Dicen que el mar enseña disciplina, paciencia y carácter. Pero a veces ni mil tormentas preparan a un capitán para sobrevivir al naufragio de su propia casa.
Francisco Javier, viejo lobo de mar jubilado, regresa al hogar tras una vida surcando océanos… solo para descubrir que el temporal ahora sopla bajo su propio techo. Tres hijas que se fueron, un hijo solterón que no se va y una esposa que lo consiente todo.
Una historia de humor, estrategia doméstica y ternura cansada al estilo de Tony Capel.
Tempestad en tierra firme
Francisco Javier fue Capitán de la Marina Mercante. Un hombre de los de antes, de manos curtidas por el salitre y mirada de horizonte perpetuo. Había surcado todos los mares que la geografía y la paciencia humana permiten, desde el Índico hasta el Caribe, desde los hielos del Norte hasta los canales grasientos del Bósforo. En su rostro quedaban las arrugas del viento, la soledad y las tormentas. En su alma, la costra invisible de haber vivido siempre lejos.
Su vida, más que vivida, fue navegada.
A cambio del pan y del deber, dejó atrás esposa, hijos, padres y una juventud que se oxidó en cubierta. Veía crecer a sus hijos por entregas, como capítulos sueltos de un libro que nunca terminaba. Tres mujeres y un varón. A todos logró darles carrera universitaria, a base de noches de guardia y whisky de a bordo.
Cuando se jubiló, regresó a casa con la ilusión ingenua de quien cree que lo esperan con la misma devoción con la que uno recuerda. Pero la tierra firme tiene sus propias mareas, y las corrientes familiares suelen ser más traicioneras que el Cabo de Hornos.
Sus tres hijas se habían independizado, formaron su propia familia y solo volvían de visita, cargadas de nietos y nostalgia.
El único que quedaba en casa era su hijo, un ingeniero solterón de cuarenta años, con trabajo, buena nómina y un chalet propio que jamás estrenó. Vivía cómodo en el hogar paterno, donde su madre —bendita santa o bendita tonta, según el día— le planchaba las camisas, le cocinaba a su gusto y le toleraba los caprichos de eterno adolescente.
El Capitán lo observaba con una mezcla de desconcierto y furia contenida. Había cruzado huracanes, soportado motines y atravesado tifones, pero nunca había visto una tormenta tan persistente como la del hijo que no se iba.
Buscó consejo en un abogado, y este, encogiéndose de hombros, le explicó que no existía ley que amparase echar a un hijo adulto del hogar.
—El Código Civil no contempla motines domésticos, Capitán —le dijo el letrado.
Entonces el viejo marino hizo lo que mejor sabía: trazó un plan estratégico.
Sin artillería, pero con astucia.
Empezó por cambiar los muebles de sitio, como si el salón fuera un puente de mando en plena maniobra. Puso al perro a dormir en el sofá, vació el frigorífico de cervezas, encendía la radio a las seis de la mañana con marchas marineras y compró un canario que trinaba al alba junto a la ventana del hijo.
Cuando el muchacho traía alguna novia, el Capitán salía en bata y preguntaba con voz grave:
—¿Tú eres la que se va a casar con mi hijo… o la que vino anoche?
A las pocas semanas, el cuarentón solterón zarpó definitivamente hacia su chalet, empujado por los vientos del decoro y la vergüenza.
El Capitán no celebró la victoria. Solo sirvió un ron, se sentó en silencio frente al mar que ahora miraba desde la ventana, y pensó —como si hablara con un viejo barco— que, en el fondo, la tierra firme también naufraga.
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