Siempre nos reíamos de él en el colegio. Lo veíamos torpe, ensimismado, perdido en sus siestas interminables más que en sus pensamientos. Por eso lo llamábamos, con crueldad de muchachos, el filósofo.
El azar quiso que años más tarde lo encontrara en un aeropuerto. No lo busqué: simplemente vi un tumulto de periodistas y cámaras rodeando a un hombre al que protegía la seguridad. Me acerqué con curiosidad, sin reconocerlo de inmediato. Hasta que un ademán, mínimo y antiguo, me lo reveló.
Impulsivamente grité su apodo de colegio:
—¡Filósofo!
Él alzó la vista. Y, en medio del ruido, me buscó hasta encontrarme. Sonrió. Avanzó hacia mí, desbordando a guardaespaldas y fotógrafos, y nos abrazamos. Un abrazo fuerte, sincero, donde el sabio y el muchacho dormilón eran uno solo.
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