entreabierta, asomé la cabeza con precaución y pude oír el cimbrar de una vieja mecedora. 
Allí estaba el solitario profesor, meciéndose suavemente con una carpeta en la mano. Golpeé remisamente la puerta con los nudillos, a la vez que pronunciaba su nombre:
-Don Fernando…Buenos días –dije en tono amistoso.
El viejo profesor volvió la cabeza hacia la puerta, con mirada imprecisa.
-¿Quién es? –preguntó siseando; le faltaban algunos dientes.
-Soy un antiguo alumno –respondí.
El anciano se quedó mirándome con mirada desvanecida.
¡Qué pena me dio! ¿Qué había sido de ese hombre de mirada franca y pródiga?
Me acerqué para saludarlo, y a la vez intentar distinguir qué estaba leyendo, con sus manos temblorosas.
Eran unas viejas hojas amarillentas sujetas a una carpeta con unas anillas oxidadas. Al ver mi interés por conocer lo que leía, me las acercó entre temblores.
Eran cartas poéticas de amor y ternura dedicadas a su esposa.
Era su bálsamo.
©capel

lunes, 8 de noviembre de 2010

EL ENIGMA DEL SANTO CRISTO DE BRONCE

Repicaban las campanas del Templo de la Compañía de Jesús, situado en las faldas del cerro rico de Potosí,  llamando a misa. Era el día de la festividad de San Bartolomé. Todos los creyentes de la ilustre ciudad de Potosí sentían especial devoción al Santo que luchó contra el demonio, venciéndolo y acabando con el maligno.
-¡Petra!…¡Petra!, ¿dónde te has metido? –preguntaba la señora mirando impaciente el coqueto reloj de cucú colgado en una de las paredes del gran salón.
-Aquí estoy, señora –respondió la criada-. Ahorita estoy yendo a la Iglesia.
-Date prisa y resérvame el lugar de siempre –ordenó.
La señora le había mandado que se levantara temprano para coger sitio, porque con la festividad de San Bartolomé la iglesia se ponía a rebosar.
Cuando Petra llegó al Templo se lo encontró abarrotado, apenas pudo entrar. La gente se empujaba sin tapujos ni pretextos para conseguir un lugar.
A la pobre Petra casi le da un soponcio: ¡todos los bancos estaban ocupados! Incluso hasta unas sillas extras que habían colocado. Sin embargo, le llamó la atención que hubiera un espacio en uno de las bancos que estaba casi al frente del Altar.
-¿Está ocupado? –preguntó a una parroquiana.
Ésta la miró con una mezcla de ira y sorpresa a la vez.
-En ese lugar no se sienta nadie desde hace casi tres siglos –respondió la mujer.
-¿Y porqué pues? –preguntó inocentemente la ingenua Petra.
-¡Es del demonio! –respondió al instante.
Cuentan que era el lugar donde se sentaba una mujer potosina de alta alcurnia, Doña Ana Robles y su marido. Pero un buen día, su lugar lo ocupó con malas artes una bella joven rica y viuda; se rumoreaba que quería enredarse con el marido de Doña Ana.
De pronto, sucedió lo inesperado. Al llegar Doña Ana al Templo, vio que su espacio estaba ocupado por la atractiva viuda. Sus intenciones no dejaban dudas. Doña Ana le recriminó por su atrevida actitud, y ella ni corta ni perezosa, le hizo frente y no se movió de su  lugar. Se armó la trifulca en plena Casa de Dios. Fue llamado el marido, y éste, al ver que la alegre viuda había vejado el honor de su esposa, le lanzó un puñetazo que le puso la mandíbula de lado.
Tras varios meses de convalecencia, Doña Magdalena Téllez, -que así se llamaba la lozana viuda-, juró vengarse. Para ello decidió casarse, pero con una condición: el futuro desposado debía castigar al matrimonio.
Pasaron los meses y no cuajaba el casamiento; no por falta de pretendientes, -que los tenía a docenas-, sino por la imposición de que el futuro cónyuge tenía que destruir a Doña Ana y al marido.
Pero un buen día, apareció en escena un vasco, mal parecido, sin ningún éxito con las damas y más excitado que un semental de reses indómitas. ¿Dónde iba a encontrar un guayabo así, guapa, rica y joven?
Se lanzó a por ella. Se consumó el matrimonio y desaparecieron una temporada. Estaban disfrutando de la  Luna de  Miel. El apellido del flamante y lascivo marido, pasó a la posteridad  como sinónimo de vigor sexual. Se llamaba Pedro Arrechua, coloquialmente Arrecho1. Al cabo de un tiempo, los parroquianos de la ilustre ciudad de Potosí, empezaron a echar en falta a los nuevos tortolitos. Eran muchos meses de Luna de Miel. Después del casamiento no se los volvió a ver por la Imperial Villa. La gente empezó a murmurar. “Tiene que estar agotado”, decían jocosamente.
Un buen día apareció por la botica la recién casada; había ido por medicamentos para su brioso marido.
-¿Cómo se encuentra el señor… Arrechua? –preguntaba con intención el boticario.
-Muy cansado, sumamente cansado –respondía malévolamente la alegre viuda.
Pero la realidad era otra. El pobre Arrechua estaba crucificado en un oscuro cuartucho, al fondo de la casona. ¿Qué había pasado?
Simplemente, el ardoroso marido se negó a realizar las atrocidades que la joven casada le había indicado. Ésta, presa de la ira, también juró vengarse; pero en este caso, de su marido. En el vino le dio un potente sedante y lo adormiló. Lo ató en una cruz que mandó traer, con el pretexto que quería hacer un altar. Lo izó, como pudo. Dicen que buscó ayuda con un sirviente negro, al cual después ahogó en una tinaja enorme de vino.
Parecía Jesucristo. Lo tenía sin comer ni beber. Estaba esquelético, resaltaba su enorme nariz, como buen vasco. Apenas se le veían los ojos, se le habían hundido. Pero ahí no terminó la odisea para el pobre Arrechua. Todos los días, la vil mujer,  le clavaba un alfiler de bronce para ver si deponía su actitud.
-¡Te voy a clavar tres diarios! –decía con la mandíbula cerrada con rabia-. Como a los toros de lidia, a ver si te los arrancas y cambias.
Pasaban los meses y los parroquianos se preguntaban qué estaba pasando. La única fuente de información era el boticario. Hasta el mismísimo cura un día se acercó para informarse.
-Es muy extraño, señor cura –dijo el boticario-. Sólo viene por sales astringentes.
-¿Sales astringentes? ¿Para qué sirven? –preguntó intrigado el párroco.
-Para desinfectar los jamones…pero no sabía que tuvieran cerdos –explicó el boticario.
El sacerdote tampoco sabía que tuviera cerdos. “Se lo voy a comentar al Corregidor”, murmuró el de la sotana.
Las murmuraciones se habían convertido en el pan de cada día. Todos los días aparecían nuevas historias. Unas jocosas con respecto a su apellido, otras truculentas. El Corregidor decidió que había que poner fin a tanta murmuración. Incluso algunos empezaron a dudar de la autoridad del mismo.
El Corregidor llamó al sacerdote:
-Vamos a investigar la casa de Doña Magdalena Téllez. Quisiera que  nos acompañe –le solicitó el representante de la Ley.
En realidad, se lo pidió porque el populacho llegó a hablar de demonios y fantasmas, y posiblemente habría que exorcizar la casa.
Tras pasar la verja de hierro forjado, y atravesar un porche con enormes piedras talladas, uno de los guardias que acompañaban al Corregidor, dio tres golpes secos con los aldabones de hierro macizo que colgaban de la gruesa puerta de madera.
-¿Quién es? –preguntó una voz afónica.
-La Ley –dijo el Corregidor-. ¡Abra la puerta!.
La puerta se abrió por dentro, dejando entrever a Doña Magdalena entre sombras. No había ninguna ventana abierta. La única luz que iluminaba era la llama oscilante de un cirio.
-Queremos ver a Don Pedro Arrechua –requirió el Corregidor.
La mujer fingió desconsuelo.
-No está.
-¿Dónde es encuentra?
-En los baños termales de Tarapaya –respondió la mujer con voz quejumbrosa.
-¿Está enfermo? –preguntó el sacerdote.
-Sí. Tiene reuma.
La respuesta para el Corregidor no fue convincente. Echó una ojeada por el salón. La débil llama apenas le dejaba ver con claridad.
-¡Vamos a requisar la casa! –dijo con autoridad el representante de la Corona-. Condúzcanos a todas las dependencias.
Sólo quedaba la pequeña habitación que daba al fondo. Las demás fueron inspeccionadas a conciencia. No había evidencia de que estuviese.
Bajaron un par de escalones, tras un corto pasillo llegaron a la puerta del cuartucho. Estaba cerrada con llave. Doña Magdalena, se apresuró a abrirla. En ningún momento manifestó temor o inquietud. Estaba tranquila. Sin duda alguna, era fría y calculadora.
Nada más abrir, el sacerdote se santiguó. Lo  mismo hizo el Corregidor y los dos guardias que les acompañaban.
-¡Santo cielo! –exclamó el sacerdote-. ¡Qué maravilla de Cristo!
El Cristo estaba reluciente. Era una verdadera obra de arte, una auténtica filigrana. Estaba hecho con alfileres de bronce, uno junto a otro, sin dejar ningún resquicio. Las cabezas de los alfileres brillaban como el oro. No parecían de bronce. En la base permanecía un cirio de color rojo llameando, produciendo extrañas sombras.  
Tras comprobar que tampoco estaba el marido, dieron por finalizada la inspección, procediendo a cerrar la puerta con llave.
Pero hubo un detalle que no le pasó desapercibido al Corregidor. De vez en cuando oía el zumbido de un moscardón. Y antes de que dieran la última vuelta a la llave, pidió que abrieran nuevamente la puerta.
Se centró en oír el ruido del moscardón. Eran dos. Ambos entraban y salían por la parte de atrás del Cristo. Se agachó para ver con más detalle. Miró a la mujer. Por primera vez la vio nerviosa, motivo por el que sospechó aún más. Giró un poco al Cristo para ver mejor la parte posterior, se arrodilló, pero no  para rezar, sino para observar el camino que trazaban los moscardones.
-¡Pardiez! –exclamó el Corregidor levantándose dando un salto hacia atrás, y tapándose la nariz con un pañuelo.
Resulta que el único lugar donde la afligida mujer no pudo cubrir el cuerpo de su marido con los brillantes alfileres de bronce, era el agujero del ano.
De ello se encargaron los moscardones.

arrecho, cha
1.     adj. amer. vulg. Excitado sexualmente, lascivo o lujurioso: se pone arrecho solo con mirarla 
©capel
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