Los Hogares del Pensionista eran en España lo que son: refugios de la soledad disfrazada de compañía, donde los viejos matan las horas jugando al dominó, bailando los sábados y esperando que la muerte se retrase un poco más. Allí confluían toda clase de derrotados por el tiempo: agricultores de manos nudosas, ferroviarios jubilados, albañiles con la espalda rota, amas de casa que sobrevivieron a sus maridos. Gente sin letras, en su mayoría. Hijos de la guerra y de la posguerra que nunca pisaron una escuela.
Los sábados había baile. Y con el baile llegaban los flirteos, los enamoramientos seniles, alguna boda ocasional. Aunque la mayoría, viudos y viudas, preferían el amancebamiento. Casarse significaba perder la pensión. "Prefiero ajuntarme para no perder la paga", decía uno de aquellos viejos con la franqueza brutal de quien ya no tiene nada que ocultar.
Pero entre todos destacaba uno. Un tipo singular que exigía que le llamaran "mi coronel" o "piloto" según le diera. Coronel del Ejército del Aire, decía. Ochenta años bien llevados y una pensión seis u ocho veces superior a la del resto de aquellos pobres diablos. Un potentado entre indigentes.
Lo que desorientaba era su aspecto. Vestía con colores chillones que no combinaban entre sí, llevaba prendido en la solapa un avión de juguete descomunal, y en su corbata amarilla lucía una hélice de avión a modo de pasador. Imposible pasar desapercibido. Y resultaba extraño que un oficial de alta graduación frecuentara aquel antro de jubilados pudiendo estar en un Casino Militar, rodeado de sus iguales.
Un día le pregunté a bocajarro:
—Mi coronel, ¿qué avión pilotaba usted?
—Un Junker alemán de siete motores —respondió sin pestañear.
Ahí supe que mentía. Jamás existieron aviones Junker de siete motores.
—Mi coronel, no me venga con trolas. Ese avión no existe.
Le miré fijamente a la cara. El viejo se derrumbó como un edificio al que le quitan los cimientos. Hundió la cabeza entre los hombros y con un hilo de voz me dijo:
—Le voy a contar una historia que me tiene atormentado desde hace muchos años.
Y entonces habló.
Estaba destinado en la Base de Madrid como soldado raso de aviación. Su trabajo consistía en vigilar los depósitos de combustible. Nada más. Una mañana, cuando las tropas de Franco estaban a punto de entrar en la capital, un capitán y un teniente republicanos le ordenaron que llenara el depósito de un avión. Iban a huir.
Llenó el depósito. Los dos oficiales pusieron en marcha los motores para que se calentaran. Pero entonces, por el extremo de la pista, aparecieron las tropas franquistas. El capitán y el teniente huyeron por una portezuela trasera, dejándole solo con los motores en marcha.
Intentó parar las hélices. No sabía cómo. Le daba a todos los botones y palancas que encontraba, pero aquello no se detenía. Hasta que entraron al avión los soldados del Generalísimo.
Un teniente franquista le preguntó por su graduación y escuadrón. Él dijo la verdad: soldado raso, vigilante de los tanques de combustible. El teniente no se lo creyó. Un soldado no sabe poner en marcha los motores de un avión, dijo. Hay que ser oficial para tener conocimientos aeronáuticos. Y en la Libreta de Registros que llevaba, le anotó como teniente.
Terminada la guerra, volvió al campo. Era lo único que sabía hacer. Además, le habían cogido en zona roja y no tenía otra escapatoria.
Cuarenta años después llegó la democracia. Adolfo Suárez reconoció la antigüedad de los militares republicanos, restituyéndoles el grado y asignándoles un sueldo acorde. Le llamaron porque apareció su nombre en aquella Libreta de Registros como teniente. Le dijeron que le correspondía la graduación de coronel. Le estipularon un sueldo.
Casi se desmayó. El funcionario que le dio la noticia creyó que era por la emoción. Qué va. Era por el dinero. Jamás en la vida soñó que le iban a pagar tanto por algo que nunca hizo.
—Esa es mi historia —concluyó el viejo—. Ni soy piloto ni soy coronel.
Se quedó mirándome con ojos cansados, esperando quizá un juicio, una absolución, un reproche. No dije nada. A veces la vida te convierte en impostor sin que lo busques. Y a veces, también, la Historia es una mentira que se vuelve verdad por el simple hecho de estar escrita en un registro.
El falso coronel siguió acudiendo al Hogar del Pensionista. Siguió luciendo su avión en la solapa y su hélice en la corbata. Y yo nunca dije nada. Al fin y al cabo, en aquel lugar todos éramos impostores de algo. De la juventud que ya no teníamos. De la dignidad que nos quitaron. De la vida que pudimos haber vivido y nunca vivimos.
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