viernes, 27 de agosto de 2010

Cómo echar a un cuarentón de casa

Dicen que el mar enseña disciplina, paciencia y carácter. Pero a veces ni mil tormentas preparan a un capitán para sobrevivir al naufragio de su propia casa.
Francisco Javier, viejo lobo de mar jubilado, regresa al hogar tras una vida surcando océanos… solo para descubrir que el temporal ahora sopla bajo su propio techo. Tres hijas que se fueron, un hijo solterón que no se va y una esposa que lo consiente todo.
Una historia de humor, estrategia doméstica y ternura cansada al estilo de Tony Capel.

Tempestad en tierra firme

Francisco Javier fue Capitán de la Marina Mercante. Un hombre de los de antes, de manos curtidas por el salitre y mirada de horizonte perpetuo. Había surcado todos los mares que la geografía y la paciencia humana permiten, desde el Índico hasta el Caribe, desde los hielos del Norte hasta los canales grasientos del Bósforo. En su rostro quedaban las arrugas del viento, la soledad y las tormentas. En su alma, la costra invisible de haber vivido siempre lejos.

Su vida, más que vivida, fue navegada.
A cambio del pan y del deber, dejó atrás esposa, hijos, padres y una juventud que se oxidó en cubierta. Veía crecer a sus hijos por entregas, como capítulos sueltos de un libro que nunca terminaba. Tres mujeres y un varón. A todos logró darles carrera universitaria, a base de noches de guardia y whisky de a bordo.

Cuando se jubiló, regresó a casa con la ilusión ingenua de quien cree que lo esperan con la misma devoción con la que uno recuerda. Pero la tierra firme tiene sus propias mareas, y las corrientes familiares suelen ser más traicioneras que el Cabo de Hornos.

Sus tres hijas se habían independizado, formaron su propia familia y solo volvían de visita, cargadas de nietos y nostalgia.
El único que quedaba en casa era su hijo, un ingeniero solterón de cuarenta años, con trabajo, buena nómina y un chalet propio que jamás estrenó. Vivía cómodo en el hogar paterno, donde su madre —bendita santa o bendita tonta, según el día— le planchaba las camisas, le cocinaba a su gusto y le toleraba los caprichos de eterno adolescente.

El Capitán lo observaba con una mezcla de desconcierto y furia contenida. Había cruzado huracanes, soportado motines y atravesado tifones, pero nunca había visto una tormenta tan persistente como la del hijo que no se iba.
Buscó consejo en un abogado, y este, encogiéndose de hombros, le explicó que no existía ley que amparase echar a un hijo adulto del hogar.
—El Código Civil no contempla motines domésticos, Capitán —le dijo el letrado.

Entonces el viejo marino hizo lo que mejor sabía: trazó un plan estratégico.
Sin artillería, pero con astucia.

Empezó por cambiar los muebles de sitio, como si el salón fuera un puente de mando en plena maniobra. Puso al perro a dormir en el sofá, vació el frigorífico de cervezas, encendía la radio a las seis de la mañana con marchas marineras y compró un canario que trinaba al alba junto a la ventana del hijo.

Cuando el muchacho traía alguna novia, el Capitán salía en bata y preguntaba con voz grave:
—¿Tú eres la que se va a casar con mi hijo… o la que vino anoche?

A las pocas semanas, el cuarentón solterón zarpó definitivamente hacia su chalet, empujado por los vientos del decoro y la vergüenza.
El Capitán no celebró la victoria. Solo sirvió un ron, se sentó en silencio frente al mar que ahora miraba desde la ventana, y pensó —como si hablara con un viejo barco— que, en el fondo, la tierra firme también naufraga.

© Tony Capel Riera

viernes, 20 de agosto de 2010

TE JUBILAS Y TE OLVIDAN

 

            Don Francisco fue Director General de una importante Entidad Crediticia. Pero Director de los de verdad: con chofer y ordenanza. No como los de ahora, ya que ellos mismos hacen de chofer y de repartidor.

            “Parezco un vendedor ambulante”, se quejaba un Director de los de ahora, porque tenía que recorrer por las distintas sucursales bancarias a entregar material para captar clientes; es decir: se pasaba repartiendo menajes, vajillas, edredones y diversos utensilios de uso doméstico.

            Don Francisco tenía aspecto de lo que era: un señor Director. Por su despacho pasaron numerosos empresarios de la Región. No había empresario que no requiriere la bendición de Don Francisco para llevar a buen término su compañía. Ayudó a jóvenes empresarios, asesoró a los destacados e hizo incontables auxilios a quien se lo pidiera.

            Hasta el día de su jubilación fue generoso y espléndido. “Por fin podré pintar tranquilamente”, repetía a sus amigos. Le gustaba la pintura y no lo hacía mal. Creaba bocetos, esbozos y dibujos de todo cuanto le llamara la atención.

            Pero Don Francisco tenía un gran desconsuelo. Un hijo sufrió un accidente unos meses antes de jubilarse, y después de un coma y una larga convalecencia, el muchacho llegó a recuperarse. No concluyó sus estudios y decidió ponerse a trabajar.

            Don Francisco recurrió a todos aquellos empresarios que antes le halagaban y frecuentaban su despacho para pedir un empleo para su hijo, pero ninguno recibió a Don Francisco. Todo fueron pretextos y evasivas.

“La vida no es como un libro de cuentos, donde todas las historias acaban en un final feliz.", cavilaba don Francisco. Se jubiló y todos los aduladores desaparecieron.


"Los aduladores se parecen a los amigos como los lobos a los perros."
(George Chapman)
©capel

viernes, 13 de agosto de 2010

Pizarro en la Isla del Gallo



Pizarro, todo sudoroso desenvainó su espada. Apenas tenía fuerza para levantarla, con la mala fortuna que se le enganchó en una correa de la armadura, y casi cae de bruces al desenredarla. Su espigado y demacrado cuerpo, más parecía el de un indigente que el de un conquistador español.

Miró a los soldados, y sacando fuerzas de flaqueza intentó conseguir un vozarrón de su reseca garganta para impresionar. Pero lo único que logró fue emitir una voz aflautada, apenas audible, y trazando una línea en la húmeda arena dijo:

-Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, y por éste al Perú, a ser ricos; el que se tenga por listo y valiente que escoja – arengó, mirando altivamente al grupo de aproximadamente ochenta soldados.

La maltrecha tropa oyó con asombro la arrogancia del Capitán, se miraron entre ellos desconcertados porque nunca lo habían visto tan pedante. Pensaban que podría ser producto de una fiebre de las muchas que estaban pasando. Las picaduras de los enormes mosquitos los dejaban sufridos, con unas descomunales ronchas que no hacían más que rascarse con ganas hasta sacarse sangre.

De pronto, al fondo, se oyó una risotada, que a su vez hizo que los presentes soltaran otra aún más sonora.

Todos se volvieron hacia la procedencia de tan intempestiva carcajada. Incluso Pizarro.

-¡Qué coño pasa…! –bramó Pizarro-. ¿He dicho algo jocoso?

Todo el mundo permaneció en silencio pendiente de Pizarro, quien a grandes zancadas con sus larguiruchas piernas se dirigió hacia el autor de la algazara.

-Mi Capitán…no me pude contener ante la ocurrencia del piloto Bartolomé Ruiz –se justificó uno de los soldados, tartamudeando de miedo porque conocía las malas pulgas del Capitán, que ya lo tenía enfrente con la espada desenvainada.

El piloto del navío Bartolomé Ruiz era un experto navegante y popular en el destacamento por varios motivos: fue el que descubrió la Isla del Gallo, era un comilón empedernido, y era un bromista sagaz. Siempre estaba de buen humor a pesar de las adversidades.

-¡Entonces, pues, vuestra merced dígalo en voz alta! ¡Queremos reírnos todos! –gritó Pizarro, con los ojos que parecían dos brasas de la rabia por haberle interrumpido.

-Su merced, el piloto Don Bartolomé, dijo que si el maricón del cocinero se apunta, él va detrás –respondió con miedo.

Otra sonora carcajada irrumpió en la húmeda playa de la Isla del Gallo, provocando que algunas aves tropicales huyeran despavoridas. Conocían de sobra el apetito y la voracidad ingobernable de Bartolomé Ruiz.

Pizarro buscó con la mirada al cocinero de los expedicionarios:

-¡Cocinero! –vociferó Pizarro.

-Yo voy con vos a la fin del mundo, mi Capitán –dijo el cocinero con soniquete afeminado y acento gaditano, contoneándose a pasitos hasta traspasar la línea en la arena.

-¡Y yo…! –secundó Don Bartolomé. No tuvo más remedio que saltar la línea después de lo que dijo el autor de la carcajada.

A continuación, de manera vacilante, once más pasaron la línea que trazó Pizarro.

Pizarro no podía disimular su júbilo. Pensó que ninguno iba hacerlo; el descontento entre los soldados era muy grande, llevaban dos años pasando calamidades sin conseguir los grandes tesoros deseados, y la mayoría estaba a punto de desertar y regresar a Panamá.

Y dirigiéndose a los que franquearon la línea les dijo:

-A partir de hoy seréis conocidos como ‘Los trece de la fama’, y seréis muy ricos. El oro del Perú nos espera.

Pizarro, con la espada les indicó que se cobijaran bajo un frondoso árbol; al resto, los miró con desprecio y con una sonrisa burlona.

Dicha mirada no pasó desapercibida para un grupito situado en la parte cercana al barco. Entre ellos se encontraba Don Alonso de Sevilla, veterano soldado con experiencia en varias batallas en Flandes, de familia de alcurnia. Uno de los presentes, un fornido y joven soldado con ganas de aventuras, se acercó discretamente y le preguntó:

-¿Cómo es que no se apuntó vuestra merced?

-¡Jamás! Mi dignidad me impide estar a las órdenes de un analfabeto –dijo entre dientes Don Alonso.

-¿Me está diciendo que el Capitán no sabe leer? –preguntó sorprendido el joven soldado español.

-¡Ni leer ni escribir! –sentenció el viejo soldado, soltando un escupitajo a modo de maldición.

El sorprendido hombre de armas, quiso saber más del Capitán Pizarro. No entendía cómo un analfabeto había llegado a ser el comandante de un ejército de valerosos hombres.

-Entonces, ¿cómo es que ha llegado a ser el jefe de la expedición? –preguntó el soldado con más interés, pensando que él alguna vez también podría mandar un destacamento.

-Es un recomendado por su padre, el hidalgo Don Gonzalo Pizarro, mano derecha de Don Gonzalo Fernández de Córdoba, ‘El Gran Capitán’, conocido en el mundo entero por sus estrategias militares al servicio de los reyes católicos.

-Y… ¿por qué es analfabeto? -preguntó aún más asombrado el soldado.

-Es hijo bastardo. Es fruto de una relación con la criada de una hermana solterona del hidalgo –dijo con desprecio Don Alonso.

-Pero si es de una familia adinerada, ¿Por qué vino en busca de riquezas a las Nuevas Indias?

-Porque huyó de la hacienda del padre –informó Don Alonso, y añadió-. Estaba cuidando unos cerdos para elaborar unos buenos jamones extremeños a base de bellotas y desaparecieron. Se había quedado dormido debajo de un alcornoque.

-¿Por tan sólo ese motivo está aquí?

-Esos cerdos estaban siendo engordados para el Rey Fernando, y al enterarse Don Gonzalo que habían escapado, montó en cólera y le atizó una tunda que estuvo más de un mes escalabrado, ¿ves esa cicatriz en la frente? No es resultado de ninguna batalla, es un sablazo de su padre.

-¡Vive Dios! – exclamó el joven aventurero.

Don Alonso, observando que el joven y fuerte soldado estaba interesado en su relato, continuó.

-Cuando se recuperó decidió marcharse de la hacienda y se alistó en los Tercios Españoles y se fue a luchar a Nápoles contra los franceses. Ahí lo conocí, coincidimos en una emboscada, y puedo decir que no he conocido hombre más avaricioso y sanguinario.

-¿Decís avaricioso? Pero si en Nápoles no hay oro ni tesoros que no estén a buen recaudo.

Don Alonso sonrió burlonamente ante la ingenuidad del aprendiz a soldado, y señalando a Pizarro, que se encontraba hablando con los trece voluntarios, dijo:

-Ése que estás viendo ahora mismo con tus ojos, después de muertos nuestros enemigos, les quitaba todo lo que él entendía que era de valor: los borceguíes, cascos, medallas, anillos, muñequeras…incluso llegó a degollar a uno porque no podía quitarle la cadena, que no era más que un oxidado latón.

-¡Santo cielo! –volvió a exclamar el soldado.

Don Alonso, viendo el aturdimiento del joven conquistador, abundó en su decisión de no enrolarse con Pizarro.

-¿Comprendes porque no quiero estar bajo las órdenes de un ignorante? - Y terminó añadiendo-. No quiero ni pensar qué hará con los pobres indios que encuentre. Los someterá a todo tipo de torturas con el único fin de encontrar oro a costa de martirios, engaños y mucha sangre.

-Pero somos conquistadores y exploradores –dijo el soldado intentando justificar a Pizarro-. Además, los indios también son sanguinarios y entre ellos hacen ritos macabros.

Don Alonso se sorprendió ante el alegato del soldado.

-¡Por Dios!...entonces si son caníbales, ¿nosotros tenemos que comérnoslos? –exclamó con ira-. Yo soy de la teoría de fray Bartolomé de las Casas: hay que poblar sin derramar sangre y anunciar el evangelio, sin estrépito de armas.

El soldado quedó sumido en una profunda reflexión.

-Vuestra merced, me ha abierto los ojos: yo tampoco voy.

Don Alonso, para finalizar la conversación le dijo, volviendo a señalar a Pizarro:

-¡Míralo!, ¿qué puedes esperar de un hombre de cincuenta años, inculto y analfabeto en este confín del mundo? ¡Sólo codicia y mezquindad!

jueves, 12 de agosto de 2010

104 AÑOS


Son 104 años los que tiene la señora Juana, pero bien llevados. Está demostrado que la longevidad está reñida con la obesidad. La mayoría de personas ancianas que conozco con más de 90 años son delgadas. Así es; por la clínica pasan más de 50 nonagenarias, cosa rara hace 20 años ya que en este nuevo siglo con relativa facilidad se supera la edad de los 90 abriles.
Este es el caso de la señora Juana; de contextura delgada y estatura baja, le angustia andar pero camina; le impacienta no ir más rápido para abrir la puerta o contestar el teléfono, pero lo consigue. ¡Menuda constitución!
De cabeza va de maravilla, es un portento, sobre todo cuando evoca historias de principios del 1900. Son muchas las remembranzas que lleva a cuestas en sus 90 años. Algunas las cuenta con nostalgia, otras con tristeza, otras con ira. Tiene una retentiva excepcional, sobre todo de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial.
-¡Cuánta hambre pasamos!- recuerda. – Recorríamos 15 kilómetros para recoger las cortezas de las patatas que pelaban los soldados.- susurra.
-Sin embargo ahora que tengo de todo, no puedo comer, porque me lo ha prohibido el médico y cuando no tenía me comía hasta las piedras.- ríe divertida.
Otros de los secretos de su ancianidad es su sentido del humor. A cualquier anécdota le añade una pizca de humor. Al salir de la clínica siempre repite la misma despedida porque sabe que hace gracia a los presentes en la Sala de Espera:
-¡Estoy apesadumbrada Don Antonio!- se lamenta ostensiblemente mirando de reojo para comprobar que la están oyendo. -¡Quién me va a curar cuando usted se jubile!
El asombro y la carcajada es general y la señora Juana se marcha satisfecha por haber logrado su propósito.
"El que no valora la vida no se la merece".
Leonardo Da Vinci

El milagro de la Ermita del Pilar

-¿Cuál de los dos es Don Rodrigo? –preguntó nervioso el espadachín italiano, mirando desde lo alto del muro de la calle Vidrieros.

-El que lleva la pluma más larga- respondió el hidalgo cornudo y hazmerreir del Casino de Murcia.

-¿Estáis seguro? –volvió a preguntar el espadachín metido a matón, apuntando con su viejo arcabuz.

-¡Sí!

-¡Voto a Dios! –dijo entre dientes el italiano-. Veo las dos plumas iguales.

Y la verdad es que era para dudarlo. De ambos sombreros surgían dos hermosas plumas de pavo real; la única diferencia estaba en la cabeza: uno era más cabezón que el otro.

-¡Boom! –sonó el arcabuzazo.

De pronto uno de los dos cayó de bruces al suelo. El italiano disparó al más cabezón sin imaginarse que se había cargado al mismísimo Corregidor Don Francisco Miguel Pueyo , quien se encontraba de ronda con su ayudante Don Rodrigo. Habían sido avisados que unos malhechores pululaban por el barrio de San Antolín y San Andrés.

-¡Pardiez! –exclamó asustado el Ayudante Don Rodrigo, y gritando dijo: -¡Han disparado al Corregidor! ¡Venid, necesito ayuda!

En un santiamén se arremolinó la gente y en volandas se lo llevaron al convento de las Agustinas, depositándolo en un cuartucho que hacía las veces de pequeño sanatorio.

-Hay que llamar urgente a Don Diego –dijo la Superiora.

Don Diego Mateo Zapata era distinguido médico murciano, con fama en la Corte.

Al poco de llegar Don Diego para examinar al Corregidor Pueyo, se produjo un hecho milagroso: el Corregidor empezó a moverse, llevando su brazo al pecho. Introdujo su mano debajo del grueso chaleco, y, ante el asombro de los presentes, sacó una figura de plata de la Virgen del Pilar. Aparecía en el busto de la imagen un pequeño orificio con el perdigón de plomo incrustado.

La Virgen del Pilar le había salvado la vida.

Repuesto el Corregidor Pueyo, mandó construir una ermita como homenaje a su salvadora en el mismo lugar donde fue disparado, y desde entonces se la conoce como la Ermita del Pilar.

También encargó al pintor murciano Nicolás de Villacis que lo inmortalizara con un retrato.

Después del tristemente célebre suceso, se hicieron las correspondientes investigaciones. Resulta que el espadachín italiano fue contratado por un rico terrateniente huertano que, por querer adquirir gloria, se metió a soldado en las filas del Gran Capitán, siendo apresado en Argel durante dos años. Y mientras no fue liberado, se rumoreaba que el Ayudante del Corregidor estaba enredado con su mujer. Era tanta la humillación que sufría el engañado en el Casino con versos subidos de tono, que el rico e ignorante huertano, ciego de la ira, juró acabar con la vida del Ayudante del Corregidor, llamado Don Rodrigo. Por lo que contrató a un esbirro italiano para que haga pasar a mejor vida al Ayudante del Corregidor, pero el resto de la historia, vuestras mercedes, ya saben cuál es.