lunes, 19 de mayo de 2025

Bea: la gacela con trenzas que destruyó nuestra hombría

Bea: como una diosa griega

Hubo una época en que el mayor temor de un chico no era quedarse calvo, ni reprobar matemáticas, ni siquiera declararse a la hija del director del colegio. No. El verdadero pánico adolescente tenía nombre propio: Bea.

Bea era una especie de mutación entre una modelo de pasarela, una gacela africana y un misil tierra-tierra. Alta, estilizada, con trenzas que le bailaban al viento como látigos de victoria, y unas piernas tan largas que cuando salía corriendo parecía que su sombra llegaba cinco segundos después. Si el Amerinst hubiera tenido una estatua de la deportividad, esa estatua se habría llamado Bea... y aún así ella habría llegado antes que su propia estatua.

Los 100 metros lisos eran su patio de recreo, y nosotros sus víctimas anunciadas. Los profesores intentaban animarnos con discursos sobre el espíritu deportivo, la igualdad de género y otras bellas teorías pedagógicas... pero la verdad es que nos quedábamos tiesos cuando tocaba competir contra ella. Bea nos ganaba sin despeinarse. Y eso que tenía flequillo. A uno le ganó con una sola zapatilla; a otro corriendo de espaldas; a mí… bueno, a mí me ganó antes de que sonara el pito de salida. Me distrajo con una sonrisa y ya cuando quise arrancar, ella estaba pidiéndose una gaseosa del otro lado del campo.

Lo más cruel era el comentario del fondo, el susurro infame que nos destrozaba el alma:

¿Has visto? Hasta una mujer les gana…

Y lo peor era que ¡era cierto! ¡Y qué mujer!
La más rápida, la más guapa y —como si eso fuera poco— la más simpática.
Una injusticia biológica con piernas kilométricas.

Pero el colmo de nuestra desgracia masculina llegó en el viaje de promoción. Nos llevaron al trópico de Santa Cruz, con sus caminos polvorientos, su humedad tipo sauna turca, y un sol que derretía la autoestima. Allí, en medio de una excursión de diez kilómetros (ida y vuelta), Bea no solo nos ganó a todos: nos sacó una hora de ventaja y, por si fuera poco, plantó la bandera de Bolivia, la del Amerinst y casi que fundó una república independiente con su cara en la moneda.

Mientras nosotros vomitábamos medio hígado por la caminata, ella sacaba de su mochila una toalla rosa, se secaba el sudor (que jamás tuvo) y preguntaba, con toda inocencia:

—¿Y los chicos? ¿Se quedaron atrás?

Atrás estábamos. Y destrozados. La clase entera parecía un campamento de soldados derrotados, y Bea caminaba entre nosotros como si fuera el general victorioso. Hasta la profesora de Sociales le pidió autógrafo.

Y lo más surrealista: todos suspirábamos por ella. Porque sí, podías tener el ego hecho trizas, pero seguías enamorado. Era imposible no estarlo. En mi caso, me enamoré por etapas: primero de sus piernas, luego de su sonrisa, luego de su risa, y al final de su forma de correr, que era una declaración de independencia.

Han pasado los años. A veces me pregunto qué habrá sido de Bea.
¿Atleta olímpica? ¿Espía internacional? ¿Entrenadora de galgos?

Yo solo sé que si un día me la cruzo por la calle, le voy a pedir revancha.
Eso sí: en ajedrez.

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