lunes, 29 de septiembre de 2025

Cuatro viejos frente al espejo del tiempo

Cuatro ancianos, cuatro destinos y una misma compañía: la soledad. Uno trabajó hasta hacerse rico, otro lo perdió todo, un tercero nunca supo convivir, y el último eligió vivir libre y en paz. Al final surge la pregunta inevitable: ¿quién vivió mejor su vida?

La vejez no siempre trae calma; a veces es solo un espejo que nos devuelve lo que sembramos.


EL HOMBRE A pasó la vida trabajando sin descanso. Construyó una fábrica, pisos, un imperio… pero nunca aprendió a celebrar. Hoy sus mujeres se pelean por lo que él juntó con sudor, y en su cumpleaños nadie llama. Tiene de todo, menos calor humano.


EL HOMBRE B siempre fue de mal genio. Cambiaba de trabajo como quien cambia de camisa, peleado con todos. Nunca hizo amigos, nunca formó familia. Solo su perro le acompaña, fiel y silencioso. Lo poco que cobra lo comparte con él. Esa es su única ternura.



EL HOMBRE C vivió deprisa. Ganó dinero, lo gastó en viajes, casinos, mujeres. Era fuego, hasta que la fortuna se apagó. Un accidente lo dejó dependiente, y no hay manos que lo cuiden. Sus fiestas fueron ruido; hoy solo queda silencio.




EL HOMBRE
D eligió otra senda. Trabajó, sí, pero también rió, viajó, educó a sus hijos y compartió. Tras el encierro del COVID se volvió un jubilado libre, un poco hippie, disfrutando su soledad porque no es abandono, sino elección.



Y aquí surge la pregunta: ¿quién vivió mejor?
Quizás no sea el más rico ni el más atrevido, sino el que aprendió a equilibrar, a dar y a recibir. La vida no se mide en cuentas bancarias, sino en abrazos dados y recuerdos compartidos.

Porque al final, cuando la vejez llega, el dinero puede comprarte un colchón, pero no un abrazo; puede darte techo, pero no compañía. La verdadera riqueza es poder sonreír a solas, sin sentir vacío.


domingo, 28 de septiembre de 2025

UN RICO RICO Y UN POBRE MILLONARIO

La riqueza puede medirse en monedas, en propiedades, en herencias que desatan batallas familiares… o puede medirse en recuerdos, viajes, abrazos y noches bien vividas. En este relato, “Un rico rico y un pobre millonario”, contrasto dos vidas que, pese a terminar en la misma soledad, tuvieron caminos muy distintos: uno acumuló bienes sin disfrutar de ellos, el otro gastó su fortuna en vivir intensamente. La pregunta es inevitable: ¿quién de los dos fue verdaderamente feliz?



Quizás lo importante en la vida no son las monedas que tintinean en el bolsillo, sino las experiencias que se acumulan en el corazón.

Conozco el caso de un hombre que se hizo rico desde la nada. No tuvo estudios, apenas sabía escribir sin faltas, pero cada día, cuando la ciudad aún bostezaba, él ya estaba de pie a las cinco de la mañana. Trabajó como una mula y levantó un imperio de ladrillo y hormigón: pisos en alquiler, bajos comerciales, su propia fábrica. Lo tenía todo.
Hoy, a los setenta, jubilado y cansado, el oro que tanto acaparó se le escurre de las manos. Dos mujeres —cada una con sus hijos— disputan como hienas la herencia que aún respira. Él pasa más horas en notarías y despachos de abogados que en cualquier café o paseo. Nadie le felicita en Navidad, tampoco en su cumpleaños. Su segunda esposa, veinte años más joven, se entretiene coqueteando con otros hombres, y él, más que regalos, recibe la pregunta envenenada: “¿Cuándo piensas repartir lo tuyo?”.

Conozco también a otro hombre, de vida muy distinta. Tuvo dinero, pero lo gastó con la alegría de un marinero en tierra. Viajó por el mundo, bebió en tabernas, aplaudió en teatros, se rodeó de mujeres y amigos. Hoy, tras un accidente, vive con una pensión ridícula y una cicatriz que le recuerda que el cuerpo no es eterno. Está solo, es cierto, pero al menos puede cerrar los ojos y viajar a los recuerdos: Venecia en carnaval, un casino en Las Vegas, la risa de una mujer en México.

Ambos, al final, están solos. Esa es la amarga igualdad.
La diferencia es que uno, rodeado de bienes, no disfrutó jamás de la vida; y el otro, arruinado, ha exprimido cada gota de su tiempo.

¿Quién fue más feliz?
La respuesta no está en los bolsillos. Está en la mirada, cuando uno se acuesta, a oscuras, y repasa lo vivido.
©antoniocapelriera

sábado, 27 de septiembre de 2025

EL HOMBRE DE LA MORTADELA

Un carrito enorme, tres productos tristes y una frase que todavía me hace sonreír con melancolía.


Cuando iba al supermercado, me encontraba siempre —ya no sé si por casualidad o porque él se empeñaba en ir todos los días— a un hombrecillo mayor, encogido de espaldas y con ese aire de jubilado que ya no necesita tarjeta para demostrarlo. Llevaba un carro de la compra tan grande como si fuera a alimentar a una familia de cinco, pero dentro apenas había tres reliquias: un cartón de leche, pan de molde y unas tristes lonchas de mortadela y queso.

No había variación posible. Uno diría que aquel hombre había firmado un contrato con la rutina. Lo veía examinar los productos con la gravedad de un ministro de Hacienda, como si cada mortadela fuese distinta a la del día anterior. Pero siempre acababa cogiendo lo mismo.

Estaba delgaducho, de esos que el abrigo parece colgarles en percha, y su rostro, cuando se inclinaba sobre los precios, tenía una expresión que mezclaba resignación y hambre atrasada. Pensé que viviría solo, seguramente con una pensión mínima. Quizá había sido de esos que sobrevivieron al COVID quedándose sin compañía, y ahora la mortadela era su única conversación.

Un día decidí seguirle por los pasillos, como quien sigue a un misterio. No hacía nada extraordinario, solo caminar despacio, empujar el carro y repetir su liturgia de pobre hombre. Y sin embargo, en esa ceremonia mínima había algo que conmovía más que cualquier tragedia: la soledad envuelta en celofán, con fecha de caducidad y oferta del día.

Cuando lo vi pagar en la caja y salir despacio, pensé en acercarme y hablarle… pero justo entonces él se giró, me sonrió de reojo y dijo al aire, como para justificarse:
—Es que la mortadela, joven… está de oferta.
Y yo no supe si reír o llorar.

(c)antoniocapelriera 

lunes, 22 de septiembre de 2025

EL FILÓSOFO

Siempre nos reíamos de él en el colegio. Lo veíamos torpe, ensimismado, perdido en sus siestas interminables más que en sus pensamientos. Por eso lo llamábamos, con crueldad de muchachos, el filósofo.


Al terminar el bachillerato, cada cual tomó su rumbo: unos a la universidad más cercana, otros al trabajo que pudieron. De él, nunca supimos nada. Se esfumó como un suspiro. Hasta que, treinta años después, en la reunión de antiguos alumnos, apareció. Y no era ya aquel joven dormilón, sino catedrático de física cuántica en Harvard. Nos costaba creerlo. Seguía teniendo los mismos gestos —rascarse la sien, entrecerrar los ojos como si todo le diera sueño—, pero nadie habría apostado entonces por lo que llegó a ser en la vida.

El azar quiso que años más tarde lo encontrara en un aeropuerto. No lo busqué: simplemente vi un tumulto de periodistas y cámaras rodeando a un hombre al que protegía la seguridad. Me acerqué con curiosidad, sin reconocerlo de inmediato. Hasta que un ademán, mínimo y antiguo, me lo reveló.

Impulsivamente grité su apodo de colegio:

—¡Filósofo!

Él alzó la vista. Y, en medio del ruido, me buscó hasta encontrarme. Sonrió. Avanzó hacia mí, desbordando a guardaespaldas y fotógrafos, y nos abrazamos. Un abrazo fuerte, sincero, donde el sabio y el muchacho dormilón eran uno solo.

El destino suele esconder a los genios bajo disfraces torpes. Y al final, más allá de títulos y multitudes, lo único que permanece es la memoria de un apodo y el abrazo de un viejo amigo.
© antonio capel riera