LA ISLA DEL BARÓN Y EL ENIGMA
DE LA PRINCESA RUSA
Inesperadamente aumentó la brisa –cosa inusual en el Mar Menor–, de manera
que nos vimos forzados a fondear a escasos metros de la Isla del Barón hasta
que amainara el viento. Mi hija y yo sabíamos que la isla era propiedad
privada, de manera que decidimos no bajar del barco. No estábamos preocupados
ni siquiera alarmados por la situación meteorológica; sabíamos que era cuestión
de tiempo, y en breve regresaríamos al Club Náutico Los Nietos; además, el
barco estaba preparado para navegar en situaciones mucho más comprometidas. De
hecho, Mr. Cook, su anterior dueño, salía a pescar atunes a más de ochenta
millas de la costa. De tal manera, el Mar Menor era una mansa charca para mi
barco.
El ancla enganchó rápidamente y comprobamos que no garreaba. Hicimos una
última comprobación y verificamos que el viento no nos llevaría hacia unas
pequeñas rocas muy cerca de la playa. En tanto, esperando que dejara de
arreciar el fuerte viento, decidimos tomar café. Cogí el termo y serví dos
tazas del aromático café. Su penetrante olor nos espabiló. Dicen los entendidos
que hay que tomarlo caliente, negro y sin azúcar. ¡Y así lo hicimos! No por
falta de azucarillos, sino por comprobar si era cierto el consejo de los entendidos.
Mi hija y yo teníamos mucha complicidad en experimentos de cosas nuevas…
Tras el primer sorbo, mi hija me pidió que le contara una vez más la
historia de la Isla del Barón: ¡Le encantaban mis relatos…!
La Isla Mayor, que así se llamaba por ser la más grande de las islas que
conforman el Mar Menor, fue una prisión de la Armada Española desde 1727, donde
confinaban a militares de alto rango e ilustres aristócratas a finales del
siglo XIX y principios del XX, condenados por batirse en duelo en lances de
honor. Dicha isla se hizo tristemente célebre con el sobrenombre de la ´Isla
del Honor` , porque todo el que la pisaba procedía de haber matado a su
adversario en un lance de honor.
Y eso fue lo que le sucedió a Don Julio Falcó D’Adda, –Barón de Benifayó–,
a quien un juez lo condenó por atravesarle el corazón con un sable a Don Diego
de Castañeda, por batirse en duelo tras ofender a una noble dama, cuyo nombre
era Doña María Victoria dal Pozzo della Cisterna, quien más tarde fue reina de
España y esposa del rey Amadeo I de Saboya.
El Barón de Benifayó acabó su cautiverio en 1878, y ocurrió un hecho
insólito: ¡se enamoró de la isla…! Sus familiares y amigos no lo podían
comprender…
–¿Cómo es posible que quieras comprar la isla donde has estado preso? –le
preguntaban sus amigos con asombro.
–Es el lugar donde he visto los más bellos atardeceres –decía con voz
melancólica, añadiendo. –Tenéis que visitarla, os invito.
Y así fue.
Ordenó a su administrador que hiciera los trámites pertinentes para comprar
la isla más grande del Mar Menor.
Después de realizar contactos de alto nivel,
valiéndose de que el Barón fue senador, y además, íntimo amigo del rey Amadeo I Saboya, esposo
de la reina María Victoria por la que se batió en duelo, de manera que obtuvo las autorizaciones
necesarias en tiempo récord para adquirir la isla Mayor en propiedad, y además,
un par de islotes de alrededor...
-¿Entonces, ese es el palacio que mandó construir? –preguntó mi hija
señalando a un palacete, extraordinariamente intrigada.
–Así es -respondí.– Es de estilo neomudéjar, y eran antológicas las fiestas
que ahí se celebraban.
En dicho palacete se reunía la flor y nata de la aristocracia española. Las
barcazas no cesaban de ir y venir desde San Pedro del Pinatar, para celebrar
fastuosos bailes amenizados por orquestinas contratadas para dichos eventos. Y
cuando había una celebración especial, el Barón hacía venir a un tenor desde
Italia… ¡Era todo un bohemio y aventurero!
Realmente Don Julio Falcó D’Adda, Barón de Benifayó, fue un aristócrata que
supo vivir la vida en toda su plenitud; era rico y podía permitirse todos los
lujos y caprichos que se le antojasen.
Por eso contrató al arquitecto de más prestigio de la época, Don Lorenzo
Álvarez Capra y le pidió que le construyera dos réplicas del palacete del
Pabellón de España, inaugurada en la Exposición Universal de Sevilla en 1873;
ordenándole edificar uno en San Pedro del Pinatar como residencia de verano, y
el otro en la isla Mayor para galanteos, fiestas y coqueteos de la alta
sociedad.
–Desde entonces, dejó de llamarse Isla Mayor por la Isla del Barón, hasta
nuestros días –dije a modo de clase de Historia.
El viento fue amainando, de manera que el mar se puso como si fuera una
balsa de aceite. Nos llamó la atención ese cambio tan extremo, además, del
color. Parecía como si hubiesen pintado las aguas de azul turquesa. El
contraste del palacete con el sol rojizo crepuscular, convertía la tarde en una representación
fastuosa. ¡Cuántas veces habrá disfrutado de esos atardeceres el Barón! No en
vano presumía ante sus amigos de que es el único lugar del mediterráneo donde
el sol nace por el mar y se acuesta en el mismo mar.
–Es verdad –afirmó mi hija-. Esta mañana vimos salir el sol del mar y ahora
se pone por el mismo sitio.
Mi hija estaba emocionada; había visto el momento en que el sol despuntaba
desde el mar, y también como desaparecía por el horizonte en el mar. Realmente
dicho panorama producía gratas sensaciones.
De pronto, mi hija se quedó mirando fijamente un trozo de roca.
–Papá… ¿ves aquel saliente de roca? –me dijo apuntando con su dedo a un
saliente rocoso, pegado a la arena.
–Sí… qué tiene de particular –pregunté.
–Parece que hay unos signos…
Cogí los prismáticos y comprobé que era cierto. Parecían signos cirílicos.
–Vamos a copiarlos –dijo mi hija. Cogió un papel y un bolígrafo y
prácticamente los calcó. Siempre le ha gustado el dibujo.
–Parece ruso –le dije-. Cuando regresemos al club se lo preguntaremos a
Dimitri.
Dimitri es un ruso que trabaja como mecánico en varias embarcaciones del
club, incluido mi barco.
Tras ponerse el sol pusimos rumbo al Club, tardamos casi una hora en
llegar, íbamos a media máquina; y ¡qué casualidad!...Dimitri estaba reparando
una vela del barco de mi vecino. Mi hija, impertinente por su curiosidad me
decía: “Papá, pregúntale” “Espera un momento que paremos motores” la
apaciguaba.
–Hola Dimitri… ¿me puedes decir qué pone aquí? –le dije a modo de saludo.
Leyó el papel, se puso serio y me miró…
–Dice ‘Несчастный, несчастный'.
Mi hija y yo nos miramos.
–Qué significa –pregunté.
–'Desdichada, infeliz' –dijo el ruso con cara de curioso, intentando
descubrir dónde habíamos copiado esas palabras.
En aquel momento me vino a la cabeza una historia que me contó un viejo
pescador años atrás.
Resulta que cuando me disponía a dar un paseo por la Isla del Barón, me
acerqué a la cafetería del club a tomar un café y le comenté al camarero mi
intención de rodear la isla; y en ese instante, un viejo pescador, apoyado en
la barra, al oír mi comentario dijo: “En esa playa se bañaba una princesa rusa
desnuda” “Lo sé porque la he visto”, dijo con la naturalidad de un anciano que
no tiene porqué mentir, mientras sorbía mi café. En realidad el viejo nunca
había visto a la princesa rusa en vida; lo que vio era su imagen. Le pedí que
me contara dicha historia porque empezó a interesarme. Decía que aparecía al
amanecer o al atardecer y no siempre.
–Pero quién era esa rusa –me interesé con afán.
–Yo no la conocí –dijo el viejo-. Pero mi padre sí… y bastante.
–¿Pero no ha dicho que usted la ha visto?
–Sí… pero vi su ánima.
–¿Un fantasma? –pregunté cada más estupefacto.
–Así es… era una princesa rusa que murió misteriosamente –afirmó el viejo
pescador con aires de circunspección.
Y al parecer fue así.
El Barón de Benifayó, constantemente
organizaba fiestas en su palacete de la isla; daba lo mismo que fuese en
verano o invierno. Buscaba cualquier pretexto para organizar una reunión o
celebración. Todo el pueblo de San Pedro del Pinatar se enteraba que iba a acontecer un gran espectáculo al
ver tanto trasiego de barcazas desde San Pedro del Pinatar hacia la isla;
salían embarcaciones y lanchas cargadas de víveres, bebidas y flores… La fama
de sus celebraciones, también llegó a la
aristocracia europea, de manera que empezaron a venir extranjeros al
puerto de San Pedro del Pinatar.
Sin embargo, no pasó inadvertida la presencia de una joven, guapa y rubia
para el pueblo de San Pedro. Eran constantes sus visitas a la isla, despertando
la atención entre los lugareños por su belleza. Se trataba de una princesa
rusa, que, según decían, el Barón se había prendado de ella.
Y era cierto. Se había convertido en su obsesión, llegando utilizar todos
los medios y recursos para invitarla a
sus celebraciones, bien sea a través de sus amigos aristócratas o de Casas
Reales europeas, y con frecuencia, hacía venir a la familia en pleno, quienes
viajaban desde Rusia a gastos pagados, de manera que estaba garantizada la
asistencia de la joven princesa. En
breve tiempo, la familia de la joven princesa rusa llegó a pasar temporadas
largas en el palacete del Barón, llegando a simpatizar y congeniar con los
padres.
Los padres de la princesa le confesaron al Barón que estaban pasando por
una situación económica muy crítica, y le pidieron ayuda financiera. Al Barón
se le aparecieron los cielos abiertos, sabía que era una gran oportunidad para
pedir la mano de su hija, de manera que podía tratar de contar con el
asentimiento de los padres.
Y así ocurrió.
Empezaron a preparar los fastos de la boda,
el Barón quería que fuese un acontecimiento suntuoso y de gran boato;
invitaron con antelación a lo más florido y granado del aristocracia española y
europea. Los regalos comenzaron a llegar, contrataron cocineros expertos en
cocina internacional, músicos, criados… ¡aquello se convirtió en un fabuloso
esplendor y ostentación! No era de
extrañar, porque así era la vida del Barón de Benifayó.
Durante mucho tiempo se habló de la boda del Barón, incluso se hicieron
coplas en recuerdo de tan magnífico evento; todo el mundo salió contento menos
una persona: la bella princesa. Se había casado contra su voluntad, fue una
boda de conveniencia. El Barón se dio cuenta de que la princesa no era feliz
con él, de manera que habló con los padres para que influyeran a su favor;
estos, lo animaban diciendo que con el tiempo iba a quererlo, que aún era muy
joven y que con el devenir de los años iba a
entender lo que es la vida y el matrimonio. En tanto, el Barón para
intentar agradar a su joven esposa, todas las semanas organizada una fiesta en
los jardines del palacete mirando hacia el mar. Sin embargo, ocurría un hecho insólito. En el momento
cuando todos los invitados estaban en los jardines disfrutando de la música, la
princesa descendía hacia la playa y se ponía a caminar descalza, luego se
sentaba en una roca y se quedaba mirando hacia la puesta de sol, hasta que
acabara de ocultarse. Los últimos rayos, delirantes de colores rojizos en su
rubia cabellera, creaban una exposición paradisíaca. Pero con una particularidad,
en cuanto salía la luna, se desnudaba y
caminaba de un extremo a otro por la suave arena.
Cuentan los invitados que la vieron andar por la playa a la luz de luna,
desnuda, que ni el mejor pintor del mundo podría hacer un cuadro tan bello
como ellos vieron. Y entre los
invitados, había eruditos en arte y grandes coleccionistas.
Y esta escena se repetía una y otra vez cuando el Barón organizada una
fiesta, de manera que se llegó a correr la voz en toda la alta sociedad de esta
extravagante circunstancia, y muchos intentaban ser invitados por el Barón a su
isla.
Pero este hecho, también trajo sus
complicaciones. Los invitados del Barón
empezaron a estar molestos con el comportamiento de la joven princesa.
Decían que no había derecho a que le hiciera esas afrentas a tan excelente
persona, e intentaban reparar dicho comportamiento. Pero el Barón no se
enteraba, la seguía con la mirada turbia por el champán, y hasta parecía que
disfrutaba observándola…
Una noche estrellada, los amigos del Barón tomaron una decisión: había que
acabar con esta ofensa que la bella
mujer estaba haciendo a su gran amigo; era un ultraje y humillación. Y esa
noche el plan se concibió: había que matar a la princesa haciendo creer que se
había ahogado. Para ello, contrataron a un
pescador sin escrúpulos y borrachín, para que la empujara mar adentro.
Tras oír la historia del viejo pescador en la cafetería del club, le
pregunté:
–¿Y cómo conoce esa historia?
–Me la contó mi padre, porque fue a él a quien le propusieron que la matara
y se negó –respondió con determinación.
Después de oír a Dimitri la traducción de los signos en ruso, los cuales
significaban ‘desdichada’ e ‘infeliz’, me empezó a cuadrar el relato del viejo
pescador.
Mi hija me miraba con atención, esperaba una explicación a la traducción
del mecánico ruso. “Es una historia triste, pero te la voy a contar”…
Y empecé a narrársela mientras recogíamos los enseres del barco, luego,
montamos en el coche rumbo a Murcia y continué con el relato.
Mi hija quedaba embelesada con mis relatos.
–Papá, ¿y es verdad que se aparece? –preguntó con candidez.
–Eso dicen… son varias personas que la han visto al atardecer en días de
luna llena –dije, mirándola de reojo.
–¿Crees que nosotros podríamos verla?
–Un atardecer de luna llena lo intentaremos –respondí, sonriendo en
connivencia.
Pero mi hija seguía pensativa…
–¿Te parece justo lo que hicieron los amigos del Barón?
–Lo que consiguieron fue que el Barón muriera al poco tiempo de tristeza…
¡y se acabaron las fiestas!
©antoniocapelriera