Por Tony Capel Riera
En mi larga vida profesional —y más aún en mi clínica— he aprendido que el cuerpo humano es una criatura caprichosa, pero el espíritu… ah, el espíritu es una bestia mucho más complicada.
Recuerdo, entre tantas visitas memorables, a una monjita diminuta que apareció un día, retorcida por el dolor. Caminaba como si llevara un clavo de Cristo en el pie, y al quitarse el hábito del zapato —con más pudor que rapidez— vimos que, efectivamente, una uña se le había encarnado como si quisiera hacer penitencia por su cuenta.
La buena hermana no dejaba que nadie se le acercara al pie sin gritar como si estuviera en pleno martirio. Intentando suavizar la escena, recurrí a una de mis frases de consuelo ya probadas, mezcla de ironía y fe, que me había funcionado con algún que otro devoto con baja tolerancia al dolor.
—Hermana —le dije con mi mejor tono de facultativo sabio—, no se queje tanto. Piense que su Jefe ya sufrió más... en la cruz.
Ella me miró con ojos llorosos, pero no por la emoción religiosa ni el dolor. Me miró como solo las monjas saben mirar: entre la paciencia de los santos y el fastidio de las que han pasado ya por muchas misas.
—Ya lo sé, doctor —respondió—, pero Él fue una tarde… ¡yo llevo un mes así!
Y en ese instante comprendí que ni los Evangelios ni la ciencia tienen cura para la uña del dedo gordo cuando se empecina en clavarse en la carne... Y que el humor es, probablemente, la única medicina que no se prescribe con receta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario