lunes, 22 de septiembre de 2025

EL FILÓSOFO

Siempre nos reíamos de él en el colegio. Lo veíamos torpe, ensimismado, perdido en sus siestas interminables más que en sus pensamientos. Por eso lo llamábamos, con crueldad de muchachos, el filósofo.


Al terminar el bachillerato, cada cual tomó su rumbo: unos a la universidad más cercana, otros al trabajo que pudieron. De él, nunca supimos nada. Se esfumó como un suspiro. Hasta que, treinta años después, en la reunión de antiguos alumnos, apareció. Y no era ya aquel joven dormilón, sino catedrático de física cuántica en Harvard. Nos costaba creerlo. Seguía teniendo los mismos gestos —rascarse la sien, entrecerrar los ojos como si todo le diera sueño—, pero nadie habría apostado entonces por lo que llegó a ser en la vida.

El azar quiso que años más tarde lo encontrara en un aeropuerto. No lo busqué: simplemente vi un tumulto de periodistas y cámaras rodeando a un hombre al que protegía la seguridad. Me acerqué con curiosidad, sin reconocerlo de inmediato. Hasta que un ademán, mínimo y antiguo, me lo reveló.

Impulsivamente grité su apodo de colegio:

—¡Filósofo!

Él alzó la vista. Y, en medio del ruido, me buscó hasta encontrarme. Sonrió. Avanzó hacia mí, desbordando a guardaespaldas y fotógrafos, y nos abrazamos. Un abrazo fuerte, sincero, donde el sabio y el muchacho dormilón eran uno solo.

El destino suele esconder a los genios bajo disfraces torpes. Y al final, más allá de títulos y multitudes, lo único que permanece es la memoria de un apodo y el abrazo de un viejo amigo.
© antonio capel riera

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