La riqueza puede medirse en monedas, en propiedades, en herencias que desatan batallas familiares… o puede medirse en recuerdos, viajes, abrazos y noches bien vividas. En este relato, “Un rico rico y un pobre millonario”, contrasto dos vidas que, pese a terminar en la misma soledad, tuvieron caminos muy distintos: uno acumuló bienes sin disfrutar de ellos, el otro gastó su fortuna en vivir intensamente. La pregunta es inevitable: ¿quién de los dos fue verdaderamente feliz?
Quizás lo importante en la vida no son las monedas que tintinean en el bolsillo, sino las experiencias que se acumulan en el corazón.
Conozco el caso de un hombre que se hizo rico desde la nada. No tuvo estudios, apenas sabía escribir sin faltas, pero cada día, cuando la ciudad aún bostezaba, él ya estaba de pie a las cinco de la mañana. Trabajó como una mula y levantó un imperio de ladrillo y hormigón: pisos en alquiler, bajos comerciales, su propia fábrica. Lo tenía todo.
Hoy, a los setenta, jubilado y cansado, el oro que tanto acaparó se le escurre de las manos. Dos mujeres —cada una con sus hijos— disputan como hienas la herencia que aún respira. Él pasa más horas en notarías y despachos de abogados que en cualquier café o paseo. Nadie le felicita en Navidad, tampoco en su cumpleaños. Su segunda esposa, veinte años más joven, se entretiene coqueteando con otros hombres, y él, más que regalos, recibe la pregunta envenenada: “¿Cuándo piensas repartir lo tuyo?”.
Conozco también a otro hombre, de vida muy distinta. Tuvo dinero, pero lo gastó con la alegría de un marinero en tierra. Viajó por el mundo, bebió en tabernas, aplaudió en teatros, se rodeó de mujeres y amigos. Hoy, tras un accidente, vive con una pensión ridícula y una cicatriz que le recuerda que el cuerpo no es eterno. Está solo, es cierto, pero al menos puede cerrar los ojos y viajar a los recuerdos: Venecia en carnaval, un casino en Las Vegas, la risa de una mujer en México.
Ambos, al final, están solos. Esa es la amarga igualdad.
La diferencia es que uno, rodeado de bienes, no disfrutó jamás de la vida; y el otro, arruinado, ha exprimido cada gota de su tiempo.
¿Quién fue más feliz?
La respuesta no está en los bolsillos. Está en la mirada, cuando uno se acuesta, a oscuras, y repasa lo vivido.
©antoniocapelriera
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