sábado, 27 de septiembre de 2025

EL HOMBRE DE LA MORTADELA

Un carrito enorme, tres productos tristes y una frase que todavía me hace sonreír con melancolía.


Cuando iba al supermercado, me encontraba siempre —ya no sé si por casualidad o porque él se empeñaba en ir todos los días— a un hombrecillo mayor, encogido de espaldas y con ese aire de jubilado que ya no necesita tarjeta para demostrarlo. Llevaba un carro de la compra tan grande como si fuera a alimentar a una familia de cinco, pero dentro apenas había tres reliquias: un cartón de leche, pan de molde y unas tristes lonchas de mortadela y queso.

No había variación posible. Uno diría que aquel hombre había firmado un contrato con la rutina. Lo veía examinar los productos con la gravedad de un ministro de Hacienda, como si cada mortadela fuese distinta a la del día anterior. Pero siempre acababa cogiendo lo mismo.

Estaba delgaducho, de esos que el abrigo parece colgarles en percha, y su rostro, cuando se inclinaba sobre los precios, tenía una expresión que mezclaba resignación y hambre atrasada. Pensé que viviría solo, seguramente con una pensión mínima. Quizá había sido de esos que sobrevivieron al COVID quedándose sin compañía, y ahora la mortadela era su única conversación.

Un día decidí seguirle por los pasillos, como quien sigue a un misterio. No hacía nada extraordinario, solo caminar despacio, empujar el carro y repetir su liturgia de pobre hombre. Y sin embargo, en esa ceremonia mínima había algo que conmovía más que cualquier tragedia: la soledad envuelta en celofán, con fecha de caducidad y oferta del día.

Cuando lo vi pagar en la caja y salir despacio, pensé en acercarme y hablarle… pero justo entonces él se giró, me sonrió de reojo y dijo al aire, como para justificarse:
—Es que la mortadela, joven… está de oferta.
Y yo no supe si reír o llorar.

(c)antoniocapelriera 

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