martes, 27 de mayo de 2025

Desde Jersón (Ucrania) al futuro: el precio del éxodo

Este relato está dedicado a una de las camareras que me sirve el café cada tarde, con una amabilidad que solo da quien ha conocido el frío de verdad.

En los centros comerciales llenos de luces y ruido, a veces hay historias que pasan desapercibidas. Historias de mujeres valientes que cruzaron el mundo por amor, por necesidad, por sus hijos. Hoy quiero compartir la historia de una de ellas, una de esas almas silenciosas que, con una sonrisa y una taza de café, te recuerda que cada persona tiene un viaje extraordinario detrás.
----

Un buen día, sin que yo lo deseara, la vida me empujó a dejar mi querida Jersón, en Ucrania. No fue una despedida, fue un corte. No me fui, me arranqué. Lo hice porque llegó la perestroika, cayó el Muro de Berlín… pero no todo fue alegría y apertura para los que vivíamos al este. Para muchos, como yo, comenzó el caos.

Yo era madre soltera, y no tenía más que a mi hija pequeña, un puñado de ahorros y una determinación feroz: darle seguridad, aunque tuviera que cruzar el mundo.

El destino me trajo a España, país de sol generoso, de turistas de todos los idiomas y de oportunidades escondidas detrás de mostradores y escobas. Trabajé de lo que fuera: limpiadora, fregaplatos, camarera. Dormí mal, lloré en silencio, aprendí otro idioma y me adapté sin perder mis raíces.

Hoy, 25 años después, soy camarera en un bar dentro de un gran centro comercial. Tengo estabilidad, una familia que formé aquí y un trabajo que me dignifica. Mi hija —la que me miraba con miedo desde el asiento del tren— es hoy una mujer independiente, con acento español y alma ucraniana.

Y sí, encontré el amor. No lo esperaba, pero llegó. Como llega la calma después de la tormenta.

A veces, mientras sirvo un café con espuma bien dibujada, miro a los ojos del cliente que tengo delante. Algunos me sonríen. Otros, como tú, me miran con curiosidad y respeto. Y yo pienso: “Si supieras todo lo que he vivido para llegar hasta aquí…”

Gracias a Dios. Y gracias a la vida, que me empujó al vacío para enseñarme que también se puede volar.

© antonio capel riera

#HistoriasQueInspiran #MadresMigrantes #RelatoReal
#DesdeJersón #CamarerasConHistoria #TonyCapelRieraRelatos
#MujeresValientes #RelatoEmotivo #CentroComercial #ÉxodoConEsperanza

HOMO CONSUMENS

El zoológico humano del shopping bar

El zoológico humano del shopping bar
¿Y si entrecerraras los ojos en un centro comercial y vieras desfilar animales en forma de humanos? Desde tortugas sabias hasta halcones hormonados, pasando por ratas estresadas y caballos de pasarela. Una mirada antropológica, humorística y científica (con ironía incluida) sobre nuestra vida moderna, nuestras caras… y nuestras bolsas.

Cada tarde, como ritual, me acomodo en una esquina estratégica del café del Shopping Bar, esa catedral contemporánea del consumo. Justo al lado de un enchufe —el tótem sagrado del nómada digital—, despliego mi portátil y me preparo a observar. Lo mío no es ocio: es etnografía de campo.

La fauna es diversa. Si entrecierro los ojos, la magia evolutiva se revela.

Uno pasa con cara de caballo: mandíbula marcada, andar elegante, mirada noble pero perdida entre escaparates. Otro le sigue, más menudo, nervioso, mirada esquiva: cara de rata total. Luego viene un musculoso con nariz aguileña y mirada de depredador: halcón, sin duda. Le sigue un señor rozagante, rostro sudoroso y feliz, con cara de cerdito recién salido del spa. Y una señora de pasos lentos y rostro sabio me recuerda, inevitablemente, a una tortuga profesora de yoga.

Me cuesta no soltar la carcajada. Esto no es zoología, ¡es ciencia pura!

Los cuerpos también hablan: torsos hinchados por testosterona y batidos, chicas delgadísimas que parecen calaveras andantes con jeans comprimidos al vacío. Un hombre con aura samurái. Una pareja tatuada que parecen salidos de Bora-Bora (o de Instagram).

Así nace mi clasificación científica de la tarde:

  • Homo Aguileñensis: olfato fino para los perfumes caros, y siempre alerta al reflejo en el escaparate.
  • Homo Equus: nervioso, rápido, especialista en sneakers de edición limitada.
  • Homo Tectonicus: adicto al móvil, se mueve menos que una piedra pómez.
  • Homo Gymnosaurius: cuello ausente, bíceps sobredimensionado, habla poco.
  • Homo Bolsiferus: especie dominante. Carga 6 bolsas, más mochila cruzada.
  • Homo Selfiensis: imposible no verlo, se hace 7 fotos por minuto.

Todos distintos. Todos con algo en común: el impulso ritual del consumo. Todos van cargados. Todos muestran. Todos compran.

Apago el portátil. Mi café se ha quedado helado. Una señora con cara de búho me observa como si supiera que estoy escribiendo sobre ella. Y entonces pienso:

“El ser humano ha salido de la selva… pero sigue llevando el zoológico dentro”.

©antonio capel riera

#HomoConsumens #AntropologíaUrbana #HumorCientífico
#ShoppingZoológico #FaunaHumana #CaféyObservación
#CrónicasDesdeElCentroComercial #ModernosPeroSalvajes
#TonyCapelRieraRelatos #RelatoCortoConCafé

sábado, 24 de mayo de 2025

El Coronel y el Maricón de Oro

Crónica melillense con olor a perfume y un teniente demasiado depilado

Cuando el coronel Antonio Martínez, veterano de mil maniobras y padre de nueve hijos, recibe orden de traslado a Madrid, decide llevarse consigo a su asistente Pedrito, que no solo cocina, lava y manda, sino que además es... maricón. El problema comienza cuando el teniente Carrasco, que compartía fogones (y algo más) con Pedrito, también quiere ir a Madrid. Pero el coronel tiene una regla de oro: "¡En mi casa con un maricón basta!"

En el Cuartel General de Melilla, mientras los cañones dormitan y las banderas flamean con desgana, el coronel Antonio Martínez, héroe de maniobras, entusiasta del rancho reglamentario y padre prolífico de nueve criaturas —todas reconocidas, para asombro del Registro Civil—, cabecea plácidamente en su sillón de cuero, con el cinturón abierto y un regusto a cordero moruno aún bailándole en el paladar.

En la mesa, aún humea un coñac de cortesía y un puro sin encender decora una esquina como símbolo fálico de autoridad. Pero el coronel está melancólico. Melilla se le queda chica, y Madrid lo espera con sus atascos, sus tertulias de cuñados y sus nostalgias africanas. En la sala, un pandemónium de cajas, medallas, cabezas de gacela disecadas y una colección incompleta de Hola descansa sobre los muebles, esperando destino.

Lo único que no está empacado es Pedrito.

Pedrito no es un adorno. Pedrito es la columna vertebral de la casa. Una mezcla de asistente, niñera, cocinero, lavandero y consejero con alma de vedette. Tiene muñeca para la repostería y cintura para la rumba. Es, en palabras del propio coronel: “más eficaz que toda la Intendencia del Regimiento y más decorativo que la Patrulla Águila”.

Esa tarde, mientras la señora del coronel se pierde en busca de recuerdos y rebajas, Maruchi, la hija mayor, que tiene 20 años, vocación dramática y algo de ansias, aprovecha la tregua para citar al teniente Carrasco, un oficial de aspecto escultórico, con barba bien delineada, abdominales de desfile y un sospechoso interés en los productos de cosmética coreana.

—¿Qué haces mañana? —le pregunta ella en un susurro que huele a mandarina y pecado.

—Te pienso... y desayuno —responde el teniente mientras su loción Old Spice invade el cuarto de baño del Pabellón de Oficiales, lugar sagrado donde se consumará la despedida.

Maruchi se pega a él como lapa al rompeolas. Le admira el cutis, le palpa los pectorales y, entre jadeo y jadeo, pregunta:

—¿Y Pedrito?

—¿Qué Pedrito ni qué ocho cuartos? ¡Masajéame, anda!

Mientras tanto, en la sala, el coronel bosteza, abre un ojo, masculla algo entre dientes y de pronto golpea con energía la mesa.

—¡Pedrito se viene a la península! —proclama, como si acabara de recuperar Ceuta.

Lo llama con tono marcial.

—¿Te vendrías a Madrid, criatura?

—Mi coronel... con usted hasta el fin del mundo —responde Pedrito, poniendo cara de folclórica en zambra.

—Te conseguiré un pase especial. Oficialmente seguirás siendo “agregado logístico del entorno doméstico”.

El coronel cierra los ojos satisfecho. “Un maricón eficiente vale más que tres parientes inútiles”, piensa con sabiduría ancestral.

Cuando Maruchi, más despeinada que convencida, regresa a casa, le suelta al teniente la bomba:


—Pedrito se viene con nosotros.

Carrasco, que ya se había visualizado heredando el control del fogón familiar, palidece. Se sube la bragueta y corre a hablar con el coronel como si lo hubieran ascendido.

—Mi coronel... solicito destino en Madrid.

El coronel lo mira de arriba abajo, en especial la depilación tipo legionario ibicenco.

—¿Ves el Peñón? —le señala por la ventana—. Cuando los ingleses nos lo devuelvan, te vienes conmigo.

—Pero... ¿por qué, mi coronel?

—¡Porque con un maricón en casa basta, teniente! ¡Y Pedrito llegó primero!

(Cualquier parecido con la realidad es culpa de la realidad, que insiste en parecerse a mis cuentos. Esto es pura ficción, ¡aunque ya sabemos que la vida a veces se pasa de creativa!)

EL OCASO DEL REY LOBO

IBN MARDANIS, EL REY LOBO

IBN MARDANIS, EL REY LOBO
El joven Abenarabi está en uno de los ostentosos salones del Palacio del Castillejo del Rey Lobo; le acompaña el poeta Ar-Rusafi, está de paso, se dirige a Granada desde Valencia; ambos se encuentran recostados entre almohadones bellamente decorados, sumidos en una apacible nostalgia. El otoño ha llegado. Empiezan las primeras hojas a caer en los jardines del palacio; una suave brisa perfumada arranca un melodioso sonido de la hojarasca. 
¡Adiós, verano!
Dicen que para los poetas el otoño tiene una inspiración sublime, llena de lírica; pero la mente de Ar-Rusafi está en otro lugar. No es consciente de aprovechar los estímulos de los hermosísimos jardines del Rey Lobo. Le han llegado noticias de que los almohades están cerca de los confines del reino. Se estremece nada más pensarlo, y únicamente le consuela que tiene discípulos que van a continuar con su creación poética.  Uno de ellos es el joven Abenarabi, que con tan solo nueve años destaca por su sabiduría en los dominios del Rey Lobo.
Ar-Rusafi, desde los amplios ventanales del salón, observa la Fortaleza de Monteagudo, y mirando a la derecha y hacia abajo, se maravilla de la cristalina laguna donde se mecen unas barcas coloridas al compás de la suave brisa; incluso llega a distinguir a Ibn Mardanis –el Rey Lobo–, que desde uno de los torreones observa el preparativo para un gran recibimiento… Aguardaba a nobles genoveses con los que hacía pingües beneficios con la cerámica de Murcia.
¡Qué pena!, Ar-Rusafi sabe que dentro de unas semanas o meses el Rey Lobo ya no podrá disfrutar de esplendidos boatos; las fastuosidades y lucimientos ante las cortes invitadas, tienen los días contados.  Y mirando de reojo al adolescente Abenarabi aun siente más tristeza, porque sospecha que Murcia dejará de ser el centro cultural de todo el Al–Andalus… Y el joven Abenarabi, a pesar de su tierna edad, –ya es un destacado sufí –, tendrá que abandonar su Murcia natal.
Ibn Mardanis mira y ordena desde su torreón la colocación de las barcas como si no le preocupara la proximidad de los almohades. 
¡Genio y figura!
Su hijo, el primogénito, que siempre estaba a su vera, jamás vio a su padre afligido; sin embargo, hoy parecía estarlo. El rey se dirigió a él mientras vigilaba los trasiegos que hacían los hombres. 
–Si muero y entran los almohades, te rindes.
–¿Pero por qué? –pregunta el hijo que jamás vio desfallecer al Rey Lobo.
–Porque este palacio y sus jardines no deben ser destruidos por el invasor. Han sido muchos años lo que ha costado crear este paraíso y sus alrededores.
El Rey Lobo tenía razón.
Murcia tenía profusas acequias y caudalosos canales que colmaban sus fértiles tierras, que al contemplar desde cualquier mirador de los palacios del Rey Lobo, provocaban una emoción y éxtasis sin igual. Desde el gran ventanal el poeta Ar-Rusafi y su discípulo Abenarabi, ensalzaban cómo se entrelazaban los limoneros y naranjales; los frutos de la vid trepaban por doquier dejando ver apetitosos racimos colmados de fragantes granos, destacando la uva negra, de la que posteriormente elaborarían riquísimos dulces; las moreras, cuyas luminosas hojas al ondear contrastaban con las higueras, álamos y pinos. Sin duda, los dominios de El Rey Lobo eran un edén alfombrado de fina hierba, cáñamo, arroz, trigo, pimientos y toda clase de hortalizas y legumbres. Por doquier se entremezclaban los ramajes que trepaban por las torres almenaras, alquerías y bancales frondosos. 
A los oídos de Ar-Rusafi y del joven Abenarabi llegaban las armonías de las sonoras norias repartiendo el agua, y también el animado canto de las aves, y todo ello perfumado con el suave aroma de los jazmines, azahar y rosas…
¡Murcia era el paraíso de todo el Al-Andalus!
–Padre… ¿está seguro de que debo rendirme?
–Sí… quédate con el Palacio del Castillejo y negocia la capitulación de la Fortaleza de Monteagudo y el Palacio de Larache.
–¡Padre, usted jamás va a ser derrotado…! ¡Mi situación sería terrible si usted muere!… Todos los palacios y jardines que usted ha construido los destruirán… ¡No diga esas cosas!
–Hijo, siempre me has guardado obediencia. Continúa a así –dijo mirando hacia la Fortaleza de Monteagudo.
El Rey Lobo manifestó a su hijo que los almohades destruyen todo lo que encuentran a su paso, y la única manera de que sobreviva todo el esplendor conseguido, es con una rendición pactada. 
En la distancia, el poeta Ar-Rusafi adivinaba por los gestos la conversación que tenía el Rey Lobo y su hijo. Intuía que la grandiosidad edénica de los territorios de Ibn Mardanis tocaba su fin. Miraba de soslayo al adolescente Abenarabi con tristeza, especulando que la etapa de esplendor cultural, político y económico de la sin igual Murcia, tenía los días contados.

© antonio capel riera

viernes, 23 de mayo de 2025

El Club Secreto de los Amigurumi

Cuando tus creaciones tejen su propia historia


Mari Carmen es una estudiante que pasa sus noches tejiendo adorables Amigurumi sin sospechar que, entre ovillos y agujas, está dando vida a algo más que muñecos. Un relato entrañable, mágico y lleno de humor que te hará mirar tus creaciones con otros ojos.

Mari Carmen, estudiante de diseño, había cambiado las fiestas universitarias por tardes de café y ganchillo. Mientras sus compañeros explotaban redes sociales, ella tejía pequeños seres de lana: zorros con bufandas, gatos pensativos, un cactus con sombrero y hasta un pulpo con ocho sonrisas.

Una mañana, su rutina cambió. El cactus apareció encima de la cafetera con un cartelito diminuto: “¡Más café, menos drama!” Desde entonces, comenzaron las bromas: muñecos que aparecían dentro de su mochila, bufandas que se tejían solas durante la noche, y fotos misteriosas en su móvil donde los Amigurumi posaban como si tuvieran su propio Instagram.

Una madrugada, Mari Carmen los descubrió reunidos bajo la lámpara del escritorio, organizando lo que parecía una junta secreta. El cactus presidía la reunión. La conejita tocaba el violín. El gato repartía tareas. Ella no se asustó. Sonrió.

Y comprendió que la magia de tejer no estaba solo en las manos, sino también en el corazón. Desde entonces, sus Amigurumi viven con ella... literalmente.

jueves, 22 de mayo de 2025

De la Jubilación al Escenario Rodante: Crónicas de un Camperista con Ukelele

Cuando el encierro del COVID amenazó con robarme la libertad, encontré en mi camper la salida al mundo. Desde entonces, he dormido bajo moreras, a orillas de playas solitarias y en mitad de la montaña... pero lo mejor ha sido la gente: un general alemán que tocaba cualquier instrumento, un búlgaro con mandolina que triunfó en Stuttgart, y yo, con mi humilde ukelele, viviendo conciertos improvisados en parkings que parecen la ONU. Esta es la historia.


Cuando me jubilé, la palabra “destierro” era casi literal. El dichoso COVID nos empujó a muchos a escondernos, primero en casa, luego —en mi caso— en mi viejo barco. Pero hasta el mar tiene sus límites cuando no se puede salir a tierra. Fue entonces cuando descubrí mi salvación: una camper.

Convertirme en camperista no fue una moda, fue una necesidad… y acabó siendo una bendición. La libertad que te da una casa con ruedas es impagable: puedes dormir a orillas de una playa desierta, junto a un río cristalino o en mitad de una montaña donde solo te despiertan los pajarillos y alguna que otra ardilla curiosa. Mi lugar favorito, sin duda, es bajo una frondosa morera, con el ukelele a mano y el café al fuego lento.

Lo mejor no es solo el paisaje, sino la fauna humana que uno encuentra en estos “parkings del mundo”. En uno de esos campamentos conocí a un personaje que parecía salido de una novela de Zweig: un general alemán retirado, que no solo había dirigido bandas militares, sino que tocaba cualquier instrumento que se le pusiera delante. Clarinetes, trombones, gaitas… hasta una cucharilla si hacía falta. Hicimos dúo: él y yo, con mi humilde ukelele. Nos rodeaban franceses con boina, holandeses en bicicleta, británicos con té en la mano… ¡Parecía la ONU! Una jam session multilingüe que acabó con brindis en seis idiomas.



Benji, un virtuoso de la mandolina
Y hace poco, en un rincón del Thader, conocí a otro fenómeno: un búlgaro virtuoso de la mandolina, con discos grabados y una coral que fue ovacionada en Stuttgart. Tres veces los hicieron salir a saludar. ¡Y yo lo tenía ahí, al lado de mi camper, como si fuera un vecino de parcela! Una tarde mágica, entre Beethoven y boleros, que jamás olvidaré.

Porque vivir así es eso: coleccionar historias, músicas y paisajes, sin reloj, sin prisas… y con el corazón abierto.

Os dejo unas fotos y un par de audios de aquellos encuentros, por si queréis sentir un poco de esa magia rodante.

lunes, 19 de mayo de 2025

LOS ALACRANES




Los Country Boys de Murcia (o cómo seis cowboys cruzaron el tiempo a caballo de la música)

Allá por los lejanos y gloriosos años 60, cuando Murcia apenas despertaba del letargo del blanco y negro, unos muchachotes con más ilusión que medios decidieron hacer algo que entonces era casi pecado: tocar rock. No pasodobles, no boleros, no jotas murcianas… ¡rock! Y además, con pelos largos, pantalones ceñidos y guitarras eléctricas que chirriaban como locomotoras en celo.


Eran pioneros. Nadie lo dudaba. Fueron los primeros jóvenes murcianos que aparecieron en la televisión española cuando solo había un canal, una cámara y una sola toma buena (y si te equivocabas, pues ajo y agua). Aquel día histórico, la abuela de uno de ellos gritó desde la cocina:

¡Niño, que estás en la tele! ¡Peínate!

Pero lo mejor no es cómo empezaron, sino cómo siguieron. Porque a diferencia de tantos grupos que se disuelven por envidias, novias, deudas o simplemente por falta de paciencia… ellos aguantaron unidos hasta 2024.
Sí, señor. Más de medio siglo juntos. Y sin matarse.
Casi un milagro murciano.

El alma guitarrera del grupo era José María, que no solo tocaba como un ángel endemoniado, sino que clavaba los riffs de Creedence Clearwater Revival como si los hubiera parido él mismo. Era virtuoso, elegante, y se colocaba el sombrero tejano como quien se coloca una corona de rey del desierto. Siempre iba de negro, como si Johnny Cash fuera su primo de Alhama.

A su lado, con voz rasgada y potente, estaba Domingo, que cantaba como Fogerty después de haberse comido un pisto murciano y un plato de zarangollo. Cerrar los ojos y oírlo cantar era ver la Ruta 66 cruzando la huerta de Santomera.

Álvaro, el bajista, parecía sacado directamente de un western de Clint Eastwood: con su pipa, su enorme barba blanca y su mirada de forajido bueno. Daba igual que no hubiera montado un caballo en su vida: con ese sombrero de buscador de oro y su bajo Fender colgado al pecho, parecía que venía directo del saloon del Far West.

El toque exótico y elegante lo daba Sally, la dama del acordeón, que convertía cualquier bar en una pradera de Tennessee. Nadie supo jamás si Sally era española, francesa o texana, pero todos coincidíamos en que cuando tocaba, la luna se ponía a aplaudir en compás.

Y a la batería, cómo no, estaba el inconfundible Pepe "Búfalo Bill", que no era de Wyoming sino de Lorquí, pero que hacía rugir la batería como si estuviera persiguiendo bisontes en el Cañón del Colorado.

Para cerrar la banda como se cierran las películas inolvidables, Antonio -Ñoñi- al violín le ponía el alma folkie, ese lamento dulce de madera que parecía decirnos: “el country también es emoción, compadre”.

Todo esto duró hasta 2024, cuando el destino nos robó a José María, el primero en partir. Pero no se fue en silencio: dejó una huella imborrable en cada nota que tocó, en cada riff que nos erizó la piel, en cada acorde que hizo latir nuestros corazones.

Y así se despide una leyenda: con guitarra en mano, sombrero bien puesto y el eco de su música galopando en la memoria de todos los que fuimos sus oyentes… y sus admiradores.


Bea: la gacela con trenzas que destruyó nuestra hombría

Bea: como una diosa griega

Hubo una época en que el mayor temor de un chico no era quedarse calvo, ni reprobar matemáticas, ni siquiera declararse a la hija del director del colegio. No. El verdadero pánico adolescente tenía nombre propio: Bea.

Bea era una especie de mutación entre una modelo de pasarela, una gacela africana y un misil tierra-tierra. Alta, estilizada, con trenzas que le bailaban al viento como látigos de victoria, y unas piernas tan largas que cuando salía corriendo parecía que su sombra llegaba cinco segundos después. Si el Amerinst hubiera tenido una estatua de la deportividad, esa estatua se habría llamado Bea... y aún así ella habría llegado antes que su propia estatua.

Los 100 metros lisos eran su patio de recreo, y nosotros sus víctimas anunciadas. Los profesores intentaban animarnos con discursos sobre el espíritu deportivo, la igualdad de género y otras bellas teorías pedagógicas... pero la verdad es que nos quedábamos tiesos cuando tocaba competir contra ella. Bea nos ganaba sin despeinarse. Y eso que tenía flequillo. A uno le ganó con una sola zapatilla; a otro corriendo de espaldas; a mí… bueno, a mí me ganó antes de que sonara el pito de salida. Me distrajo con una sonrisa y ya cuando quise arrancar, ella estaba pidiéndose una gaseosa del otro lado del campo.

Lo más cruel era el comentario del fondo, el susurro infame que nos destrozaba el alma:

¿Has visto? Hasta una mujer les gana…

Y lo peor era que ¡era cierto! ¡Y qué mujer!
La más rápida, la más guapa y —como si eso fuera poco— la más simpática.
Una injusticia biológica con piernas kilométricas.

Pero el colmo de nuestra desgracia masculina llegó en el viaje de promoción. Nos llevaron al trópico de Santa Cruz, con sus caminos polvorientos, su humedad tipo sauna turca, y un sol que derretía la autoestima. Allí, en medio de una excursión de diez kilómetros (ida y vuelta), Bea no solo nos ganó a todos: nos sacó una hora de ventaja y, por si fuera poco, plantó la bandera de Bolivia, la del Amerinst y casi que fundó una república independiente con su cara en la moneda.

Mientras nosotros vomitábamos medio hígado por la caminata, ella sacaba de su mochila una toalla rosa, se secaba el sudor (que jamás tuvo) y preguntaba, con toda inocencia:

—¿Y los chicos? ¿Se quedaron atrás?

Atrás estábamos. Y destrozados. La clase entera parecía un campamento de soldados derrotados, y Bea caminaba entre nosotros como si fuera el general victorioso. Hasta la profesora de Sociales le pidió autógrafo.

Y lo más surrealista: todos suspirábamos por ella. Porque sí, podías tener el ego hecho trizas, pero seguías enamorado. Era imposible no estarlo. En mi caso, me enamoré por etapas: primero de sus piernas, luego de su sonrisa, luego de su risa, y al final de su forma de correr, que era una declaración de independencia.

Han pasado los años. A veces me pregunto qué habrá sido de Bea.
¿Atleta olímpica? ¿Espía internacional? ¿Entrenadora de galgos?

Yo solo sé que si un día me la cruzo por la calle, le voy a pedir revancha.
Eso sí: en ajedrez.

sábado, 17 de mayo de 2025

Aventura en la Chiquitania: El hallazgo que nunca olvidamos

Aventura en la Chiquitania: El hallazgo que nunca olvidamos

Tres adolescentes, una selva infinita y un descubrimiento imposible de olvidar

En unas vacaciones distintas, tres compañeros del instituto decidimos explorar la Amazonía boliviana siguiendo la ruta de las antiguas misiones jesuíticas. Lo que comenzó como un juego de exploradores se convirtió en una experiencia que nos marcaría de por vida. En una cueva olvidada por el tiempo… encontramos armaduras con esqueletos dentro. Esta es la historia real.

Un buen día, mientras todos hacían planes de playa o montaña, tres compañeros del instituto decidimos ser exploradores por una vez en la vida. Nada de vacaciones típicas: queríamos seguir los pasos de los misioneros jesuitas que llegaron a la Amazonía boliviana en el siglo XVIII, atravesando la Chiquitania.

Llevábamos lo que creímos esencial: repelente de mosquitos, medicinas, linternas, latas de conserva y muchas ganas de aventura. Nos reíamos pensando cómo habrían sobrevivido aquellos españoles sin nada de eso, solo con coraje, fe… y seguramente algo de locura.

Cada paso nos adentraba más en una selva densa, húmeda y ruidosa. Entre picaduras, sustos y lluvias tropicales, acabamos encontrando una cueva en la ladera de una montaña. Entramos para refugiarnos del chaparrón y fue ahí donde todo cambió.

En el fondo de la cueva, cubiertas por siglos de humedad y tierra, descubrimos tres armaduras antiguas con esqueletos humanos dentro. No era una película. Era real. Aquellos restos estaban allí, como si la historia nos hubiese estado esperando.

El acceso era difícil. Nosotros llegamos agotados con equipo moderno. Ellos, en cambio… ¿cómo? ¿Por qué? Nos llenó de asombro y respeto. Aquel lugar estaba cerca de Roboré, un pequeño pueblo perdido en el mapa, pero inmenso en recuerdos.

No teníamos cámaras, ni móviles. Solo nos quedó la memoria y la piel de gallina. No nos creyeron muchos cuando lo contamos, pero no importa. Nosotros lo vivimos.

jueves, 15 de mayo de 2025

El Visitante Inesperado


Cuando el pasado llama a la puerta… y nadie abre


Durante años fue el cerebro detrás de la economía nacional. Hoy, convertido en un anciano jubilado, recorre las oficinas donde una vez forjó imperios… solo para descubrir que la memoria colectiva tiene fecha de caducidad. Un relato nostálgico, irónico y profundamente humano.



El Visitante Inesperado

Don Francisco José Navarro había sido el todopoderoso director del Banco de España. Además, catedrático de Economía en una de las universidades más prestigiosas del país, formado en Harvard y Oxford. Por su despacho pasaron emprendedores que más tarde se convirtieron en magnates, y doctorandos que hoy dan conferencias en Davos.

Sin embargo, algo ocurrió tras su jubilación.

Ya retirado, Don Francisco comenzó a aparecer sin previo aviso en los despachos de grandes empresas. Se presentaba con su traje perfectamente planchado, su maletín de cuero antiguo y una mirada que combinaba dignidad con cierta melancolía.

—¿Tiene cita con el director general? —le preguntaban las secretarias.

—No, pero dígale que soy Francisco Navarro —decía con la tranquilidad de quien cree que su nombre sigue abriendo puertas.

Pero no las abría. Las jóvenes asistentes lo miraban con esa mezcla de cortesía y condescendencia que se reserva para los abuelos un poco perdidos. Nadie parecía saber quién era. En algunos casos, ni siquiera lograba pasar del recibidor.

¿Por qué lo hacía?

No buscaba trabajo ni favores. Solo deseaba ser recibido, entrar, saludar, intercambiar unas palabras y marcharse. Nada más.

Algunos directores generales, intrigados, accedían. Lo recibían por respeto, o quizás por curiosidad. Uno de ellos, más directo, le preguntó:

—¿Qué desea exactamente, don Francisco?

Y él, con una sonrisa serena y una pausa larga, respondió:

—Nada. Solo saber cuántos recuerdan... lo que hicimos juntos.

Afuera, en la calle, pasaba la vida sin saber que ese hombre de pasos lentos había sido uno de los arquitectos invisibles de la economía nacional. No sufría de pobreza ni de soledad: tenía una buena pensión, una familia que lo quería y una biblioteca entera con su legado académico.

Pero le faltaba algo más profundo:
El eco de su nombre.
El aplauso diferido que nunca llega.
El reconocimiento.

Porque el drama del genio no es que el mundo lo ignore al principio, sino que, cuando el telón cae, ya nadie se molesta en recordar quién fue el protagonista.


© Autor: Tony Capel Riera