sábado, 11 de octubre de 2025

El Precio de un Dios Falso

DEOS vs DIOS

DEOS. El acrónimo no es casual. Dopamina, Endorfina, Oxitocina, Serotonina. Cuatro letras que remedan "Deus" —Dios en latín— pero con una E que lo corrompe, que lo hace artificial. No es el Dios que exige fe, trabajo y sacrificio. Es un dios de plástico que entrega la dicha sin preguntas.

Y aquí está el problema: la felicidad sin causa es una mentira neurológica.

Te cuento la historia...


Marina Rubira dejó las pastillas sobre la mesa. Azul, rosa, verde, naranja. DEOS. Cuatro cápsulas que brillaban como pequeños dioses domésticos en el amanecer gris de Barcelona.

—¿Vas a tomarlas o no? —preguntó Jordi desde la puerta, aflojándose la corbata.

Ella no respondió. Afuera comenzaba a llover, o tal vez llevaba horas lloviendo. El tiempo se había vuelto una sustancia viscosa desde que dejó las pastillas.

—Llevas una semana sin tomarlas —insistió Jordi, con el fastidio de quien ve a otro complicarse la vida innecesariamente—. No entiendo qué estás tratando de demostrar.

"Demostrar". La palabra flotó como una acusación. Marina había despertado un día y las pastillas le habían parecido obscenas, como esos objetos cotidianos que de pronto revelan su verdadera naturaleza repugnante.

Jordi suspiró, tomó su propio frasco de DEOS y se tragó las cuatro cápsulas sin agua. Treinta segundos después sonreía. Marina recordó que alguna vez ella también había sonreído así.

II

En Madrid, en un departamento del barrio de Salamanca, Javier Prado hijo preparaba su dosis matutina con meticulosidad sacerdotal.

Primero la azul: dopamina, el placer del logro sin logro alguno. Luego la rosa: endorfinas, el alivio del dolor que nunca sentía porque ya no corría, ya no hacía nada que pudiera llamarse esfuerzo. La verde: oxitocina, su favorita. El amor sin la molestia de amar. Y la naranja: serotonina, la ilusión de que todo estaba en orden cuando todo se desmoronaba como esos edificios del boom con grietas que nadie quería ver.

Su padre no tomaba DEOS. A sus setenta y dos años seguía jugando tenis, comiendo manzana y un zumo de naranja, levantándose a las cinco de la mañana.

—En mi época —había dicho el viejo durante el último almuerzo—, si querías sentirte bien tenías que ganártelo. Ahora lo compran en la farmacia como aspirinas.

Javier había querido responderle pero solo sonrió —esa sonrisa química, perfecta, vacía— y pidió más refresco de cola.

Esa noche, mirando el océano invisible en la oscuridad, se preguntó cuándo había sentido algo verdadero por última vez. No podía recordarlo. Y lo peor era que tampoco le importaba.

III

El doctor Saveliev publicó su estudio en The Lancet: quince años de investigación que demostraban que el cerebro humano se atrofiaba cuando recibía felicidad sin causa. Los circuitos del esfuerzo, de la voluntad, se volvían perezosos como músculos sin ejercitar.

"Los sujetos que consumieron DEOS durante más de cinco años", escribía con prosa árida, "mostraban una reducción del 43% en la actividad del córtex prefrontal durante tareas que requerían autodisciplina. En términos coloquiales: habían perdido la voluntad".

Las corporaciones negaron las conclusiones. Los gobiernos archivaron el estudio. Pero algo comenzó a cambiar, imperceptiblemente, como movimientos tectónicos que solo se notan cuando ya es tarde.

IV

Marina dejó DEOS en octubre. Para febrero aún lloraba cada noche. Su cuerpo se rebeló como un adicto en abstinencia. Temblores, insomnio, una tristeza que le dolía en los huesos.

Jordi se fue en noviembre. "No puedo vivir con alguien que elige sufrir", le dijo. Y Marina pensó que tal vez tenía razón. Tal vez rechazar la felicidad disponible era la última forma de locura.

Pero llegó marzo. Una mañana, corriendo torpemente por el puerto sintió algo. No la euforia falsa de las endorfinas sintéticas, sino algo más pequeño, más frágil, pero infinitamente más real: la satisfacción de haber completado tres kilómetros cuando hace dos meses no podía correr ni quinientos metros.

Esa noche lloró también, pero de algo que se parecía peligrosamente a la esperanza.

V

Javier nunca dejó DEOS. A los cuarenta y dos años sufrió un infarto menor. Los médicos le dijeron que necesitaba cambios. Él asintió y al día siguiente duplicó su dosis.

Murió a los cuarenta y cinco en su departamento, solo, sonriendo, con el blister vacío junto a su cuerpo. El forense determinó paro cardíaco. No mencionó que el corazón parecía haber olvidado cómo latir por sí mismo.

Su padre leyó la noticia mientras desayunaba. No lloró. Miró hacia el jardín donde Javier había jugado de niño y dijo en voz baja:

—Te advertí que la felicidad no se compra, hijo. Se gana.

VI

Marina cumplió sesenta años corriendo el maratón de Barcelona. Terminó en el puesto 3.427 de 5.000 participantes. Seis horas y catorce minutos. Cruzó la meta exhausta, con las piernas destrozadas y el alma intacta.

Esa noche, sola en su apartamento, se preparó un té y miró por la ventana. Las farmacias aún vendían DEOS. Los anuncios aún prometían felicidad instantánea. La gente aún elegía el atajo.

Pero ella había elegido el camino largo. Y recordó la frase que su abuela solía repetir:

—Dios no está en las pastillas, niña. Está en el camino.

Afuera, en algún lugar de la ciudad, alguien abría su frasco de DEOS. Adentro, Marina bebía su té y sentía en los músculos adoloridos la evidencia de que estaba viva. Verdaderamente viva.

Y eso no podía comprarse en ninguna farmacia del mundo.

¿Y si pudieras comprar la felicidad en cuatro pastillas? ¿Lo harías?

Imagina despertar mañana y encontrar en tu farmacia de barrio un nuevo producto: DEOS. Cuatro cápsulas de colores que prometen activar exactamente los químicos que tu cerebro necesita para sentirte pleno. Azul para la dopamina (motivación), rosa para las endorfinas (placer), verde para la oxitocina (amor), naranja para la serotonina (paz).

Sin ejercicio. Sin dieta. Sin esfuerzo.

Solo tragas las pastillas y en treinta segundos sonríes como si hubieras conquistado el mundo.

Suena tentador, ¿verdad? Demasiado tentador.

© antonio capel riera

#RelatosDeVida #TonyCapel #PionerosDelRock


viernes, 10 de octubre de 2025

EL GERANIO DEL BALCÓN

El geranio del balcón

Hay gestos que no tienen sentido hasta que entiendes que el sentido nunca fue el punto. Esta es la historia de mi abuela, un geranio muerto y la lección más importante que he aprendido sobre la terquedad, la esperanza y esa costumbre absurdamente humana de seguir regando lo que parece perdido.



La primera vez que noté el geranio muerto fue un martes. O quizá un miércoles. Los días en el departamento de mi abuela tenían esa cualidad de fundirse unos con otros como el azúcar en el café demasiado caliente. Pero el geranio: eso sí lo recuerdo. Marrón, rígido, absolutamente desprovisto de vida. Y sin embargo, ahí estaba ella, inclinada sobre el balcón con la regadera verde que había comprado en el mercado del Infante hace veinte años, rociándolo con el mismo cuidado meticuloso con que regaba los otros, los vivos, los que aún se dignaban a florecer.

No dije nada. Uno aprende, después de cierta edad, que hay cosas que es mejor no decir. Que el silencio es una forma de cortesía, o de cobardía, según cómo se mire.

Mi abuela había llegado de Abanilla en 1962, embarazada de mi madre y con doscientas pesetas en el bolsillo. Primero vivió en un cuarto de azotea en Churra. Luego en una casa en el barrio de Vistalegre de Murcia. Finalmente, después de treinta años limpiando casas ajenas, este departamento: pequeño, en un quinto piso sin ascensor, pero suyo. El balcón daba a una calle ruidosa donde los coches frenaban en seco y los vendedores ambulantes gritaban ofertas que nadie necesitaba. Pero para ella era un palacio.

—Hoy amaneciste mejor —le dijo al geranio muerto aquella mañana.

Yo bebí mi café sin mirarla. Afuera, la ciudad rugía con su hambre perpetua.

Pasaron las semanas. El geranio se volvió más seco, más quebradizo, más obviamente muerto. Yo trabajaba desde casa, desde la pandemia, escribiendo artículos que nadie leía para revistas digitales que nadie recordaba. Mi abuela seguía con su rutina: levantarse a las seis, preparar el desayuno, regar las plantas. Todas las plantas. Incluida esa.

Una noche, mientras cenábamos en silencio—habíamos agotado hacía tiempo los temas de conversación que no nos incomodaban—, me armé de valor:

—Abuela, ese geranio del extremo... ya no tiene salvación.

Ella masticó despacio su patata cocida, mirando un punto indefinido de la pared.

—Eso lo dices tú —respondió finalmente, con una calma que delataba toda una filosofía de vida que yo jamás comprendería.

Mi abuela había enterrado a tres hijos. Dos en Abanilla, antes de venir a Murcia. Uno aquí, mi tío Carlos, de cáncer, a los cincuenta y dos años. Había visto morir al abuelo, a quien yo nunca conocí, en un accidente absurdo en una obra de construcción. Había sobrevivido a la Guerra Civil española. ¿Quién era yo para hablarle de salvación?

El geranio continuó su muerte pública durante otro mes. Yo lo miraba cada mañana con una mezcla de fascinación y horror, como se mira un accidente de tráfico. Era grotesco. Era hermoso. Era profundamente humano, aunque la humanidad en cuestión estuviera siendo desplegada hacia un vegetal difunto.

Entonces, un sábado, llegué de hacer las compras y el balcón estaba distinto. Tardé un momento en darme cuenta: faltaba el geranio.

—¿Lo tiraste? —pregunté, con una sorpresa que no esperaba sentir.

—Había que hacerlo —dijo ella, sin drama, pelando patatas para el almuerzo—. No soy tonta.

Pero aquella tarde la vi salir. Dijo que iba a la farmacia, pero no llevaba ninguna receta. La seguí desde la ventana mientras caminaba, con esa lentitud digna de los ochenta años, hacia el vivero de la esquina. Tardó cuarenta minutos en volver. Traía una bolsa de plástico negro. Adentro, un geranio nuevo, pequeño, de un rojo tan violento que parecía una afrenta a la modestia.

No dijo nada al pasar junto a mí. Salió al balcón. Lo plantó en la misma maceta, en el mismo lugar donde había estado el otro. Luego lo regó, despacio, y le habló en voz tan baja que no pude escuchar las palabras.

Esa noche, mientras lavábamos los platos, me atreví:

—¿Por qué lo regabas si sabías que estaba muerto?

Ella no levantó la vista del agua jabonosa.

—Porque si uno deja de regar lo que está muerto, se olvida de cómo regar lo que todavía puede vivir.

Guardamos silencio. Afuera, un coche tocó la bocina. Un perro ladró. La ciudad siguió siendo la ciudad.

Yo no dije nada más. Ella tampoco. Pero esa noche, antes de dormir, salí al balcón y toqué con la punta de los dedos las hojas del geranio nuevo. Estaban frescas. Vivas. Llenas de esa terquedad inexplicable que hace que las cosas crezcan incluso en los lugares más imposibles.

Como mi abuela. Como todos nosotros, regando sin esperanza lo que creemos perdido, solo para descubrir que el gesto mismo es lo único que nos mantiene humanos.

© antonio capel riera

miércoles, 1 de octubre de 2025

El curso de los iluminados

De cazadores de clientes a clientes cazados

Prometían dos mil euros al mes con apenas dos horas de móvil. Lo que parecía el negocio del siglo terminó convertido en un carnaval humano, donde cada clase era más un sainete que un curso de ventas.

Crónica de un curso que prometía oro y nos dio carcajadas

Me apunté a ese curso como quien compra un billete de lotería: con la ilusión de que, de pronto, la vida me iba a cambiar por arte de magia. El anuncio, colocado en redes sociales con colores chillones y un aire mesiánico, prometía que con solo dos horas al día, desde el móvil, se podían ganar 2.000 euros mensuales. ¡Dos horas! Y yo, que paso la mitad del día perdiendo el tiempo en ese condenado aparato, pensé: “Esto es la panacea, lo que Dios me debía desde hace tiempo”.

El primer día éramos unos treinta entusiastas, cada cual más crédulo que el otro. Con el correr de los meses, las bajas fueron cayendo como moscas y al final quedábamos apenas un puñado de veteranos, resistentes, obstinados, tal vez demasiado orgullosos para reconocer que habíamos mordido el anzuelo.

Las prácticas eran un espectáculo de sainete. Nos hacían simular llamadas y mensajes para captar clientes de una empresa que ni siquiera sabíamos a qué se dedicaba. Pero lo que de verdad llamaba la atención no era la técnica comercial, sino el zoológico humano que se formaba en aquellas videoconferencias.

Uno, calvo como una bombilla y sin dientes, hablaba de sus traumas de juventud más que de ventas. Una señora, que olvidaba con frecuencia apagar la cámara, nos regalaba la visión inesperada de sus pelos faciales y de unas batas floreadas dignas de un convento. Otro llevaba siempre colgada al cuello una cruz tamaño obispo, como si fuese a exorcizar a los clientes. Y había quien, en vez de vender, aprovechaba para desahogarse: contaba las desgracias del primo, los achaques de la suegra y los cuernos del vecino.

A ratos, más que un curso de ventas, parecía el patio de un psiquiátrico en versión telemática. Y sin embargo, allí seguíamos, aguantando estoicamente, unos por no tirar el dinero invertido y otros porque habían encontrado en esa tragicomedia su único entretenimiento semanal.

Al cabo de un año, yo ya había aprendido dos cosas: que no iba a ganar ni un euro —ni con dos, ni con veinte horas al día—, y que la verdadera riqueza era poder asistir a ese circo de personajes que, sin saberlo, me daban material para escribir un libro entero.

Al fin y al cabo, no capté ni un solo cliente, pero sí capturé algo más valioso: el retrato vivo de la ingenuidad humana, disfrazada de emprendedor digital.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Cuatro viejos frente al espejo del tiempo

Cuatro ancianos, cuatro destinos y una misma compañía: la soledad. Uno trabajó hasta hacerse rico, otro lo perdió todo, un tercero nunca supo convivir, y el último eligió vivir libre y en paz. Al final surge la pregunta inevitable: ¿quién vivió mejor su vida?

La vejez no siempre trae calma; a veces es solo un espejo que nos devuelve lo que sembramos.


EL HOMBRE A pasó la vida trabajando sin descanso. Construyó una fábrica, pisos, un imperio… pero nunca aprendió a celebrar. Hoy sus mujeres se pelean por lo que él juntó con sudor, y en su cumpleaños nadie llama. Tiene de todo, menos calor humano.


EL HOMBRE B siempre fue de mal genio. Cambiaba de trabajo como quien cambia de camisa, peleado con todos. Nunca hizo amigos, nunca formó familia. Solo su perro le acompaña, fiel y silencioso. Lo poco que cobra lo comparte con él. Esa es su única ternura.



EL HOMBRE C vivió deprisa. Ganó dinero, lo gastó en viajes, casinos, mujeres. Era fuego, hasta que la fortuna se apagó. Un accidente lo dejó dependiente, y no hay manos que lo cuiden. Sus fiestas fueron ruido; hoy solo queda silencio.




EL HOMBRE
D eligió otra senda. Trabajó, sí, pero también rió, viajó, educó a sus hijos y compartió. Tras el encierro del COVID se volvió un jubilado libre, un poco hippie, disfrutando su soledad porque no es abandono, sino elección.



Y aquí surge la pregunta: ¿quién vivió mejor?
Quizás no sea el más rico ni el más atrevido, sino el que aprendió a equilibrar, a dar y a recibir. La vida no se mide en cuentas bancarias, sino en abrazos dados y recuerdos compartidos.

Porque al final, cuando la vejez llega, el dinero puede comprarte un colchón, pero no un abrazo; puede darte techo, pero no compañía. La verdadera riqueza es poder sonreír a solas, sin sentir vacío.


domingo, 28 de septiembre de 2025

UN RICO RICO Y UN POBRE MILLONARIO

La riqueza puede medirse en monedas, en propiedades, en herencias que desatan batallas familiares… o puede medirse en recuerdos, viajes, abrazos y noches bien vividas. En este relato, “Un rico rico y un pobre millonario”, contrasto dos vidas que, pese a terminar en la misma soledad, tuvieron caminos muy distintos: uno acumuló bienes sin disfrutar de ellos, el otro gastó su fortuna en vivir intensamente. La pregunta es inevitable: ¿quién de los dos fue verdaderamente feliz?



Quizás lo importante en la vida no son las monedas que tintinean en el bolsillo, sino las experiencias que se acumulan en el corazón.

Conozco el caso de un hombre que se hizo rico desde la nada. No tuvo estudios, apenas sabía escribir sin faltas, pero cada día, cuando la ciudad aún bostezaba, él ya estaba de pie a las cinco de la mañana. Trabajó como una mula y levantó un imperio de ladrillo y hormigón: pisos en alquiler, bajos comerciales, su propia fábrica. Lo tenía todo.
Hoy, a los setenta, jubilado y cansado, el oro que tanto acaparó se le escurre de las manos. Dos mujeres —cada una con sus hijos— disputan como hienas la herencia que aún respira. Él pasa más horas en notarías y despachos de abogados que en cualquier café o paseo. Nadie le felicita en Navidad, tampoco en su cumpleaños. Su segunda esposa, veinte años más joven, se entretiene coqueteando con otros hombres, y él, más que regalos, recibe la pregunta envenenada: “¿Cuándo piensas repartir lo tuyo?”.

Conozco también a otro hombre, de vida muy distinta. Tuvo dinero, pero lo gastó con la alegría de un marinero en tierra. Viajó por el mundo, bebió en tabernas, aplaudió en teatros, se rodeó de mujeres y amigos. Hoy, tras un accidente, vive con una pensión ridícula y una cicatriz que le recuerda que el cuerpo no es eterno. Está solo, es cierto, pero al menos puede cerrar los ojos y viajar a los recuerdos: Venecia en carnaval, un casino en Las Vegas, la risa de una mujer en México.

Ambos, al final, están solos. Esa es la amarga igualdad.
La diferencia es que uno, rodeado de bienes, no disfrutó jamás de la vida; y el otro, arruinado, ha exprimido cada gota de su tiempo.

¿Quién fue más feliz?
La respuesta no está en los bolsillos. Está en la mirada, cuando uno se acuesta, a oscuras, y repasa lo vivido.
©antoniocapelriera

sábado, 27 de septiembre de 2025

EL HOMBRE DE LA MORTADELA

Un carrito enorme, tres productos tristes y una frase que todavía me hace sonreír con melancolía.


Cuando iba al supermercado, me encontraba siempre —ya no sé si por casualidad o porque él se empeñaba en ir todos los días— a un hombrecillo mayor, encogido de espaldas y con ese aire de jubilado que ya no necesita tarjeta para demostrarlo. Llevaba un carro de la compra tan grande como si fuera a alimentar a una familia de cinco, pero dentro apenas había tres reliquias: un cartón de leche, pan de molde y unas tristes lonchas de mortadela y queso.

No había variación posible. Uno diría que aquel hombre había firmado un contrato con la rutina. Lo veía examinar los productos con la gravedad de un ministro de Hacienda, como si cada mortadela fuese distinta a la del día anterior. Pero siempre acababa cogiendo lo mismo.

Estaba delgaducho, de esos que el abrigo parece colgarles en percha, y su rostro, cuando se inclinaba sobre los precios, tenía una expresión que mezclaba resignación y hambre atrasada. Pensé que viviría solo, seguramente con una pensión mínima. Quizá había sido de esos que sobrevivieron al COVID quedándose sin compañía, y ahora la mortadela era su única conversación.

Un día decidí seguirle por los pasillos, como quien sigue a un misterio. No hacía nada extraordinario, solo caminar despacio, empujar el carro y repetir su liturgia de pobre hombre. Y sin embargo, en esa ceremonia mínima había algo que conmovía más que cualquier tragedia: la soledad envuelta en celofán, con fecha de caducidad y oferta del día.

Cuando lo vi pagar en la caja y salir despacio, pensé en acercarme y hablarle… pero justo entonces él se giró, me sonrió de reojo y dijo al aire, como para justificarse:
—Es que la mortadela, joven… está de oferta.
Y yo no supe si reír o llorar.

(c)antoniocapelriera