lunes, 8 de noviembre de 2010

EL ENIGMA DEL SANTO CRISTO DE BRONCE

Repicaban las campanas del Templo de la Compañía de Jesús, situado en las faldas del cerro rico de Potosí,  llamando a misa. Era el día de la festividad de San Bartolomé. Todos los creyentes de la ilustre ciudad de Potosí sentían especial devoción al Santo que luchó contra el demonio, venciéndolo y acabando con el maligno.
-¡Petra!…¡Petra!, ¿dónde te has metido? –preguntaba la señora mirando impaciente el coqueto reloj de cucú colgado en una de las paredes del gran salón.
-Aquí estoy, señora –respondió la criada-. Ahorita estoy yendo a la Iglesia.
-Date prisa y resérvame el lugar de siempre –ordenó.
La señora le había mandado que se levantara temprano para coger sitio, porque con la festividad de San Bartolomé la iglesia se ponía a rebosar.
Cuando Petra llegó al Templo se lo encontró abarrotado, apenas pudo entrar. La gente se empujaba sin tapujos ni pretextos para conseguir un lugar.
A la pobre Petra casi le da un soponcio: ¡todos los bancos estaban ocupados! Incluso hasta unas sillas extras que habían colocado. Sin embargo, le llamó la atención que hubiera un espacio en uno de las bancos que estaba casi al frente del Altar.
-¿Está ocupado? –preguntó a una parroquiana.
Ésta la miró con una mezcla de ira y sorpresa a la vez.
-En ese lugar no se sienta nadie desde hace casi tres siglos –respondió la mujer.
-¿Y porqué pues? –preguntó inocentemente la ingenua Petra.
-¡Es del demonio! –respondió al instante.
Cuentan que era el lugar donde se sentaba una mujer potosina de alta alcurnia, Doña Ana Robles y su marido. Pero un buen día, su lugar lo ocupó con malas artes una bella joven rica y viuda; se rumoreaba que quería enredarse con el marido de Doña Ana.
De pronto, sucedió lo inesperado. Al llegar Doña Ana al Templo, vio que su espacio estaba ocupado por la atractiva viuda. Sus intenciones no dejaban dudas. Doña Ana le recriminó por su atrevida actitud, y ella ni corta ni perezosa, le hizo frente y no se movió de su  lugar. Se armó la trifulca en plena Casa de Dios. Fue llamado el marido, y éste, al ver que la alegre viuda había vejado el honor de su esposa, le lanzó un puñetazo que le puso la mandíbula de lado.
Tras varios meses de convalecencia, Doña Magdalena Téllez, -que así se llamaba la lozana viuda-, juró vengarse. Para ello decidió casarse, pero con una condición: el futuro desposado debía castigar al matrimonio.
Pasaron los meses y no cuajaba el casamiento; no por falta de pretendientes, -que los tenía a docenas-, sino por la imposición de que el futuro cónyuge tenía que destruir a Doña Ana y al marido.
Pero un buen día, apareció en escena un vasco, mal parecido, sin ningún éxito con las damas y más excitado que un semental de reses indómitas. ¿Dónde iba a encontrar un guayabo así, guapa, rica y joven?
Se lanzó a por ella. Se consumó el matrimonio y desaparecieron una temporada. Estaban disfrutando de la  Luna de  Miel. El apellido del flamante y lascivo marido, pasó a la posteridad  como sinónimo de vigor sexual. Se llamaba Pedro Arrechua, coloquialmente Arrecho1. Al cabo de un tiempo, los parroquianos de la ilustre ciudad de Potosí, empezaron a echar en falta a los nuevos tortolitos. Eran muchos meses de Luna de Miel. Después del casamiento no se los volvió a ver por la Imperial Villa. La gente empezó a murmurar. “Tiene que estar agotado”, decían jocosamente.
Un buen día apareció por la botica la recién casada; había ido por medicamentos para su brioso marido.
-¿Cómo se encuentra el señor… Arrechua? –preguntaba con intención el boticario.
-Muy cansado, sumamente cansado –respondía malévolamente la alegre viuda.
Pero la realidad era otra. El pobre Arrechua estaba crucificado en un oscuro cuartucho, al fondo de la casona. ¿Qué había pasado?
Simplemente, el ardoroso marido se negó a realizar las atrocidades que la joven casada le había indicado. Ésta, presa de la ira, también juró vengarse; pero en este caso, de su marido. En el vino le dio un potente sedante y lo adormiló. Lo ató en una cruz que mandó traer, con el pretexto que quería hacer un altar. Lo izó, como pudo. Dicen que buscó ayuda con un sirviente negro, al cual después ahogó en una tinaja enorme de vino.
Parecía Jesucristo. Lo tenía sin comer ni beber. Estaba esquelético, resaltaba su enorme nariz, como buen vasco. Apenas se le veían los ojos, se le habían hundido. Pero ahí no terminó la odisea para el pobre Arrechua. Todos los días, la vil mujer,  le clavaba un alfiler de bronce para ver si deponía su actitud.
-¡Te voy a clavar tres diarios! –decía con la mandíbula cerrada con rabia-. Como a los toros de lidia, a ver si te los arrancas y cambias.
Pasaban los meses y los parroquianos se preguntaban qué estaba pasando. La única fuente de información era el boticario. Hasta el mismísimo cura un día se acercó para informarse.
-Es muy extraño, señor cura –dijo el boticario-. Sólo viene por sales astringentes.
-¿Sales astringentes? ¿Para qué sirven? –preguntó intrigado el párroco.
-Para desinfectar los jamones…pero no sabía que tuvieran cerdos –explicó el boticario.
El sacerdote tampoco sabía que tuviera cerdos. “Se lo voy a comentar al Corregidor”, murmuró el de la sotana.
Las murmuraciones se habían convertido en el pan de cada día. Todos los días aparecían nuevas historias. Unas jocosas con respecto a su apellido, otras truculentas. El Corregidor decidió que había que poner fin a tanta murmuración. Incluso algunos empezaron a dudar de la autoridad del mismo.
El Corregidor llamó al sacerdote:
-Vamos a investigar la casa de Doña Magdalena Téllez. Quisiera que  nos acompañe –le solicitó el representante de la Ley.
En realidad, se lo pidió porque el populacho llegó a hablar de demonios y fantasmas, y posiblemente habría que exorcizar la casa.
Tras pasar la verja de hierro forjado, y atravesar un porche con enormes piedras talladas, uno de los guardias que acompañaban al Corregidor, dio tres golpes secos con los aldabones de hierro macizo que colgaban de la gruesa puerta de madera.
-¿Quién es? –preguntó una voz afónica.
-La Ley –dijo el Corregidor-. ¡Abra la puerta!.
La puerta se abrió por dentro, dejando entrever a Doña Magdalena entre sombras. No había ninguna ventana abierta. La única luz que iluminaba era la llama oscilante de un cirio.
-Queremos ver a Don Pedro Arrechua –requirió el Corregidor.
La mujer fingió desconsuelo.
-No está.
-¿Dónde es encuentra?
-En los baños termales de Tarapaya –respondió la mujer con voz quejumbrosa.
-¿Está enfermo? –preguntó el sacerdote.
-Sí. Tiene reuma.
La respuesta para el Corregidor no fue convincente. Echó una ojeada por el salón. La débil llama apenas le dejaba ver con claridad.
-¡Vamos a requisar la casa! –dijo con autoridad el representante de la Corona-. Condúzcanos a todas las dependencias.
Sólo quedaba la pequeña habitación que daba al fondo. Las demás fueron inspeccionadas a conciencia. No había evidencia de que estuviese.
Bajaron un par de escalones, tras un corto pasillo llegaron a la puerta del cuartucho. Estaba cerrada con llave. Doña Magdalena, se apresuró a abrirla. En ningún momento manifestó temor o inquietud. Estaba tranquila. Sin duda alguna, era fría y calculadora.
Nada más abrir, el sacerdote se santiguó. Lo  mismo hizo el Corregidor y los dos guardias que les acompañaban.
-¡Santo cielo! –exclamó el sacerdote-. ¡Qué maravilla de Cristo!
El Cristo estaba reluciente. Era una verdadera obra de arte, una auténtica filigrana. Estaba hecho con alfileres de bronce, uno junto a otro, sin dejar ningún resquicio. Las cabezas de los alfileres brillaban como el oro. No parecían de bronce. En la base permanecía un cirio de color rojo llameando, produciendo extrañas sombras.  
Tras comprobar que tampoco estaba el marido, dieron por finalizada la inspección, procediendo a cerrar la puerta con llave.
Pero hubo un detalle que no le pasó desapercibido al Corregidor. De vez en cuando oía el zumbido de un moscardón. Y antes de que dieran la última vuelta a la llave, pidió que abrieran nuevamente la puerta.
Se centró en oír el ruido del moscardón. Eran dos. Ambos entraban y salían por la parte de atrás del Cristo. Se agachó para ver con más detalle. Miró a la mujer. Por primera vez la vio nerviosa, motivo por el que sospechó aún más. Giró un poco al Cristo para ver mejor la parte posterior, se arrodilló, pero no  para rezar, sino para observar el camino que trazaban los moscardones.
-¡Pardiez! –exclamó el Corregidor levantándose dando un salto hacia atrás, y tapándose la nariz con un pañuelo.
Resulta que el único lugar donde la afligida mujer no pudo cubrir el cuerpo de su marido con los brillantes alfileres de bronce, era el agujero del ano.
De ello se encargaron los moscardones.

arrecho, cha
1.     adj. amer. vulg. Excitado sexualmente, lascivo o lujurioso: se pone arrecho solo con mirarla
© capel

@#potosí, #relatos de potosi, 

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domingo, 17 de octubre de 2010

¡ Maldita Inquisición! Maldito Fray...

Fray Diego de Landa, subido en una gran piedra maya llena de jeroglíficos, se dirigió encolerizado a los españoles que había mandado citar:
-¡Oídme con atención! –dijo gritando-. A estos indios les hallamos gran número de libros con letras y figuras extrañas, que son supersticiones y falsedades del demonio, y se las hemos quemado.
Algunos de los colonizadores presentes apenas le hacían caso, estaban más preocupados en desmontar la selva para sembrar;  y preferían que sus indios estuviesen trabajando en sus tierras quitando hierbas que oyendo la palabra de Dios.
Este hecho enfureció más al fraile Landa.
-¡Traedme a  Pencuyut y a Tekit! –ordenó.
Y delante de todos, sacó una espada toledana y les arrancó una oreja a cada uno de los caciques mayas.
Francisco Montejo y Juan Pech, conquistadores veteranos, protestaron por el abuso.
-¡Se lo merecen! –exclamó Fray Landa-. Les he dado con su propia medicina, son sanguinarios.
Los conquistadores volvieron a desaprobar tal acción. Entonces Fray Landa decidió escarmentarlos ordenando cinco azotes a cada uno.
-Os estáis pasando- dijo uno de los colonos-. Me quejaré a la Corona.
El fray respondió quemando unos 5000 ídolos, multitud de manuscritos  y variados objetos sagrados. También ordenó que les raparan la cabeza. Algunos indios se suicidaron porque no pudieron soportar la humillación de que les cortaran el pelo.
La queja tuvo repercusiones. Felipe II mandó traer a Fray Landa para que se defendiera. Su obstinada actitud por evangelizar hizo desaparecer documentos valiosos de la cultura maya. No obstante, algunos colonos españoles guardaron algunos libros, que hoy en día, han servido para descifrar los misterios mayas. Mientras Madrid era una polvorienta aldea, los mayas poseían majestuosos observatorios. Sus pirámides tenían 365 escalones, coincidiendo con los 365 días del año.
El calendario maya finaliza el 23 de diciembre de 2012. ¿Qué pasará?
¡Maldita inquisición y santos oficios!
Dicen que al final de sus días, Fray Landa se arrepintió y escribió la obra más importante sobre la cultura maya.
¡A buenas horas…!
©capel

jueves, 2 de septiembre de 2010

El Coronel que nunca fue: Una historia sobre la identidad, el azar y las mentiras oficiales



Hay historias que merecen ser contadas no por su espectacularidad, sino por lo que revelan sobre la condición humana. Esta es una de ellas.


Los Hogares del Pensionista eran en España lo que son: refugios de la soledad disfrazada de compañía, donde los viejos matan las horas jugando al dominó, bailando los sábados y esperando que la muerte se retrase un poco más. Allí confluían toda clase de derrotados por el tiempo: agricultores de manos nudosas, ferroviarios jubiladosalbañiles con la espalda rota, amas de casa que sobrevivieron a sus maridos. Gente sin letras, en su mayoría. Hijos de la guerra y de la posguerra que nunca pisaron una escuela. 

Los sábados había baile. Y con el baile llegaban los flirteos, los enamoramientos seniles, alguna boda ocasional. Aunque la mayoría, viudos y viudas, preferían el amancebamiento. Casarse significaba perder la pensión. "Prefiero ajuntarme para no perder la paga", decía uno de aquellos viejos con la franqueza brutal de quien ya no tiene nada que ocultar.

Pero entre todos destacaba uno. Un tipo singular que exigía que le llamaran "mi coronel" o "piloto" según le diera. Coronel del Ejército del Aire, decía. Ochenta años bien llevados y una pensión seis u ocho veces superior a la del resto de aquellos pobres diablos. Un potentado entre indigentes.

Lo que desorientaba era su aspecto. Vestía con colores chillones que no combinaban entre sí, llevaba prendido en la solapa un avión de juguete descomunal, y en su corbata amarilla lucía una hélice de avión a modo de pasador. Imposible pasar desapercibido. Y resultaba extraño que un oficial de alta graduación frecuentara aquel antro de jubilados pudiendo estar en un Casino Militar, rodeado de sus iguales.

Un día le pregunté a bocajarro:

—Mi coronel, ¿qué avión pilotaba usted?

Un Junker alemán de siete motores —respondió sin pestañear.

Ahí supe que mentía. Jamás existieron aviones Junker de siete motores.

—Mi coronel, no me venga con trolas. Ese avión no existe.

Le miré fijamente a la cara. El viejo se derrumbó como un edificio al que le quitan los cimientos. Hundió la cabeza entre los hombros y con un hilo de voz me dijo:

—Le voy a contar una historia que me tiene atormentado desde hace muchos años.

Y entonces habló.

Estaba destinado en la Base de Madrid como soldado raso de aviación. Su trabajo consistía en vigilar los depósitos de combustible. Nada más. Una mañana, cuando las tropas de Franco estaban a punto de entrar en la capital, un capitán y un teniente republicanos le ordenaron que llenara el depósito de un avión. Iban a huir.

Llenó el depósito. Los dos oficiales pusieron en marcha los motores para que se calentaran. Pero entonces, por el extremo de la pista, aparecieron las tropas franquistas. El capitán y el teniente huyeron por una portezuela trasera, dejándole solo con los motores en marcha.

Intentó parar las hélices. No sabía cómo. Le daba a todos los botones y palancas que encontraba, pero aquello no se detenía. Hasta que entraron al avión los soldados del Generalísimo.

Un teniente franquista le preguntó por su graduación y escuadrón. Él dijo la verdad: soldado raso, vigilante de los tanques de combustible. El teniente no se lo creyó. Un soldado no sabe poner en marcha los motores de un avión, dijo. Hay que ser oficial para tener conocimientos aeronáuticos. Y en la Libreta de Registros que llevaba, le anotó como teniente.

Terminada la guerra, volvió al campo. Era lo único que sabía hacer. Además, le habían cogido en zona roja y no tenía otra escapatoria.

Cuarenta años después llegó la democracia. Adolfo Suárez reconoció la antigüedad de los militares republicanos, restituyéndoles el grado y asignándoles un sueldo acorde. Le llamaron porque apareció su nombre en aquella Libreta de Registros como teniente. Le dijeron que le correspondía la graduación de coronel. Le estipularon un sueldo.

Casi se desmayó. El funcionario que le dio la noticia creyó que era por la emoción. Qué va. Era por el dinero. Jamás en la vida soñó que le iban a pagar tanto por algo que nunca hizo.

—Esa es mi historia —concluyó el viejo—. Ni soy piloto ni soy coronel.

Se quedó mirándome con ojos cansados, esperando quizá un juicio, una absolución, un reproche. No dije nada. A veces la vida te convierte en impostor sin que lo busques. Y a veces, también, la Historia es una mentira que se vuelve verdad por el simple hecho de estar escrita en un registro.

El falso coronel siguió acudiendo al Hogar del Pensionista. Siguió luciendo su avión en la solapa y su hélice en la corbata. Y yo nunca dije nada. Al fin y al cabo, en aquel lugar todos éramos impostores de algo. De la juventud que ya no teníamos. De la dignidad que nos quitaron. De la vida que pudimos haber vivido y nunca vivimos.


©capel

viernes, 27 de agosto de 2010

Cómo echar a un cuarentón de casa

Dicen que el mar enseña disciplina, paciencia y carácter. Pero a veces ni mil tormentas preparan a un capitán para sobrevivir al naufragio de su propia casa.
Francisco Javier, viejo lobo de mar jubilado, regresa al hogar tras una vida surcando océanos… solo para descubrir que el temporal ahora sopla bajo su propio techo. Tres hijas que se fueron, un hijo solterón que no se va y una esposa que lo consiente todo.
Una historia de humor, estrategia doméstica y ternura cansada al estilo de Tony Capel.

Tempestad en tierra firme

Francisco Javier fue Capitán de la Marina Mercante. Un hombre de los de antes, de manos curtidas por el salitre y mirada de horizonte perpetuo. Había surcado todos los mares que la geografía y la paciencia humana permiten, desde el Índico hasta el Caribe, desde los hielos del Norte hasta los canales grasientos del Bósforo. En su rostro quedaban las arrugas del viento, la soledad y las tormentas. En su alma, la costra invisible de haber vivido siempre lejos.

Su vida, más que vivida, fue navegada.
A cambio del pan y del deber, dejó atrás esposa, hijos, padres y una juventud que se oxidó en cubierta. Veía crecer a sus hijos por entregas, como capítulos sueltos de un libro que nunca terminaba. Tres mujeres y un varón. A todos logró darles carrera universitaria, a base de noches de guardia y whisky de a bordo.

Cuando se jubiló, regresó a casa con la ilusión ingenua de quien cree que lo esperan con la misma devoción con la que uno recuerda. Pero la tierra firme tiene sus propias mareas, y las corrientes familiares suelen ser más traicioneras que el Cabo de Hornos.

Sus tres hijas se habían independizado, formaron su propia familia y solo volvían de visita, cargadas de nietos y nostalgia.
El único que quedaba en casa era su hijo, un ingeniero solterón de cuarenta años, con trabajo, buena nómina y un chalet propio que jamás estrenó. Vivía cómodo en el hogar paterno, donde su madre —bendita santa o bendita tonta, según el día— le planchaba las camisas, le cocinaba a su gusto y le toleraba los caprichos de eterno adolescente.

El Capitán lo observaba con una mezcla de desconcierto y furia contenida. Había cruzado huracanes, soportado motines y atravesado tifones, pero nunca había visto una tormenta tan persistente como la del hijo que no se iba.
Buscó consejo en un abogado, y este, encogiéndose de hombros, le explicó que no existía ley que amparase echar a un hijo adulto del hogar.
—El Código Civil no contempla motines domésticos, Capitán —le dijo el letrado.

Entonces el viejo marino hizo lo que mejor sabía: trazó un plan estratégico.
Sin artillería, pero con astucia.

Empezó por cambiar los muebles de sitio, como si el salón fuera un puente de mando en plena maniobra. Puso al perro a dormir en el sofá, vació el frigorífico de cervezas, encendía la radio a las seis de la mañana con marchas marineras y compró un canario que trinaba al alba junto a la ventana del hijo.

Cuando el muchacho traía alguna novia, el Capitán salía en bata y preguntaba con voz grave:
—¿Tú eres la que se va a casar con mi hijo… o la que vino anoche?

A las pocas semanas, el cuarentón solterón zarpó definitivamente hacia su chalet, empujado por los vientos del decoro y la vergüenza.
El Capitán no celebró la victoria. Solo sirvió un ron, se sentó en silencio frente al mar que ahora miraba desde la ventana, y pensó —como si hablara con un viejo barco— que, en el fondo, la tierra firme también naufraga.

© Tony Capel Riera

viernes, 20 de agosto de 2010

TE JUBILAS Y TE OLVIDAN

 

            Don Francisco fue Director General de una importante Entidad Crediticia. Pero Director de los de verdad: con chofer y ordenanza. No como los de ahora, ya que ellos mismos hacen de chofer y de repartidor.

            “Parezco un vendedor ambulante”, se quejaba un Director de los de ahora, porque tenía que recorrer por las distintas sucursales bancarias a entregar material para captar clientes; es decir: se pasaba repartiendo menajes, vajillas, edredones y diversos utensilios de uso doméstico.

            Don Francisco tenía aspecto de lo que era: un señor Director. Por su despacho pasaron numerosos empresarios de la Región. No había empresario que no requiriere la bendición de Don Francisco para llevar a buen término su compañía. Ayudó a jóvenes empresarios, asesoró a los destacados e hizo incontables auxilios a quien se lo pidiera.

            Hasta el día de su jubilación fue generoso y espléndido. “Por fin podré pintar tranquilamente”, repetía a sus amigos. Le gustaba la pintura y no lo hacía mal. Creaba bocetos, esbozos y dibujos de todo cuanto le llamara la atención.

            Pero Don Francisco tenía un gran desconsuelo. Un hijo sufrió un accidente unos meses antes de jubilarse, y después de un coma y una larga convalecencia, el muchacho llegó a recuperarse. No concluyó sus estudios y decidió ponerse a trabajar.

            Don Francisco recurrió a todos aquellos empresarios que antes le halagaban y frecuentaban su despacho para pedir un empleo para su hijo, pero ninguno recibió a Don Francisco. Todo fueron pretextos y evasivas.

“La vida no es como un libro de cuentos, donde todas las historias acaban en un final feliz.", cavilaba don Francisco. Se jubiló y todos los aduladores desaparecieron.


"Los aduladores se parecen a los amigos como los lobos a los perros."
(George Chapman)
©capel

viernes, 13 de agosto de 2010

Pizarro en la Isla del Gallo



Pizarro, todo sudoroso desenvainó su espada. Apenas tenía fuerza para levantarla, con la mala fortuna que se le enganchó en una correa de la armadura, y casi cae de bruces al desenredarla. Su espigado y demacrado cuerpo, más parecía el de un indigente que el de un conquistador español.

Miró a los soldados, y sacando fuerzas de flaqueza intentó conseguir un vozarrón de su reseca garganta para impresionar. Pero lo único que logró fue emitir una voz aflautada, apenas audible, y trazando una línea en la húmeda arena dijo:

-Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, y por éste al Perú, a ser ricos; el que se tenga por listo y valiente que escoja – arengó, mirando altivamente al grupo de aproximadamente ochenta soldados.

La maltrecha tropa oyó con asombro la arrogancia del Capitán, se miraron entre ellos desconcertados porque nunca lo habían visto tan pedante. Pensaban que podría ser producto de una fiebre de las muchas que estaban pasando. Las picaduras de los enormes mosquitos los dejaban sufridos, con unas descomunales ronchas que no hacían más que rascarse con ganas hasta sacarse sangre.

De pronto, al fondo, se oyó una risotada, que a su vez hizo que los presentes soltaran otra aún más sonora.

Todos se volvieron hacia la procedencia de tan intempestiva carcajada. Incluso Pizarro.

-¡Qué coño pasa…! –bramó Pizarro-. ¿He dicho algo jocoso?

Todo el mundo permaneció en silencio pendiente de Pizarro, quien a grandes zancadas con sus larguiruchas piernas se dirigió hacia el autor de la algazara.

-Mi Capitán…no me pude contener ante la ocurrencia del piloto Bartolomé Ruiz –se justificó uno de los soldados, tartamudeando de miedo porque conocía las malas pulgas del Capitán, que ya lo tenía enfrente con la espada desenvainada.

El piloto del navío Bartolomé Ruiz era un experto navegante y popular en el destacamento por varios motivos: fue el que descubrió la Isla del Gallo, era un comilón empedernido, y era un bromista sagaz. Siempre estaba de buen humor a pesar de las adversidades.

-¡Entonces, pues, vuestra merced dígalo en voz alta! ¡Queremos reírnos todos! –gritó Pizarro, con los ojos que parecían dos brasas de la rabia por haberle interrumpido.

-Su merced, el piloto Don Bartolomé, dijo que si el maricón del cocinero se apunta, él va detrás –respondió con miedo.

Otra sonora carcajada irrumpió en la húmeda playa de la Isla del Gallo, provocando que algunas aves tropicales huyeran despavoridas. Conocían de sobra el apetito y la voracidad ingobernable de Bartolomé Ruiz.

Pizarro buscó con la mirada al cocinero de los expedicionarios:

-¡Cocinero! –vociferó Pizarro.

-Yo voy con vos a la fin del mundo, mi Capitán –dijo el cocinero con soniquete afeminado y acento gaditano, contoneándose a pasitos hasta traspasar la línea en la arena.

-¡Y yo…! –secundó Don Bartolomé. No tuvo más remedio que saltar la línea después de lo que dijo el autor de la carcajada.

A continuación, de manera vacilante, once más pasaron la línea que trazó Pizarro.

Pizarro no podía disimular su júbilo. Pensó que ninguno iba hacerlo; el descontento entre los soldados era muy grande, llevaban dos años pasando calamidades sin conseguir los grandes tesoros deseados, y la mayoría estaba a punto de desertar y regresar a Panamá.

Y dirigiéndose a los que franquearon la línea les dijo:

-A partir de hoy seréis conocidos como ‘Los trece de la fama’, y seréis muy ricos. El oro del Perú nos espera.

Pizarro, con la espada les indicó que se cobijaran bajo un frondoso árbol; al resto, los miró con desprecio y con una sonrisa burlona.

Dicha mirada no pasó desapercibida para un grupito situado en la parte cercana al barco. Entre ellos se encontraba Don Alonso de Sevilla, veterano soldado con experiencia en varias batallas en Flandes, de familia de alcurnia. Uno de los presentes, un fornido y joven soldado con ganas de aventuras, se acercó discretamente y le preguntó:

-¿Cómo es que no se apuntó vuestra merced?

-¡Jamás! Mi dignidad me impide estar a las órdenes de un analfabeto –dijo entre dientes Don Alonso.

-¿Me está diciendo que el Capitán no sabe leer? –preguntó sorprendido el joven soldado español.

-¡Ni leer ni escribir! –sentenció el viejo soldado, soltando un escupitajo a modo de maldición.

El sorprendido hombre de armas, quiso saber más del Capitán Pizarro. No entendía cómo un analfabeto había llegado a ser el comandante de un ejército de valerosos hombres.

-Entonces, ¿cómo es que ha llegado a ser el jefe de la expedición? –preguntó el soldado con más interés, pensando que él alguna vez también podría mandar un destacamento.

-Es un recomendado por su padre, el hidalgo Don Gonzalo Pizarro, mano derecha de Don Gonzalo Fernández de Córdoba, ‘El Gran Capitán’, conocido en el mundo entero por sus estrategias militares al servicio de los reyes católicos.

-Y… ¿por qué es analfabeto? -preguntó aún más asombrado el soldado.

-Es hijo bastardo. Es fruto de una relación con la criada de una hermana solterona del hidalgo –dijo con desprecio Don Alonso.

-Pero si es de una familia adinerada, ¿Por qué vino en busca de riquezas a las Nuevas Indias?

-Porque huyó de la hacienda del padre –informó Don Alonso, y añadió-. Estaba cuidando unos cerdos para elaborar unos buenos jamones extremeños a base de bellotas y desaparecieron. Se había quedado dormido debajo de un alcornoque.

-¿Por tan sólo ese motivo está aquí?

-Esos cerdos estaban siendo engordados para el Rey Fernando, y al enterarse Don Gonzalo que habían escapado, montó en cólera y le atizó una tunda que estuvo más de un mes escalabrado, ¿ves esa cicatriz en la frente? No es resultado de ninguna batalla, es un sablazo de su padre.

-¡Vive Dios! – exclamó el joven aventurero.

Don Alonso, observando que el joven y fuerte soldado estaba interesado en su relato, continuó.

-Cuando se recuperó decidió marcharse de la hacienda y se alistó en los Tercios Españoles y se fue a luchar a Nápoles contra los franceses. Ahí lo conocí, coincidimos en una emboscada, y puedo decir que no he conocido hombre más avaricioso y sanguinario.

-¿Decís avaricioso? Pero si en Nápoles no hay oro ni tesoros que no estén a buen recaudo.

Don Alonso sonrió burlonamente ante la ingenuidad del aprendiz a soldado, y señalando a Pizarro, que se encontraba hablando con los trece voluntarios, dijo:

-Ése que estás viendo ahora mismo con tus ojos, después de muertos nuestros enemigos, les quitaba todo lo que él entendía que era de valor: los borceguíes, cascos, medallas, anillos, muñequeras…incluso llegó a degollar a uno porque no podía quitarle la cadena, que no era más que un oxidado latón.

-¡Santo cielo! –volvió a exclamar el soldado.

Don Alonso, viendo el aturdimiento del joven conquistador, abundó en su decisión de no enrolarse con Pizarro.

-¿Comprendes porque no quiero estar bajo las órdenes de un ignorante? - Y terminó añadiendo-. No quiero ni pensar qué hará con los pobres indios que encuentre. Los someterá a todo tipo de torturas con el único fin de encontrar oro a costa de martirios, engaños y mucha sangre.

-Pero somos conquistadores y exploradores –dijo el soldado intentando justificar a Pizarro-. Además, los indios también son sanguinarios y entre ellos hacen ritos macabros.

Don Alonso se sorprendió ante el alegato del soldado.

-¡Por Dios!...entonces si son caníbales, ¿nosotros tenemos que comérnoslos? –exclamó con ira-. Yo soy de la teoría de fray Bartolomé de las Casas: hay que poblar sin derramar sangre y anunciar el evangelio, sin estrépito de armas.

El soldado quedó sumido en una profunda reflexión.

-Vuestra merced, me ha abierto los ojos: yo tampoco voy.

Don Alonso, para finalizar la conversación le dijo, volviendo a señalar a Pizarro:

-¡Míralo!, ¿qué puedes esperar de un hombre de cincuenta años, inculto y analfabeto en este confín del mundo? ¡Sólo codicia y mezquindad!

jueves, 12 de agosto de 2010

104 AÑOS


Son 104 años los que tiene la señora Juana, pero bien llevados. Está demostrado que la longevidad está reñida con la obesidad. La mayoría de personas ancianas que conozco con más de 90 años son delgadas. Así es; por la clínica pasan más de 50 nonagenarias, cosa rara hace 20 años ya que en este nuevo siglo con relativa facilidad se supera la edad de los 90 abriles.
Este es el caso de la señora Juana; de contextura delgada y estatura baja, le angustia andar pero camina; le impacienta no ir más rápido para abrir la puerta o contestar el teléfono, pero lo consigue. ¡Menuda constitución!
De cabeza va de maravilla, es un portento, sobre todo cuando evoca historias de principios del 1900. Son muchas las remembranzas que lleva a cuestas en sus 90 años. Algunas las cuenta con nostalgia, otras con tristeza, otras con ira. Tiene una retentiva excepcional, sobre todo de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial.
-¡Cuánta hambre pasamos!- recuerda. – Recorríamos 15 kilómetros para recoger las cortezas de las patatas que pelaban los soldados.- susurra.
-Sin embargo ahora que tengo de todo, no puedo comer, porque me lo ha prohibido el médico y cuando no tenía me comía hasta las piedras.- ríe divertida.
Otros de los secretos de su ancianidad es su sentido del humor. A cualquier anécdota le añade una pizca de humor. Al salir de la clínica siempre repite la misma despedida porque sabe que hace gracia a los presentes en la Sala de Espera:
-¡Estoy apesadumbrada Don Antonio!- se lamenta ostensiblemente mirando de reojo para comprobar que la están oyendo. -¡Quién me va a curar cuando usted se jubile!
El asombro y la carcajada es general y la señora Juana se marcha satisfecha por haber logrado su propósito.
"El que no valora la vida no se la merece".
Leonardo Da Vinci

El milagro de la Ermita del Pilar

-¿Cuál de los dos es Don Rodrigo? –preguntó nervioso el espadachín italiano, mirando desde lo alto del muro de la calle Vidrieros.

-El que lleva la pluma más larga- respondió el hidalgo cornudo y hazmerreir del Casino de Murcia.

-¿Estáis seguro? –volvió a preguntar el espadachín metido a matón, apuntando con su viejo arcabuz.

-¡Sí!

-¡Voto a Dios! –dijo entre dientes el italiano-. Veo las dos plumas iguales.

Y la verdad es que era para dudarlo. De ambos sombreros surgían dos hermosas plumas de pavo real; la única diferencia estaba en la cabeza: uno era más cabezón que el otro.

-¡Boom! –sonó el arcabuzazo.

De pronto uno de los dos cayó de bruces al suelo. El italiano disparó al más cabezón sin imaginarse que se había cargado al mismísimo Corregidor Don Francisco Miguel Pueyo , quien se encontraba de ronda con su ayudante Don Rodrigo. Habían sido avisados que unos malhechores pululaban por el barrio de San Antolín y San Andrés.

-¡Pardiez! –exclamó asustado el Ayudante Don Rodrigo, y gritando dijo: -¡Han disparado al Corregidor! ¡Venid, necesito ayuda!

En un santiamén se arremolinó la gente y en volandas se lo llevaron al convento de las Agustinas, depositándolo en un cuartucho que hacía las veces de pequeño sanatorio.

-Hay que llamar urgente a Don Diego –dijo la Superiora.

Don Diego Mateo Zapata era distinguido médico murciano, con fama en la Corte.

Al poco de llegar Don Diego para examinar al Corregidor Pueyo, se produjo un hecho milagroso: el Corregidor empezó a moverse, llevando su brazo al pecho. Introdujo su mano debajo del grueso chaleco, y, ante el asombro de los presentes, sacó una figura de plata de la Virgen del Pilar. Aparecía en el busto de la imagen un pequeño orificio con el perdigón de plomo incrustado.

La Virgen del Pilar le había salvado la vida.

Repuesto el Corregidor Pueyo, mandó construir una ermita como homenaje a su salvadora en el mismo lugar donde fue disparado, y desde entonces se la conoce como la Ermita del Pilar.

También encargó al pintor murciano Nicolás de Villacis que lo inmortalizara con un retrato.

Después del tristemente célebre suceso, se hicieron las correspondientes investigaciones. Resulta que el espadachín italiano fue contratado por un rico terrateniente huertano que, por querer adquirir gloria, se metió a soldado en las filas del Gran Capitán, siendo apresado en Argel durante dos años. Y mientras no fue liberado, se rumoreaba que el Ayudante del Corregidor estaba enredado con su mujer. Era tanta la humillación que sufría el engañado en el Casino con versos subidos de tono, que el rico e ignorante huertano, ciego de la ira, juró acabar con la vida del Ayudante del Corregidor, llamado Don Rodrigo. Por lo que contrató a un esbirro italiano para que haga pasar a mejor vida al Ayudante del Corregidor, pero el resto de la historia, vuestras mercedes, ya saben cuál es.